Hay dos cosas que le fascinan a María Eugenia Garay: una es la historia, especialmente la que se ocupa de la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, con la figura del mariscal López como símbolo de un valor sin resquebrajaduras, como lo demuestra en sus obras Sobre las ruinas de la Patria vieja (novela, 2011), Hebras de remembranzas (poesía, 2012), Héroes, batallas y milagros. Curupayty (novela, 2015) y Río Escarlata. Guerra de la Triple Alianza (novela, 2016); otra, la posibilidad de viajar a través del tiempo, porque “[…] hay una dimensión ubicada fuera del tiempo […]. Si ingresamos a ella, podemos recorrer el pasado o adentrarnos en el futuro”.
No sé por qué, a ciencia cierta, se me ocurre destacar que este trabajo de Maribel Barreto es una suerte de Macondo femenino –no Comala– , pues si en la novela de Rulfo son los fantasmas los que viven su existencia descarnada, en Cien años de soledad pareciera que los personajes están siempre vivos, encerrados en una existencia furiosa si se quiere, pero vivos.
Enfrentar la crítica a una obra de arte implica la necesidad de desentenderse de su autor y su personalidad, de lo que se sabe o se desconoce de él, de lo oído, de lo comentado, de su vivencia humana, para concentrar toda la atención en la obra, sea ella escultura, pintura o música. No interesan el escultor, el pintor, el compositor o sus intérpretes, sino el resultado de esa maravillosa conjunción entre lo humano y la belleza. Lo mismo ocurre con la obra literaria, en la que conviven el narrador de un trabajo específico y el trabajo específico que llega a nuestras manos, y a la que consciente o inconscientemente iremos a criticar, porque es por excelencia una actitud crítica.
El ruido del helicóptero, al retumbar sobre la copa espesa de los árboles, hace que las aves, ocultas en el follaje donde se creían seguras, huyan espantadas. Sentado sobre un tronco de palmera, a orillas del arroyo Aquidabán-nigüi, el mariscal López toma tereré y fuma un cigarrillo Kent.