Jesús cuenta una parábola conocida como “el fariseo y el publicano”, donde se da el caso de dos hombres que van al templo para orar. Él analiza la actitud interior de cada uno de ellos. Esta situación toca directamente nuestra realidad, pues también nosotros vamos a la iglesia, y hacemos varias cosas de carácter religioso y espiritual. El fariseo es el ejemplo de la autosuficiencia, porque juzgaba que con una fría observancia de las prescripciones y de los rituales Dios le debía algo, y tenía la obligación de pagarle por sus “buenas obras”. Él no se va al templo para agradecer, ni tampoco para aprender más sobre la voluntad del Señor, pues considera que ya la conoce bien.
Todos necesitamos de cosas materiales, y también de gracias, que pedimos a diario, pues hay que pedir, como el Evangelio nos indica varias veces. Hay que pedir con fe pura y con recta intención, como lo hicieron los leprosos, que gritaban: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.
El Evangelio presenta tres parábolas: la de la oveja perdida, la de la dracma perdida y la del hijo pródigo. Todas ellas anuncian la alegría de encontrar lo que estaba perdido, o, más precisamente, la alegría cuando una persona descarriada escucha el llamado de Dios y cambia de actitud.
