Ningún Gobierno, desde la dictadura en adelante, ha hecho lo que correspondía para que el Paraguay aprovechara su enorme potencial energético para catapultar su desarrollo, y la prueba es contundente: hace 57 años que se inauguró la usina de Acaray, hace 41 años que comenzó a producir la primera turbina de Itaipú y hace 31 años que entró en operación la primera unidad generadora de Yacyretá, y al día de hoy, cuando ya ha transcurrido una cuarta parte del siglo XXI, la electricidad apenas ocupa poco más del 20% de la matriz energética paraguaya.
Esto significa que la ANDE, fundada en 1949, pese a haber tenido el monopolio prácticamente absoluto de la distribución eléctrica, en 76 años solo ha podido conquistar un quinto del mercado doméstico de energía, lo que en términos comerciales y operativos es un tremendo fracaso para una compañía nacional sin competidores.
Hay suficientes elementos para sostener que esto ha sido inducido por Brasil y Argentina. Desde un principio, ambos tuvieron claro su objetivo de acaparar la parte del león de las grandes hidroeléctricas, para lo cual era menester retrasar lo más que se pudiera el desarrollo en general, y la industrialización en particular, del Paraguay, con el fin de que tardara muchos años y décadas en usar su parte. Ciertamente, lograron su cometido. A 52 años de las firmas de los tratados, Brasil se ha quedado con el 90% de la energía de Itaipú y Argentina, con el 92% de la de Yacyretá, para lo cual la ANDE les ha sido una aliada inestimable.
Este Gobierno es en gran medida más responsable que los anteriores porque su mandato coincide exactamente con el plazo de revisión del Anexo C del Tratado de Itaipú, que cumplió sus 50 años de vigencia el 13 de agosto de 2023, dos días antes de que Santiago Peña entrara en funciones. Ya cancelada la deuda, ya sin excusas, por fin Paraguay podría renegociar el Tratado y reclamar el pleno beneficio de la explotación de un recurso natural que le pertenece en un 50%. Se daba por hecho de que este sería el tema más relevante y más prioritario de esta administración, pero lo que ha ocurrido ha sido, por decir lo menos, completamente decepcionante.
En vez de concentrarse en la justa restitución de los legítimos derechos del Paraguay en la mayor de sus hidroeléctricas, el Gobierno insistió en un aspecto secundario, que es elevar la tarifa para obtener una diferencia en “gastos sociales”, que ejecuta discrecionalmente y sin control. Han pasado casi dos años y no solo todo sigue igual, sino que las negociaciones están suspendidas, insólitamente, a instancias del propio Paraguay, con indicios de que se está transando bajo la mesa dejar inalterada la figura de la “cesión de energía” al Brasil.
Paraguay, que no tiene libre disponibilidad de su propia energía, continúa cediendo sus excedentes a 10 dólares el megavatio/hora por encima del costo, cuando, por ejemplo, últimamente Brasil le ha estado vendiendo a Argentina a 100 dólares el MWh. Entretanto, en más de un año, la ANDE no ha sido capaz de subastar 100 MW de Acaray, un volumen ínfimo, en el mercado brasileño, un proceso que en Brasil dura, literalmente, una mañana.
En contrapartida, en todo este tiempo el Gobierno no ha hecho nada sustancial para fortalecer la capacidad del país de utilizar eficientemente su energía. Si hubiese habido una política en tal sentido, entonces, por lo menos, la diferencia en gastos sociales se hubiese utilizado mayormente en el sector eléctrico y no en pupitres chinos sobrefacturados. La ANDE sigue tal y como siempre, como ha quedado una vez más en evidencia en la última tormenta. El servicio es lamentable y, si hubo un aumento en la distribución, este se ha concentrado en las criptominerías, que no es precisamente un área estratégica para el desarrollo nacional.
La legítima pregunta que toda la ciudadanía permanentemente se hace es la siguiente: ¿cómo puede ser que el país con mayor producción per capita de energía eléctrica renovable del mundo se quede sin luz a cada rato? Esta pregunta tiene respuesta. Es más, tiene nombre y apellido: Santiago Peña.