No se observa un próximo fin al calvario de los usuarios del transporte

El Senado aprobó con modificaciones el proyecto de ley sobre el transporte público de pasajeros del área metropolitana de Asunción, impulsado por el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC) para crear, según dice, un marco que permita modernizar el sistema mediante la incorporación de buses nuevos, de tecnologías innovadoras y de modelos de gestión sostenibles para los futuros concesionarios, priorizando siempre a los usuarios.

Entre las numerosas novedades de la iniciativa, se incluyen la compra estatal de al menos mil buses, la creación de un fideicomiso sostenido por los subsidios y el billetaje electrónico, y las concesiones de quince a veinte años a ser otorgadas a solo unas diez operadoras. Fue presentada el último 24 de julio, día que la ministra Claudia Centurión –como siempre ocurre con cualquier decisión que toma este Gobierno– calificó de nada menos que “histórico”, aunque después termine en la nada, en tanto que el presidente Santiago Peña advirtió desde ya que el proceso de reforma “llevará su tiempo”. Hoy se sabe que su implementación gradual requerirá cuatro años, de modo que hasta entonces continuarían las penurias de los pasajeros, sin que el éxito del nuevo modelo esté en modo alguno asegurado.

En verdad, ya se ha perdido bastante tiempo en una cuestión de suma importancia que desde hace años, no solo en este Gobierno, tiene en vilo a quienes deben desplazarse en unos buses obsoletos “regulados” por unos “empresarios” chantajistas, que reciben subsidios a costa de los contribuyentes de todo el país. Más allá de los aciertos o de los defectos que tenga el proyecto de ley en cuestión, que podría ser modificado una vez más por la Cámara de Diputados, cabe llamar la atención sobre el hecho de que en el Paraguay las leyes no suelen tener vigencia efectiva, independientemente de su contenido, siempre que afecten a personas ligadas al poder político.

Tal es el caso de la aún no reglamentada Ley N° 6789/21, “que cancela la licencia, el itinerario y el subsidio a empresas del transporte público infractoras de la ley”, y califica de “coacción y perturbación de servicios públicos” el hecho punible de que sus directivos, accionistas o representantes legales o gremiales amenacen o extorsionen, por cualquier medio, a órganos estatales relacionados con sus servicios. A tanto llega aquí la desidia o la connivencia que, en abril de 2023, el entonces senador Miguel Fulgencio Rodríguez le recordó a Rodolfo Segovia, que estaba al frente del MOPC, la existencia de dicha ley y que, por tanto, debían rescindirse los contratos ante indicios de que los transportistas “estén regulando”; el ministro le habría respondido que iba a dar instrucciones para que se aplique la ley (!), como si hubieran sido necesarias dos años después de su promulgación. Parece que ninguna autoridad se anima contra los transportistas.

Ahora mismo, dos amenazas penden sobre la cabeza de los sufridos usuarios. Por un lado, el sector de los choferes amenazó con ir a la huelga si algunas exigencias suyas no son atendidas por el Congreso, como la de que el transporte público metropolitano de pasajeros no sea considerado imprescindible y que, por ende, su prestación pueda ser interrumpida por un paro de choferes. Por el otro, cuándo no, el Centro de Empresarios del Transporte de Pasajeros del Área Metropolitana (Cetrapam) advirtió al Gobierno que de no cobrar el subsidio que reciben del Estado, “se pone en duda la continuidad del transporte de pasajeros”. En el primer caso, los senadores resolvieron que se garantice un “servicio mínimo”, lo que concuerda con la Constitución y con el Código del Trabajo.

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Por de pronto, para angustia de los usuarios, reina la incertidumbre, pues no debe excluirse que tanto los “empresarios” como los trabajadores del sector recurran a medidas de fuerza si sus respectivas exigencias no son finalmente satisfechas. Más allá de lo que disponga la ley a ser promulgada, resultará esencial que el Viceministerio de Transporte la cumpla y la haga cumplir, resistiendo las muy probables presiones de unos caraduras incorregibles.

Ya es tiempo de poner fin a tanta ignominia: el sistema debe ser gestionado con honestidad y eficiencia, esto es, de un modo muy distinto al que hasta hoy se estila para bien de pocos y para mal de muchos. Este cambio indispensable presupone acabar con la indolencia o la presunta complicidad de las autoridades competentes, para lo cual servirá de mucho que la ciudadanía se movilice, como lo hacen los miembros de la meritoria Organización de Pasajeros del Área Metropolitana de Asunción (Opama). El ejemplo, digno de ser imitado, muestra que la legítima defensa también debe ser ejercida por las víctimas de los desalmados prestadores de un servicio público imprescindible, como sin duda lo es el transporte de pasajeros.

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