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La veintena de atestadas prisiones se han convertido en un permanente problema de seguridad. Tendrían que servir para readaptar a los internos y proteger a la población, pero el descontrol reinante hace que se sucedan las fugas y motines, así como asesinatos encargados desde sus celdas. La ineptitud, la desidia y la corrupción del personal penitenciario hacen que, en gran medida, la mafia haya asumido el mando en la mayoría de esas instalaciones, en las que los condenados conviven con los detenidos, pese a lo que manda la Constitución. El reciente motín en la cárcel de Concepción, donde en 2021 se requisaron drogas, armas blancas y hasta dinamita en gel, empezó en un sector ocupado por reclusos ajenos al crimen organizado; al extenderse a otros, se habrían sumado miembros del Clan Rotela y del Primer Comando da Capital (PCC), habitualmente enemistados hasta el punto de haber generado una masacre en el penal de San Pedro de Ycuamandyyú, en 2019.
Tras el último incidente, que causó una víctima mortal y cuatro heridos, el ministro de Justicia, Édgar Olmedo, presumió que integrantes del PCC poseen armas de fuego de fabricación “casera” o introducidas subrepticiamente, que empezaron a ser buscadas tras la revuelta: hace poco más de un año, en el mismo reclusorio se habían hallado 63 armas blancas de producción propia. Cualquiera sea el modo en que ellas hayan sido obtenidas, resulta claro que los guardiacárceles no cumplen con eficiencia su deber de vigilancia, porque están siendo sobornados o porque carecen de escáneres para detectar el ingreso de instrumentos letales. Como ocurre en casos similares, el ministro informó que se investigará –seguramente con resultado nulo, como siempre– si estaban en complicidad con los reclusos, siendo de temer que la historia se repita aunque se confirme la comisión del hecho punible: el motín que, en febrero de 2021, dejó siete muertos en la Penitenciaría Nacional de Tacumbú, no hizo que se tomaran las medidas necesarias para impedir que se repita la historia. Además, si se confirman las frecuentes denuncias de que el propio Olmedo dedica mucho tiempo a su campaña electoral como precandidato a diputado por Caaguazú, no es mucho lo que se puede esperar de sus subordinados.
No basta con librarse de algunos corruptos y ni siquiera con intervenir la dirección de una cárcel, en la que los rateros pasan a convertirse en homicidas, tras ser reclutados por la mafia allí asentada; es preciso tomar medidas radicales, de amplio alcance, que supongan sanear a fondo un sistema podrido que, una y otra vez, da muestras de su rotundo fracaso, una de cuyas principales causas es la corrupción rampante, agravada por la inserción del crimen organizado: allí todo está en venta, desde las celdas “vips” y las “privadas” hasta la droga ilícita, que circula sin disimulo, según frecuentes comentarios. Claro que está muy bien ampliar la capacidad de los reclusorios, pero también hace falta atender la selección, la capacitación y el control del personal penitenciario.
Hace un par de años, la entonces ministra de Justicia Cecilia Pérez –hoy asesora de Asuntos de Seguridad de la Presidencia de la República– anunció que se crearía un instituto técnico superior de formación y educación penitenciarias, porque, en su opinión, era “inconcebible que un agente termine su colegio dentro del sistema”, sin haber participado antes en un concurso público de oposición, cabe agregar. El instituto fue creado en noviembre de 2021, con el apoyo de las embajadas del Brasil y de los Estados Unidos; la primera promoción aún no ha egresado, pues los cursos han de durar dos años.
Aparte de idóneo, el personal debe ser probo y diligente, para resistir las tentaciones del dinero sucio y tener el ojo avizor: sería bueno poder confiar en él, pero aún mejor controlarlo, para lo cual es necesario que el Ministerio de Justicia sea mucho más riguroso a la hora de seleccionar a los directores de las penitenciarías. Los custodios y sus jefes deben estar en condiciones de tomar las medidas preventivas de seguridad que hagan innecesaria la intervención de fuerzas policiales y hasta militares para sofocar motines o impedir fugas. Olmedo, sin duda, es un improvisado en el cargo, pues cuando asumió reconoció: “no tengo experiencia en organismos de seguridad”, pero afirmó que iba a aprender de sus asesores. En verdad, debe apresurar su aprendizaje, pues las prisiones son muy inseguras debido, sobre todo, a la corrupción fomentada por el crimen organizado, a vista y paciencia de los agentes estatales. Según el comandante de la Policía Nacional, comisario general Gilberto Fleitas, desde allí se imparten órdenes de asesinato vía teléfonos móviles no requisados o interferidos, por ejemplo.
No basta con que los delincuentes sean detenidos, juzgados y condenados, ya que también es inexcusable que sean sometidos a una estrecha vigilancia, sin mengua de sus derechos previstos en el Código de Ejecución Penal. Se trata de una cuestión de Estado: los penales no deben seguir siendo una amenaza constante al orden público, por culpa de la desvergüenza, la inutilidad o la corrupción de sus funcionarios.