Cargando...
Rusty Brown (Reservoir Books), de Chris Ware: Podríamos justificar la inclusión de este cómic en la lista con un simple «¡Joder, que es Chris Ware!», pero quizás hagan falta dos o tres frases más. Por ejemplo, para señalar que Rusty Brown es una nueva obra maestra de Ware, un ejemplo mayúsculo del estudio de la personalidad humana a través de la secuenciación en viñetas. La prueba de que el autor de cómics más importante del siglo XXI nunca deja de crecer, técnica y narrativamente. Su nuevo libro es un trabajo de años en el que recicla algunas páginas que ya habíamos tenido la oportunidad de disfrutar gracias a su biblioteca unipersonal Acme Novelty Library, a la vez que cede el protagonismo a varios personajes (el propio Rusty Brown, Chalky White, Jordan Lint...) y líneas argumentales conocidos. Los relatos que conforman Rusty Brown, con sus itinerarios simultáneos, sus microsecuenciaciones y su empleo simbólico de los silencios y las pausas narrativas, funcionan como un mecanismo de vidas cruzadas, que incluyen la del propio autor transmutado en personaje. Con frecuencia, se ha acusado a Ware de un exceso de frialdad y gravedad; sin embargo, la sutil ironía autorreferencial de este cómic y la escasa indulgencia con la que trata a su propia autorrepresentación demuestran que, cuando toca y en silencio, Ware también sabe reírse de todo y de todos; hasta de sí mismo y sus críticos. Magistral.
Niño prodigio (Blackie Books), de Michael Kupperman: En Niño prodigio, Michael Kupperman lleva a cabo un ejercicio de memoria filial destinado a ajustar cuentas con el pasado propio y con el de su árbol genealógico a partir de la figura del progenitor. Porque Joel Kupperman fue un niño prodigio, pero nunca supo ser un padre. El libro responde al modelo comicográfico metaficcional que Art Spiegelman glorificó en Maus: el hijo que nos cuenta la historia del padre junto a la del mismo proceso creativo. Un cómic que narra cómo se hace un cómic. El autor luchará contra la demencia incipiente de un hombre que sólo quiere olvidar su infancia: aquel periodo en el que una madre ambiciosa y unos medios de comunicación sin escrúpulos decidieron que Joel Kupperman era una gallina de los huevos de oro con un coeficiente de inteligencia por encima de los 200, aquellos años en los que Joel Kupperman se convirtió en el niño más famoso de Estados Unidos gracias al concurso Quiz Kids.
Las edades de la rata (Ediciones Salamandra), de Martín López Lam: No sabemos a ciencia cierta si existe tal cosa como la peruanidad, pero, de hacerlo, Las edades de la rata condensa algunas de sus pulsiones y recoge varios capítulos de su cronología. López Lam es un autor diferente, en las formas y en el fondo. Sus historias se mueven en un territorio de literariedad: relatos de biografías ajenas agitadas por la historia del país, recuerdos prestados de un pasado que ayuda a modelar el presente, historias de emigración... Los episodio de este cómic confluyen, a través de geografías y momentos históricos diferentes, en un meandro de vidas cruzadas alrededor de dos figuras protagonistas: Isidoro, golfo bohemio de extrarradio, y Manuela, chino-peruana emigrante y representante de una generación de supervivientes. El estilo de López Lam, agreste y abigarrado como es, nos devuelve a un underground filtrado por su expresionismo de arrabal; un estilo que, dentro de su aspereza y violencia gestual, encierra paisajes bellísimos de un Perú eterno que tan pronto puede estar en Barcelona o Roma, como en la Lima contemporánea. El año pasado, Las edades de la rata ganó el XII Premio Internacional de Novela Gráfica Fnac-Salamandra Graphic. Merecidamente.
Cómo traté de ser una buena persona (La Cúpula), de Ulli Lust: Cuando pensábamos que ya no podíamos aguantar más novelas gráficas autocompasivas ni más miserias autobiográficas, llega la austriaca Ulli Lust y nos da una galleta de casi 400 páginas con un slice of life de manual, repleto de traumas personales, relaciones fallidas y mucho, mucho, sexo. Explícito como un kamasutra en viñetas y exhibicionista hasta la desvergüenza, Cómo traté de ser una buena persona retuerce la noción de «historia de amor» hasta hacerla casi irreconocible (por algo la palabra Lust significa «lujuria» en alemán). El cómic describe las vicisitudes de un triángulo amoroso en el que la tolerancia, la compresión y el sexo desinhibido conviven con experiencias traumáticas, episodios violentos y pequeñas tragedias amorosas. La autora relata, sin ahorrarnos detalles, un periodo de su vida en el que, al mismo tiempo que empezaba a labrarse su futuro como artista, intentaba sobrevivir a los conflictos interiores generados por su maternidad irresponsable y una vida desordenada. Intensidad autoconfesional.
Mies (Grafito Editorial), de Agustín Ferrer Casas: Nos gusta el dibujo meticuloso, casi de amanuense, de Ferrer Casas y agradecemos la exhaustividad historiográfica de casi todas sus obras. En Mies se percibe el cariño especial que el dibujante ha puesto en su trabajo y en la documentación previa. Con un estilo deudor del realismo francobelga más naturalista, Ferrer Casas recorre la biografía del gran arquitecto alemán Mies Van Der Rohe y, junto a los claroscuros de su biografía y su autosatisfecha obstinación, nos redescubre la obra del genio a lo largo de su fecunda y turbulenta trayectoria. Mies escapa de la linealidad narrativa para buscar las conexiones y los puntos de anclaje que engarzan y dan sentido a cualquier periplo vital: gracias a ese juego de flashbacks y remembranzas en primera persona (el cómic está enfocado desde la voz narrativa de su protagonista) descubrimos a un personaje fascinante y podemos deleitarnos en su fabuloso legado, maravillosamente ilustrado por los lápices de Agustín Ferrer Casas.
Reiraku (Norma Editorial), de Inio Asano: No nos cansamos de leer a Inio Asano, siempre con cierta fascinación morbosa. Su obra escarba en las zonas oscuras de la naturaleza humana para explorar nuestros complejos e imperfecciones, para revelar que los sentimientos y la existencia no son reducibles a soluciones simples ni a la tentación arbitraria del final feliz. Por eso, los cómics de Asano se mueven con naturalidad entre el costumbrismo, la sexualidad explícita y el suspense que presagia todo drama, porque sus personajes respiran veracidad y sus relaciones, por más extrañas que parezcan, resultan convincentes. Pese a su carácter ficcional, Reiraku huele a exorcismo autoconfesional: estamos seguros de que hay algo de Asano en ese mangaka sociópata y angustiado que decide sacrificarlo todo en el altar del éxito profesional; aunque, por el bien de su autor, esperamos que la autorreferencialidad no pase de la inspiración circunstancial. Y es que Reiraku es, sobre todo, un relato de autodestrucción y de presagios obsesivos, la historia de un triunfo devenido fracaso.
Sabrina (Astiberri), de Nick Drnaso: El joven autor estadounidense fue una de las grandes revelaciones de 2016 con esa asombrosa puesta de largo que fue Beverly. Para titular su nueva obra, recurre de nuevo a un nombre femenino, que en este caso tomará prestado de la protagonista en segundo plano de su historia: la chica desaparecida alrededor de la cual gira la trama. Sabrina comparte con Beverly un mismo tono desesperanzado y una misma forma, fría y alienada, de mirar a la realidad. Desde su objetivismo extremo, Drnaso mantiene una distancia quirúrgica respecto a la historia que cuenta que, más que aportar soluciones, confronta la tragedia con desapego y distancia, como quien se enfrenta a hechos ineludibles o a actos consumados. Su estilo gráfico, apoyado en colores planos y una línea clara perfeccionista de acabado casi mecánico, contribuye a subrayar una impresión de frialdad y distanciamiento, que, como no podía ser de otro modo, termina por dejar al lector aterido; aunque en este caso sea de miedo y sobrecogimiento más que por frío.
Guy, retrato de un bebedor (Fulgencio Pimentel), de Olivier Schrauwen, Ruppert & Mulot: Cuando se juntan algunos de los autores más experimentales y transgresores del cómic actual sólo puede salir un artefacto tan indefinible como Guy, retrato de un bebedor; la mezcla imposible entre una novela gráfica, un relato de piratas y un cuadro flamenco del siglo XV. El guion de Ruppert & Mulot modela una biografía picaresca alrededor de la figura protagonista de Guy, el canalla sin escrúpulos que da título al cómic; el representante tenebroso de un tiempo en el que la vida valía tan poco como las monedas que portaras en tu bolsa. Su crueldad irreflexiva y su huida homicida hacia ninguna parte son la excusa para reflexionar acerca de la crueldad humana, los límites de la civilización y la lucha por la supervivencia. Schrauwen utiliza un estilo de dibujo esquemático que juega continuamente con el imaginario pictórico de artistas como El Bosco, Brueghel o Teniers; referencias que el dibujante pone al servicio de su experimentación secuencial, con un uso simbólico del color (y el blanco y negro) y con un trazo que juega con diferentes grados de naturalismo. Un cómic que no dejará indiferente a nadie: el riesgo de apostar.
Alt-Life (Dibbuks), de Falzon y Cadéne: Alt-Life es un ejercicio de cyberpunk postmoderno que da una vuelta de tuerca a ese tema de la virtualidad matricial que en su día anunció Baudrillard y que el Matrix de los Wachowski elevó a la condición de fenómeno de masas. La obra de Joseph Falzon y Thomas Cadéne arranca de una premisa similar a la que se desvela al final del filme: ¿Qué sucedería si nada de lo que vemos y sentimos fuera real? ¿Si todo lo que conocemos no fuera otra cosa que un simulacro creado por una entidad superior para confundir nuestros sentidos y nuestra consciencia? La vida como simulacro (concepto que Baudrillard esgrimía con intenciones simbólicas y del que Matrix y Alt-Life se apropian para construir sus edificios ficcionales) anunciaba en el filme de los Wachowski la distopía tenebrosa de un mundo controlado y sometido por la inteligencia artificial; un futuro en el que el ser humano acababa convertido en materia prima, combustible orgánico para mantener operativo el «sistema». Alt-Life propone una visión menos pesimista, pero igualmente abierta a interrogantes éticos y filosóficos, muchos de ellos en un tono freudiano alrededor de la sexualidad y la represión. Ciencia ficción con sustancia.
En otro lugar, un poco más tarde (Astiberri), de David Sánchez: Después de su brillante incursión en Un millón de años, Sánchez continúa dando forma a su cosmogonía particular. El autor tira de imaginación y buenas dosis de especulación exotérica para concebir su personal exégesis acerca del origen del mundo en un tiempo y una geografía indefinidos. Una mirada, la suya, en la que la espiritualidad, lo sobrenatural y el evolucionismo se mezclan para reescribir el nacimiento de la vida y sus imprevisibles derivaciones. Las páginas de En otro lugar, un poco más tarde se muestran deudoras, estilística y conceptualmente, de la obra de creadores como Charles Burns o Daniel Clowes, pero terminan por definir la personalidad creativa de un autor que parece tocado por una varita (metafísica).
*Para leer más de Rubén Varillas, recomendamos su libro La Arquitectura de las Viñetas. Texto y discurso en el cómic (Viaje a Bizancio Ediciones, 2016, 450 pp.), sobre el análisis narratológico de la historieta, y su blog https://littlenemoskat.blogspot.com/
rubenvf@gmail.com