Woodstock, 50 años

Este año se cumplen 50 años desde aquellos “tres días de música y paz” que cambiaron la historia. Casi cinco décadas de aquel abrazo bajo un edredón rosa y blanco manchado de barro. De aquella granja en la que más de 400.000 personas se reunieron para escuchar música y decir no a la guerra.

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En el 2019, Woodstock, el festival de festivales, cumple 50 años y lo celebra con una nueva edición. Woodstock 50 tendrá lugar el 16, 17 y 18 de agosto de 2019 en Watkins Glen International, en el estado de Nueva York (EE. UU.). Detrás de este homenaje está el mismo impulsor del festival original, Michael Lang.

“Woodstock fue una reacción de los jóvenes ante las causas por las que nos sentíamos obligados a luchar: los derechos civiles, los derechos de las mujeres y el movimiento contra la guerra. Esto dio paso a nuestra misión de compartir paz, amor y música”, dijo Lang en el anuncio de la conmemoración.

Han pasado 50 años, y las mujeres siguen peleando por conseguir derechos en unas latitudes y luchando para mantenerlos en otras. Los derechos civiles aún necesitan ser conquistados y defendidos, y todavía hay guerras. Los motivos por los que se puso en pie el primer Woodstock siguen en la actualidad.

Tres días que cambiaron la historia

“Hoy en día estamos experimentando desconexiones similares en nuestro país y algo que hemos aprendido es que la música tiene el poder de unir a las personas. Es hora de recuperar el espíritu de Woodstock, involucrarse y hacer que nuestras voces sean escuchadas”, declaró Lang.

El cartel estará compuesto, sobre todo, por artistas contemporáneos de rock, hip hop, pop y country. Aunque Lang asegura que habrá espacio para honrar a las bandas del 69.

“Woodstock 50 –el único evento homenaje oficial– brindará a generaciones de fanáticos la oportunidad de unirse al propósito original del festival de armonía y compasión”.

Se llamó Woodstock y fue un maravilloso caos hippie. La localidad neoyorkina homónima fue el lugar elegido para la celebración del evento, pero los vecinos se opusieron y la organización tuvo que buscar otro emplazamiento.

La solución llegó en forma de un ganadero llamado Max Yasgur y USD 50.000. Ese fue el precio por el alquiler de su granja en el condado de Sullivan, a unos 60 km del lugar inicial.

Era agosto, hacía calor y hippies descalzos se dirigían hacia la granja de Yasgur. Los vecinos, incrédulos, veían aquella procesión de melenas, símbolos de paz, colores y semidesnudez con curiosidad y un poco de preocupación.

“Bueno. ¿Qué te voy a decir? Estamos en medio de todo”, decía un vecino de un barrio cercano a un periodista. “Estamos aquí parados viéndolos venir desde anoche. Son como un ejército invadiendo el pueblo”, decía una señora con risa nerviosa. “Hasta ahora todos han sido muy simpáticos”, comentaba otro.

Poco a poco, los coches fueron amontonándose en los aledaños de la granja y los asistentes acampaban donde podían; en tiendas, refugios de tela improvisados con mantas y edredones o al raso.

La organización no era tal. La realidad superó todas las expectativas y la improvisación tomó el control. No había ni comida. Lang contó, muchos años después, que las grandes empresas no quisieron ofrecer sus servicios en el festival.

La supervivencia de más de 400.000 personas dependía de unos cuantos puestos de comida. Al final, la hambrienta muchedumbre recurrió a las granjas cercanas y a lo que encontraban.

Las drogas circulaban libremente por la granja embarrada por la lluvia y llegaron hasta el escenario. Los pasos torpes y atropellados de un Joe Cocker completamente ido, en trance, durante A Little help from my friends era una buena muestra del ánimo general.

Leyenda que crece

Un jovencísimo Santana y su banda estaban entre bambalinas esperando actuar. Uno de los productores les ofreció LSD y ellos, que aún tenían tiempo antes de su show, lo aceptaron. Poco rato después, aún bajo los efectos del ácido, la organización le dijo que se adelantaba su turno: “O tocan ahora o no tocan”.

“Dios, por favor, ayúdame”. Eso fue a lo que Santana se aferró cuando todo le daba vueltas. El mástil de la guitarra se retorcía y ondulaba ante los ojos narcotizados del músico. Ese fue el momento en el que Santana tocó una serpiente eléctrica. Esa interpretación de Soul Sacrifice puso al mexicano en el radar de las discográficas y quedó grabado a fuego en la memoria colectiva.

El último vals, el último suspiro del festival, el broche final de Woodstock lo puso Jimmy Hendrix. En un evento claramente reivindicativo y contra la guerra de Vietnam, el genio de la guitarra tocó una versión del himno americano que no dejó a nadie indiferente. Sí, era un acto político y el público lo aplaudió.

Más tarde, en una entrevista en una televisión estadounidense, Hendrix dijo: “Recuerdo que lo teníamos que cantar en el colegio. Así que todo lo que hice fue retroceder a los días de mi infancia”.

Cuando el presentador dijo que Hendrix había estado en la 101.ª División Aerotransportada y sus detractores pensasen bien antes de enviarle cartas desagradables por su interpretación poco ortodoxa, Hendrix respondió: “No era poco ortodoxa. Era bonita. Pero esa es mi opinión, claro”. E hizo el símbolo de la paz a la cámara.

Después del festival, los hippies abandonaron el lugar y la granja fue declarada zona catastrófica por las autoridades del estado. Woodstock había marcado un antes y un después. Al año siguiente se produjo un documental editado, entre otros, por Martin Scorsese y ganó un Óscar de la Academia de Hollywood.

Desde entonces, la leyenda no ha hecho más que crecer año tras año. Woodstock fue la materialización de la libertad, el amor libre, la paz y los excesos de una generación. Woodstock fue el festival que un puñado de afortunados pudieron disfrutar y al que todos los amantes de la música hubieran querido asistir.

EFE Reportajes.

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