Tras denuncias de fraudes que se habrían cometido en agosto último en un concurso público de oposición para ejercer la docencia, el Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) sumarió a nueve funcionarios suyos y dispuso que los exámenes se repitan en diciembre en los departamentos de San Pedro, Canindeyú, Guairá y Cordillera. En los venideros ya no participarán quienes habían sido “sorprendidos en flagrancia”, como aquellos que enviaron por WhatsApp imágenes de las hojas de prueba para obtener de los funcionarios las respuestas correctas, a cambio de un presunto soborno. Es plausible que el ministro Luis Ramírez haya dicho que las denuncias recibidas serán trasladadas al Ministerio Público y que la investigación abierta alcanza también a las oficinas de las Direcciones Departamentales de Educación. Pero esa decisión, necesaria por supuesto, no va al fondo de esta grave cuestión.
Lo que habría ocurrido muestra que el drama de la educación pública no solo tiene que ver con la ineptitud del común de los docentes, constatada en julio último en un examen aprobado por apenas 4.547 de los 15.354 postulantes y reflejada una y otra vez en los informes del Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes (PISA). La pésima calidad de la enseñanza se relaciona también con la corrupción y la politiquería reinantes en el ministerio del área, según dijo en 2019 su propio titular de entonces, Eduardo Petta. Ahora se advierte que hay algo más grave, que conviene recalcar: la pobreza moral de no pocos de los que pretenden formar a las nuevas generaciones. Es inevitable suponer que antes e incluso en esta ocasión hubo numerosos casos de compraventa de exámenes, por así decirlo, que fueron ocultados o pasaron desapercibidos, lo que permite concluir que hay docentes que carecen de la autoridad moral necesaria para enseñar, algo no menos importante que la aptitud estrictamente profesional.
¿Qué valores transmitirán a los alumnos los sinvergüenzas que no fueron descubiertos, más allá de limitarse a recitar generalidades sobre el deber de comportarse bien en sociedad? ¿Castigarán a sus alumnos que “copien” en un examen, por ejemplo, o premiarán a alguno por motivos ajenos a su desempeño en el aula? Conviene ocuparse de la formación moral de los futuros educadores para que, entre otras cosas, les parezca odioso colgarse del saco de un “político” para lograr un “rubro” y retribuirlo luego haciendo de comparsa en una campaña electoral. Y aquellos docentes en ejercicio no deberían limitarse a reclamar aumentos salariales, pues también sería bueno que hagan un sincero examen de conciencia para determinar si están o no a la altura de su función en lo que atañe a la ética.
Hay fuertes indicios de que el marcado deterioro de los valores no solo afecta a los funcionarios, como los del MEC. Quien ofrece un soborno es tan corrupto como quien lo pide: se trata de un delito cometido entre dos; lo que parece una perogrullada no lo es tanto en un país donde muchos creen que solo el funcionario venal es repudiable. Por tanto, se espera ahora que el Ministerio Público tome cartas en este hediondo asunto que, cabe repetirlo, no habrá sido el primero en su especie en el ámbito educativo, tan castigado por la corrupción y la ineptitud, como cualquier otro del sector estatal. No todo depende de inyectar más dinero de los contribuyentes ni de formar mejor a los docentes desde el punto de vista pedagógico; también es preciso inculcarles, entre otras cosas, que no está nada bien perpetrar un fraude para obtener un puesto.
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Si se ha llegado a este punto es porque sigue siendo necesario “reconstruir el tejido moral de la nación”, según dijo hace décadas el recordado obispo Ismael Rolón. El tejido permanece estropeado a causa de la impunidad, por lo que cobra fuerza la importancia de la labor del Ministerio Público. El hecho de que los centros educativos alojen a averiados implica poner en riesgo la concepción moral futura de los alumnos: hay que evitarlo, aplicando la ley con todo rigor, también para que el magisterio no sea mancillado. Los delincuentes no deben estar en un aula, sino en una celda.