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Por Carla Fabri
El poder de la palabra no solo es potente cuando busca herir. También sirve para describir y producir sentimientos como el placer, la bondad, el amor o el agradecimiento. Fuimos capaces de crear palabras preciosas para hablar de aquello que nos agrada: belleza, amor, solidaridad o los encantos que nos rodean.
No solemos dar importancia a las palabras y el efecto que su uso puede generarnos. Aquellas que utilicemos al pensar pueden tener un efecto poderoso en nuestras emociones, en nuestro ánimo y la forma en que concebimos el mundo.
El lenguaje de una sociedad en un momento dado puede dar una idea de cómo piensa y cómo actúa ese grupo de personas. Los vocablos que mucho se repiten en los medios de comunicación, redes sociales y discursos políticos son el índice de una gran falta de valores. En vez de altruismo, honestidad o ética, el ranking de las palabras de nuestro momento nos indica que se usan mucho: corrupción, significativamente, planillerismo, nepobabies, abuso, narcopolítica. Parece que cayeron en desuso palabras como honradez, tolerancia, dignidad.
En algunos comunicadores la intolerancia es marcada, el uso constante de exabruptos, el lenguaje ofensivo y la falta de respeto a las creencias, cultura y opiniones de los otros. No es posible exigir tolerancia hacia las propias ideas, si no hay disposición a tolerar las ideas de los demás. Y en un mundo tan diverso como el nuestro, para poder convivir en armonía, es necesario practicar el respeto a la diversidad.
Es una coincidencia mayoritaria que no se debe exponer a niños y niñas a contenido inapropiado, por eso existe el horario de protección al menor.
No se trata de imponer anacrónicas demostraciones de pacatería, sino de subrayar el razonable desagrado que esas extralimitaciones verbales provocan a cantidad de oyentes y televidentes. Se trata de quienes todavía sustentan la sana aspiración de que la radio y la televisión sean útiles como medios de información, entretenimiento y como recurso apto para preservar y difundir módicas pautas culturales.
Los insultos implican agresividad, emotividad e intencionalidad degradante contra el receptor. No solo persiguen la descalificación del destinatario, sino que buscan su anulación, su inhabilitación. Se usan frecuentemente como estrategia movilizadora y polarizadora de la opinión pública.
El uso de ofensas y palabras groseras no parece ser una moda pasajera, sino una tendencia sistémica. Para los estudiosos, refleja una carencia de argumentos, de recursos expresivos más elevados y su normalización incrementa el nivel de agresividad del debate ciudadano.
Es efectista y de mal gusto manifestarse constantemente con vulgaridad, es un camino corto y fácil para conseguir atención.
No confundir libertad de expresión con la libertad de lanzar al aire insultos y majaderías. Los responsables de estas pendencias deberían reparar en que, sea por la razón que fuese, se están propasando y le están causando un grave daño al conjunto de la sociedad, a la cual menosprecian con su irreductible apego por lo grosero.