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En 1887, el médico y escritor escocés sir Arthur Conan Doyle (Edimburgo, 1859-1930) publicó A Study in Scarlet (Estudio en escarlata), la primera aventura de Sherlock Holmes.
En esta novela, Holmes expone «la ciencia de la deducción» con la que resuelve sus casos. Es el método de la ciencia empírica: el detective, a partir de datos empíricos que recoge con su (enorme) capacidad de observación, plantea hipótesis que luego verifica empíricamente (descarta muchas). La lógica y la capacidad de ver detalles que suelen pasar inadvertidos son sus principales armas:
«–¿Hay algo más sobre lo que quiera llamar mi atención?
»–El curioso comportamiento del perro aquella noche.
»–Pero el perro no hizo absolutamente nada aquella noche.
»–Eso es lo curioso –comentó Sherlock Holmes»
(Silver Blaze, 1892).
Cuando Holmes va a explorar («No daré nada por cierto hasta que no haya dado un vistazo en persona», dice en The Boscombe Valley Mystery, 1891) el lugar de los hechos, sabe lo que busca: los datos que le faltan para confirmar su hipótesis de trabajo:
«Holmes cogió la bolsa, se agachó y estudió el fango pisoteado que tenía ante sí.
»–¡Hombre! –exclamó de repente–. ¿Qué es esto?
»Era una cerilla a medio quemar y tan embarrada que parecía una astilla.
»–No entiendo por qué no la he visto –dijo, fastidiado, el inspector.
»–¡Porque era invisible! Estaba del todo hundida en el barro. Yo nunca la hubiera visto si no estuviera buscándola.»
(Silver Blaze, 1892).
Holmes y su método –razonar, formular hipótesis, verificarlas– están inspirados en una persona real perteneciente al mundo científico: el doctor Joseph Bell, cirujano y profesor de sir Arthur Conan Doyle en la Facultad de Medicina de Edimburgo. En varios de sus escritos autobiográficos, sir Arthur cuenta cómo el doctor Bell diagnosticaba a los pacientes que llegaban a su consulta con esa precisión asombrosa, fruto de una perfecta maquinaria analítica y deductiva, que reconocemos en Sherlock Holmes. Y en el protagonista de la serie de televisión Dr. House, que, inspirado en el detective, devolvió su método al campo clínico del que procedía.
«Sherlock Holmes sin duda se lo debo a usted, y si bien en mis relatos puedo ponerlo en situaciones dramáticas, su trabajo analítico no es en absoluto una exageración de cuanto yo lo he visto hacer en el consultorio externo», le escribió sir Arthur Conan Doyle a su antiguo profesor de cirugía clínica el 4 de mayo de 1892.
Ese mismo año, una hermosa carta, llena de generosidad y de modestia, del doctor Bell apareció en The Strand Magazine:
«El genio imaginativo del doctor Conan Doyle ha hecho algo grande de lo pequeño, y su cálido recuerdo de uno de sus viejos profesores presta todo su colorido a la imagen... El genio y la vívida imaginación del doctor Doyle han tomado tan endeble base como punto de partida de unas historias policíacas que deben mucho menos de lo que él piensa a su sincero servidor
»Joseph Bell».
El Dr. Bell perdió ante el Dr. Lister en 1869 la cátedra de clínica quirúrgica a la que postulaba, pero siguió enseñando y editando el Edinburgh Medical Journal. Cultivado lector, ocasional poeta, buen deportista y naturalista, el primer encuentro de Watson con Holmes probablemente refleje la fascinación que debió ejercer sobre sir Arthur. De hecho, es uno de los encuentros más memorables de la literatura. Quién no recuerda el párrafo en el que Watson evoca el saludo de Holmes:
«–¡Hola! ¿Cómo está usted? –me dijo, cordialmente, estrechándome la mano con una fuerza que estaba lejos de suponerle–. Por lo que veo, acaba de volver de Afganistán».
Gracias a que podemos comparar y complementar la ficción y los datos históricos, y gracias a la admiración de sir Arthur Conan Doyle por su viejo y brillante profesor, el doctor Bell ha llegado a nosotros como un hombre apasionado por encontrar el secreto, el diagnóstico, la clave, no solo de cada enfermedad, sino del alma humana.