La inseguridad ciudadana ha venido creciendo en forma constante, al punto que en los últimos tiempos se han convertido en grandes actores las pandillas ligadas al narcotráfico, que solo veíamos en las películas. Se trata de un fenómeno alarmante, a menudo protagonistas de disputas territoriales –a sangre y fuego– en torno a la venta de drogas ilícitas como el crack, cuyo consumo ha aumentado tanto que los “chespis” ya forman parte del paisaje urbano. El más reciente enfrentamiento a tiros volvió a ocurrir en el barrio capitalino Ricardo Brugada (“Chacarita”), donde al menos cuatro encapuchados, uno de los cuales portaba un rifle, intercambiaron disparos con un grupo rival. Según el jefe de la Comisaría 5ª Metropolitana, comisario general Víctor Presentado, en una ocasión anterior los contrincantes ya habían sido detenidos “en flagrancia”, pero por lo visto volvieron pronto a las andadas, sin haber conocido quizá el Correccional de Menores. El grave incidente no fue ya una novedad: el mes pasado y en el mismo barrio, dos bandas de adolescentes se enfrentaron por igual motivo, con un saldo de dos heridos, mientras que en octubre último un par de jóvenes del temible Primer Comando da Capital (PCC) fueron muertos por otros al servicio del Clan Rotela, días después también de que tres menores hayan sido ultimados en el Bañado Sur asunceno, a todas luces siempre en el marco de un enfrentamiento por el monopolio territorial de la venta de estupefacientes.
El asesor en seguridad, exdirector de Inteligencia del Ministerio del Interior, José Amarilla, dijo esta semana que “Paraguay está comenzando a asistir impunemente a la conformación de pandillas”, y pronosticó que ahora son grupos pero que pronto pueden convertirse en organizaciones criminales, como los maras “salvatruchas” de El Salvador, hoy diseminados en varios países.
Los protagonistas de estos graves incidentes son también consumidores del crack, de efecto inmediato y de adicción pronta, que los impulsa a cometer diversos delitos, incluso en el ámbito doméstico. Dado que el aumento de la toxicomanía entre los menores de 25 años está relacionado con el de la delincuencia, habrá que combatir el consumo, constatado incluso en la Policía Nacional, que en los últimos años apartó de sus filas a docenas de sus agentes debido a la adicción contraída en el servicio. No se trata solo de reprimir los efectos del consumo de estupefacientes, sino también de prevenirlo.
Los organismos estatales se muestran inoperantes ante este flagelo visible incluso en las calles de las grandes zonas urbanas. En todo caso, si los Ministerios de Salud Pública y Bienestar Social, de la Niñez y la Adolescencia, de Educación y Ciencias y la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) promueven campañas no solo propagandísticas, sus acciones pasan desapercibidas para la gente y sin resultados apreciables. Las autoridades dan mucho énfasis a los decomisos de drogas, pero es evidente que están descuidando lo referente al consumo y sus consecuencias.
En 2023 se promulgó una ley que declaró por tres años el estado de emergencia nacional en materia de sustancias psicoactivas para, entre otras cosas, prevenir el consumo y rehabilitar a las víctimas, creando para el efecto una imponente Mesa Interinstitucional de Prevención de Adicciones en el Ámbito Educativo, coordinada por el Ministerio de Educación y Ciencias. Ese año también se lanzó el programa “Chau, chespi”, que luego se rebautizó como “Sumar”, cuyos resultados no son aún apreciables, a la luz de la realidad imperante. Es probable que ni siquiera el presidente de la República, Santiago Peña, que pasa mucho tiempo en el exterior, sepa que el país se halla hoy en tal estado. Ya en su campaña electoral había señalado: “En mi Gobierno vamos a decir ‘Chau, chespi’, vamos a devolver la seguridad a las calles y a las plazas. Reducir el chespi en las calles va a ser mi obsesión, porque con más seguridad también vamos a estar mejor”. En verdad, quienes se movilizan con guardias en motocicletas y camionetas por las calles sin duda “están mejor”, mientras la población tiene que seguir lidiando con los chespis y delincuentes de toda clase en cualquier lugar. Ni hablar de las comunidades indígenas, donde el consumo del crack y de la marihuana es “crítico”, según constató la Senad en 2024.
El Paraguay ya no es solo un país de tránsito, sino ya es igualmente de consumo de drogas ilícitas, ya que el crimen organizado atiende también el mercado local y tiene inserción en las instituciones, como lo reconocen las más altas autoridades del país. La población sufre la presencia de maleantes integrados en fuertes grupos mafiosos, que cuentan con “zonas liberadas” en la Gran Asunción, donde, como se ve, se sirven de mozalbetes capaces de todo. Abundan también los “chespis” independientes que, con el fin de financiar su adicción, pueden robar incluso un compresor de aire de una escuela, como ocurrió hace unas semanas en Limpio, o protagonizan casos de violencia familiar para conseguir dinero para su vicio. De modo que hay mucho que hacer para impedir que ese mal se siga expandiendo y evitar que ya resulte incontenible.