El Estado y el derecho a la información

El Gobierno chileno ha anunciado que en un plazo de entre siete meses y tres años cerrará y liquidará los bienes del diario estatal La Nación. El Ejecutivo encabezado por Sebastián Piñera justificó la medida aduciendo el carácter “deficitario” del organismo de prensa y que en los últimos 20 años, desde el retorno a la democracia, se ha encontrado subordinado a la voluntad de los presidentes de turno.

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Por su parte, el gobierno de Cristina Fernández, en un reciente spot emitido en la TV Pública Argentina, advertía que el próximo 7 de diciembre vence la medida cautelar interpuesta por el Grupo Clarín contra el artículo 161 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (26.522).

El articulado en cuestión dicta el plazo de un año para que las empresas que superen el máximo de licencias estipulado se adecuen al nuevo marco. Este punto referente a la desinversión es el más resistido por los multimedios, que alegan su inconstitucionalidad.

Ahora bien, veamos a qué concepción del rol Estado en materia del derecho a la información se adscriben estas políticas comunicacionales. La primera, la del Gobierno chileno, corresponde a la doctrina clásica de que la única competencia que le cabe al Estado es la de abstenerse de actuar. La segunda, la del Gobierno argentino, entiende que el Estado debe intervenir en el mercado comunicacional a fin de garantizar la pluralidad de actores.

De la primera resulta aquel axioma, que debe ser sometido a una profunda revisión, de que la mejor ley de medios es aquella que no existe. La segunda, tal como sostiene el investigador argentino Damián Loreti, asume que “el derecho a la libertad de expresión no es declamativo e implica contar con las herramientas para hacer efectivo su ejercicio”. Es decir, la función del Estado no se reduce a reconocer ese derecho y no bloquear su ejercicio, sino que también radica en activar mecanismos para proteger su cumplimiento.

A esto último hay que añadir que la libertad de expresión a menudo se ve afectada no solo como producto del asedio de los gobiernos, sino también por poderes de carácter no estatal. “¿Estamos frente a una libertad negativa en la que el rol del Estado se limita a abstenerse de censurar?”, se pregunta Loreti. Luego refiere que “en países de Europa Occidental incluso hay subsidios directos destinados a fomentar el pluralismo y la diversidad de voces. Una cosa es clara. Si en el mercado hay quienes entienden que la mano invisible garantiza la distribución de los bienes, es ostensible que en la vida de la comunicación social y de las industrias culturales no hay mano invisible y menos que ella garantiza pluralismo y diversidad”.

No obstante, habría que ser explícitos en cuanto al problema de la independencia de los medios públicos, así como también la de los privados. La tentación de aquellos es convertirse en medios gubernamentales, y la de estos es gobernar a fuerza de cabildeo por encima de las autoridades electas y abusar de sus posiciones dominantes en el mercado.

En un sistema plenamente democrático, la distribución de licencias del espectro radioeléctrico así como la circulación de la palabra impresa no deben estar sujetas al solo criterio de la rentabilidad ni mucho menos supeditada a la concentración masiva. Es necesario en este sentido que exista multiplicidad de voces y que se asuma el derecho a la comunicación como un derecho humano no dependiente de lo que uno pueda pagar.

Incluso la propia Unesco reconoció, en un estudio de 2008 titulado “Indicadores de desarrollo mediático: Marco para evaluar el desarrollo de los medios de comunicación social”, que para garantizar la pluralidad los Estados tienen la atribución de exigir la desinversión y denegar licencias cuando se alcancen niveles inaceptables de concentración.

Todos los recelos hacia que el Estado abuse de esas atribuciones están justificados y, de hecho, las distorsiones están a la orden del día. Resulta de suma claridad que los gobiernos en su mayoría aspiran a finalidades que no son precisamente las de resguardar el derecho humano a comunicar.

Sin embargo, esto no debiera usarse en perjuicio de la obligación del Estado de fomentar la presencia de cada vez más voces que, al poder expresarse, complementarán a su vez el derecho de toda la comunidad de acceder a múltiples fuentes de información y puntos de vista. Pues de eso se trata, del carácter colectivo del derecho. Cuando una opinión es silenciada, ya sea a razón de la censura directa a un individuo o por la privación al acceso a los medios por razones económicas, es el derecho a la información de toda la sociedad el que está siendo violentado.

plopez@abc.com.py

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