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¿Será así? Es una especulación de podría tomarse por plausible si estuviese comprobado que nuestra prensa posee la capacidad real de crear opinión pública. Comencemos por convenir qué entendemos por tal concepto. Simplificadamente, suele llamarse “opinión pública” a la que se forma y consolida en los sectores más educados o mejor informados de la sociedad, acerca de los asuntos tenidos por más importantes para los intereses generales y sectoriales. En países desarrollados se hacen mediciones confiables. Por ejemplo, suelen estimar que, en la mayoría de ellos, esa franja no pasa del 7 u 8% del total social. Por debajo viene un 30% de gente menos informada y menos interesada (por tanto menos influyente); continúa y acaba con la masa, poco o nada informada y sin criterio propio. O sea, gente que adopta posiciones sentadas por terceros, que suelen ser sus referentes locales, personajes admirados o líderes naturales.
En el Paraguay no tenemos mediciones de este tipo. En países culturalmente precarios como el nuestro, esa alta franja social educada, informada, interesada e influyente es, lógicamente, aún más estrecha. Especulemos con que nuestra opinión pública esté conformada por alrededor del 3 % de la población; unas 200.000 personas; que serían las que se mantienen informadas y participan con interés de la vida política.
En un esquema así, preguntemos: la prensa, entendida como el conjunto heterogéneo de medios y profesionales, ¿construye la opinión pública empleando su influencia, o simplemente recoge la opinión que ya está formada, divulgándola? Parece ser un proceso circular y recíprocamente alimentado; pero esto no es lo interesante sino cuál predomina y en qué momentos.
Soy escéptico con relación al grado de imperio que nuestro periodismo ejerce sobre los políticos. Presumo que representantes de ambos integran listas de tontos y astutos que nunca están cerradas ni bloqueadas. De modo que, estadísticamente, en la política y en la prensa debe existir la misma proporción de tontos y astutos que en el resto de la sociedad. Y se los hallará en todas las jurisdicciones y especialidades.
Borges se quejaba de que con frecuencia los entrevistadores le preguntaran ciertas cosas; si era argentino, por ejemplo. “Qué tendrá de raro ser argentino habiendo nacido y viviendo aquí –reclamaba–. Raro hubiese sido si estuviésemos en Groenlandia”. Otra pregunta infaltable era si era cierto que para escribir pensaba primero en inglés y luego lo pasaba al español, a lo que respondía: “¡Claro que sí! Por ejemplo en estos versos: Siempre el coraje es mejor / nunca la esperanza es vana / vaya pues esta milonga / para Jacinto Chiclana”.
Son anécdotas –hay muchas– útiles para debilitar el mito que el periodismo ejerce una poderosa influencia social. Menos todavía en nuestro país, porque nuestra opinión pública es todavía pequeña y débil. Y tomando en cuenta que los medios siempre preferirán la noticia a los hechos reales (dicho por W. R. Hearst hace ya mucho). De modo que, si entendemos que el político es un productor y el periodista es un traficante de noticias, el consorcio está dado y sus utilidades distribuidas.
Allá abajo, en la franja social adonde no llega o influye poco la prensa de opinión, continúa habiendo vida cultural; aunque no funciona igual. Explica el lúcido Saro Vera: “El paraguayo se resiste a creer en las informaciones (políticas de prensa) porque, dados sus intereses, amores y odios, simpatías y animadversiones, ideas y prejuicios, ellas informan según sus conveniencias”. Mejor no se lo puede explicar.
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