El reciente rechazo de la recusación planteada por el Senado contra dos miembros de la Sala Constitucional ampliada, en el marco de la acción de inconstitucionalidad interpuesta por la exsenadora Kattya González, contra la resolución del Congreso que en febrero de 2024 decidió expulsarla arbitrariamente de su banca, demuestra no solo el desinterés del máximo tribunal para resolver una cuestión trascendental para la democracia, sino que la mora judicial se enseñorea cada vez más de la casa de “Astrea”, convirtiendo el ideal de justicia en una verdadera utopía.
El 14 de febrero de 2024 no fue precisamente la flecha de Cupido la que atravesaba corazones en el Congreso, sino la espada de la injusticia que cortaba una de las alas fundamentales de la democracia: “la voluntad popular”, ya que esa fecha, 23 senadores que parecían “amaestrados”, en contra de la voluntad sufragista de más de 100.000 electores, decidieron expulsar a la exsenadora González de su banca parlamentaria, en un proceso plagado de irregularidades y causales que luego fueron desestimadas por la justicia.
Más de un año después, y luego de dilaciones innecesarias, inhibiciones y la lentitud que caracteriza al Poder Judicial, en mayo de 2025 se integró el pleno de la Corte Suprema de Justicia, con los camaristas Esteban Kriskovich y Miguel Ángel Rodas en reemplazo de los ministros César Garay Zuccolillo y Eugenio Jiménez Rolón. Ambos magistrados, juntamente con los demás ministros del Supremo Tribunal, son quienes deberán restablecer el orden constitucional y devolver al pueblo la seguridad jurídica.
Sin embargo, en el mismo mes de mayo y al parecer a los efectos meramente dilatorios, el Senado planteó la recusación del camarista Kriskovich y el ministro Ríos, con lo cual impidió que quede firme la competencia de los mismos hasta que se resuelva el recurso interpuesto. Es así que tuvieron que pasar casi seis meses para que finalmente la Corte Suprema resuelva rechazar “in limine” el recurso planteado por el Senado, con lo cual, ¡por fin!, a casi dos años de la expulsión de Kattya González, la Corte Suprema de Justicia está lista para estudiar la inconstitucionalidad. Y conste que la máxima institución judicial debe dar ejemplo en cuanto al cumplimiento de los plazos.
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Esta decisión deja, como en la mayoría de los casos resueltos por la justicia, un sabor agridulce. Por un lado, la ciudadanía sabe que ahora ya no existen excusas para que la Corte Suprema resuelva si la expulsión de Kattya González fue inconstitucional y arbitraria, pero por otro lado, el pueblo también es consciente de que si en un caso tan importante y trascendental para las instituciones democráticas, la Corte Suprema de Justicia emplea casi SEIS MESES en resolver una recusación, ¿cuánto tiempo deja pasar para resolver el recurso de Juan Pueblo?
Y si demoró más de un año en conformar sus miembros y casi seis meses en resolver un recurso, ¿cuánto tiempo demorará en resolver el fondo de la cuestión? O peor aún, si se tarda casi dos años en “limpiar la cancha” para recién ponerse a analizar la inconstitucionalidad, ¿en cuánto tiempo resuelve las acciones de inconstitucionalidad planteadas por cualquier justiciable?
El ideal de justicia no se termina “dando a cada uno lo suyo” o lo que le corresponde en derecho como decía el jurista romano Ulpiano, sino en hacerlo en un plazo razonable, ya que la justicia que llega tarde es una de las peores injusticias.
No se puede dejar de lado la gran importancia que tiene el caso de Kattya González para la ciudadanía, independientemente de la afinidad o la preferencia que el pueblo tenga con la exparlamentaria expulsada. El caso en sí, se trata nada más y nada menos que de la victoria de la arbitrariedad sobre el Estado de derecho, de la prevalencia de la voluntad de un grupo que, “so pretexto” de representatividad logra avasallar la propia Constitución Nacional. Estamos en una coyuntura que confunde “representación popular” con “totalitarismo” y de esa forma socava conceptos fundamentales en una República, como la independencia de poderes, la seguridad jurídica y el Estado de derecho. Está en manos de los más altos juristas que conforman la Corte Suprema ponerle límites a la voracidad del poder mal interpretado.