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La corrupción priva de fondos para levantar escuelas y hospitales bien equipados, para construir rutas y mantenerlas en buen estado o para dotar a la fuerza pública de los recursos humanos y materiales necesarios para preservar la seguridad de todos. Quienes con sus latrocinios atentan contra el interés general, por más de que a muchos de ellos solemos verlos prosternados en actitud beatífica en los templos, ignoran lo que significa el amor al prójimo, uno de los mandamientos más importantes de quien vino al mundo para redimir a la humanidad de sus pecados. Para quienes victimizan a sus compatriotas con el latrocinio impune, la Nochebuena solo es un pretexto para mostrar o consumir sus bienes mal habidos, como todos los años, sin ningún problema de conciencia, porque cuando roban al Estado no afectan a cierta persona física, sino a un ente que carece de carne y hueso: la colectividad finalmente afectada no está a la vista, así que los corruptos pueden incluso asistir a la misa del gallo o armar un pesebre, sin remordimiento alguno.
Claro que también hay “sepulcros blanqueados” que, para ganar votos, pueden hacer suyo el mensaje de la Iglesia Católica en cuanto a los valores familiares, sin dejar de practicar el contrabando ni de lavar dinero en gran escala. La Operación A Ultranza PY reveló que un narcotraficante, que hacía de pastor en sus ratos libres, levantó un templo en Curuguaty, quizá como una simple tapadera. No debe excluirse, empero, que muchos delincuentes crean en verdad que el delito es compatible con el cristianismo: hay jueces prevaricadores que exhiben una cruz en su despacho. El presidente y el vicepresidente de la República, así como los legisladores y los magistrados judiciales, juran o prometen desempeñar sus respectivas funciones con toda corrección; por lo general, ponen como testigo a Dios, a quien, según enseña la experiencia, no temen ofender con el perjurio.
Hay mucho que limpiar en este país. Para el efecto, la escoba la tiene, al fin y al cabo, el pueblo, mediante el voto, las manifestaciones pacíficas y las constantes denuncias de la arbitrariedad, la corruptela, la negligencia y el derroche. Si a los sinvergüenzas no les asusta el castigo divino, al menos deberían temer la justicia terrenal, impartida por jueces probos y valientes, tras ser acusados por unos agentes fiscales de la misma índole.
Por el bien común, resulta imperioso expulsar a los mercaderes del templo de la Justicia, para dar a cada uno lo suyo: a los bandidos, la cárcel y la reparación del daño causado; a los decentes, el derecho a gozar de la vida, la libertad, la propiedad y de los servicios indispensables para llevar una vida digna. Todo esto es conculcado muchas veces por los corruptos empotrados en el Presupuesto y por sus cómplices del sector privado, que contrabandean, evaden impuestos o ganan licitaciones fraudulentas.
El uno y el otro ignoran la caridad cristiana, sin perjuicio de que a veces hagan algún donativo, para adquirir también cierto prestigio social. Es hora de que los paraguayos de bien disfruten de una Navidad en familia libre de las preocupaciones que inmerecidamente les causan los malos Gobiernos y sus paniaguados.