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Hasta hace unos días no entendía qué atraía a mis amigos como un imán desde la provincia de Salta, Argentina. Ahora, después de haber subido a un vuelo de una hora y 20 minutos con Paranair, y haber puesto los pies en parte de ese valle calchaquí, ya solo pienso en cuándo volveré, ¡hay tanta magia que no pude ver! Alguien dirá, ¿cómo es posible que en 72 horas la experiencia haya sido tan intensa? El que pregunta no conoce el norte argentino.
La Niña del Rayo. El Niño. La Doncella
Lloviznaba cuando llegamos… así que pensé que la experiencia podía arruinarse. Me equivoqué grande: Salta se deja disfrutar con cualquier clima y en cualquier época del año. Así que allí fuimos al Museo de Arqueología de la Alta Montaña (MAAM) que nos esperaba para un recorrido dramáticamente humano e inapelablemente científico: en ese lugar resguardan en estado de crioconservación (bajas temperaturas, estabilidad térmica y atmósfera controlada con registro eléctrico permanente) las momias de tres niños entregados en ofrenda –por la cultura incaica– en la cima del volcán Llullaillaco: La Niña del Rayo. El Niño. La Doncella.
El MAAM posee los restos de 3 niños, otra niña se encontró en el cerro Chuscha años más tarde. Se debe aclarar que no son momias, ya que no pasaron por un proceso de momificación, sino que las condiciones climáticas del lugar de entierro se prestaron para mantenerlos intactos durante todos esos años. Durante más de cinco siglos, el volcán guardó celoso en su cápsula del tiempo lo que en 1999 se convertiría en uno de los hallazgos más importantes en el campo de la arqueología, y que permitiría a los científicos, posteriormente, reconstruir este aspecto de la vida incaica.

“La Niña del Rayo” se cree tenía 6 años cuando fue ofrendada y sepultada viva en una ceremonia de Capacocha en el volcán del Llullaillaco; informes científicos aseguran que antes de ser ritualmente entregados se los drogaba. Los restos de la pequeña fueron alcanzados por un rayo que penetró más de un metro la tierra y carbonizó las telas exteriores que rodeaban el fardo funerario, quemando parte de su cuerpecito y rostro.
En el caso de “El Niño”, tenía unos 7 años, se lo encontró sentado sobre una túnica y con su rostro dirigido hacia el sol naciente, con los cabellos cortos y un adorno de plumas blancas. Fue enterrado con todos sus juguetes. “La Doncella” es una adolescente de unos 15 años al momento de la ofrenda. Llevaba también un tocado de plumas blancas, en la boca restos de coca, un vestido marrón claro ajustado en la cintura y largos cabellos con pequeñas trenzas.
“Ofrenda, no sacrificio”, dice susurrando la guía Luciana Coppedé: está prohibido tomar fotos, de hecho el escenario en el que nos movemos invita al silencio sepulcral. No evita que nos recorran escalofríos al ver los pequeños cuerpecitos envueltos en mantas, en posición de sentados, tal cual fueron encontrados después de las ceremonias en las que los enterraron vivos hace más de 500 años, en las cúspides más altas, cerca del cielo andino. Los enterraron con sus juguetes, llamas esculpidas en moluscos que existen en las costas de Colombia o México. Figuras humanas en oro o en plata, imitaciones de otros animales.
Se sospecha que existen como 200 santuarios en las altas cumbres de la Cordillera de los Andes. Vestigios de una civilización incaica que usaba el “Capacocha” como ceremonia de ofrenda a los dioses: para agradecer por algo muy bueno… o cuidarse de algo muy malo. “Para entender la historia hay que sacarse el chip de la actualidad. Entender que los niños eran predestinados, era un privilegio ser escogido para un propósito más altruista que la propia existencia de uno”, dice la guía. Nos invita a mirar los rostros de los niños que –según ella– no reflejan susto, sino serenidad, hacemos algunas preguntas sobre el cómo y nos escabullimos perdidos en los laberintos de exploradores que en 1999 interrumpieron sus sueños eternos: cavaron en la cumbre y extrajeron los cuerpecitos. Hasta hoy día las comunidades de los pueblos originarios de la zona atribuyen las crueldades de la naturaleza a quienes rompieron la ofrenda sagrada.
El Señor y la Virgen del Milagro
Si el Museo es una vivencia majestuosamente histórica y científica, bastará dar unos pasos para la experiencia religiosa. Caminar alrededor de la plaza 9 de Julio, pasear entre el mercadillo artesanal, la venta de sabrosas empanaditas salteñas, algunas refacciones que están haciendo a fachadas históricas, y uno se adentra en la impresionante religiosidad de la Catedral Basílica de la ciudad de Salta.
Salta fue fundada después que la ciudad de Asunción, en el siglo 16. En 1844 un feroz terremoto casi destrozó por completo la Catedral; en 1856 se encargó una nueva construcción. Dicen que durante 20 años trabajaron para erigir la Catedral, y participaron de su construcción grandes artistas italianos y brasileños. Terminaron en 1882 con posteriores refacciones y modificaciones al diseño original; tiene estilo neoclásico, elementos barrocos en las tallas, altares y mármoles, y hasta inspiración arquitectónica francesa.
“Sin el sombrerito, señora, por favor”, susurra uno de los cuidadores de la morada del Señor y la Virgen del Milagro. Ambas imágenes datan de 1592, mito o historia verdadera, dicen que encontraron los cajones de las imágenes flotando en aguas del Pacífico, con inscripciones de que eran donaciones. Habían partido de España, llegaron a Lima (Perú) y luego emprendieron una travesía hasta llegar a Salta. Dicen que, en 1692, después de un terremoto que destruyó la ciudad, encontraron la imagen de la Virgen que había caído de un atrio de tres metros sin romperse y en posición de súplica.
Son los patrones de la ciudad de Salta que cada 15 de setiembre reciben hasta un millón de devotos provenientes de ciudades del valle calchaquí. Dicen que columnas inmensas de seres humanos de todas las edades caminan por los serpenteantes caminos que suben y bajan por entre las estribaciones andinas. En cada poblado, la gente abre las puertas de sus hogares para acoger y alimentar a los peregrinantes, quienes tras recuperarse siguen su camino… seguidos por quienes los acaban de atender. A pie, en bici o a caballo, portando sus “misachico”: imágenes veneradas en sus comunidades que encabezan las silentes peregrinaciones.
La Virgen del Cerro
Para completar la experiencia religiosa, vale la pena acercarse hasta la Virgen del Cerro. Crédulos e incrédulos visitan la zona del barrio Tres Cerritos, donde María Livia Galliano –abuela y mamá en una familia de clase media alta– reporta visiones de la Virgen en distintos lugares y momentos del día desde 1990. La devoción es reciente, pero el conmovedor escenario de un hermoso y cuidado cerro, protegido por cientos de creyentes con sus pañuelos celestes, rodeado de una cuidada vegetación, jardines, senderos y hasta buses que se encargan de subir a la gente hasta la cima, hace que valga la pena la experiencia para creyentes y ateos.
Después de la importante infraestructura de cuidado, buses y senderos, uno espera encontrar una imponente edificación en las alturas. Pero no, es la humildad de una mezcla de gruta y capilla donde descansa la Virgencita que María Livia ve. Rosarios colgados de árboles y de pasamanos colmaban la mañana gris de llovizna tenue que nos tocó visitarla: el silencio es una obligación. Para el creyente es una conexión, el agradecimiento o un pedido. Para el ateo, la reflexión, la conexión con naturaleza y la paz del lugar.
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