Cargando...
Si Parasite va más allá de la izquierda mainstream de Hollywood es porque se sitúa de entrada en el ángulo opuesto a «aquella ridícula falsa simpatía por las clases bajas» (Žižek), que con frecuencia suele proyectarse en filmes de gran taquillaje. De hecho, uno podría criticar de lado a lado este largometraje deteniéndose a cuestionar su patente reforzamiento de los más trillados estereotipos acerca de los «odiosos marginales», arribistas de toda laya, deseosos de formar parte de la élite antes que de ser buenas personas. La proyección de una imagen tan «parasitaria» acerca de los de abajo, solo podría abonar el ya existente sentimiento de antipatía y desprecio por los mismos.
Es decir, en Parasite no hay una idealización del oprimido como sujeto moral incuestionado. La película no trata de mostrar que la familia pobre es la verdad «moral» de la familia rica, y por ende la auténtica figura de una humanidad que debe ser reivindicada; nos invita más bien a detenernos en el problemático punto de encuentro entre ambas familias, dado que es ahí en donde emerge el Real del antagonismo de clase. La ausencia de un denominador común fuerte entre ambas familias es manifiesta en la medida que, luego de una breve sensación de armonía entre todos los personajes, el filme avanza gracias a una sucesión de figuras que ilustran ese antagonismo, al punto de que dicha apariencia armónica inicial se verá completamente resquebrajada.
Así, esto que parecería ser un problema, la caracterización peyorativa de lo popular, nos parece justamente la piedra de toque para descartar lo que sería una laxa simpatía por los «menos favorecidos». Ahora bien, si en el filme queda descartada la «simpatía» por las clases bajas, ¿quiere esto decir que estamos más bien ante un poco soterrado elitismo muy de derechas? En las líneas que siguen, intentaremos dar otra clave de lectura de la película en cuestión, argumentando que con Parasite nos encontramos en las antípodas de la mentada izquierda hollywoodense.
Podemos empezar recordando que la supertaquillera película Titanic (1997), al decir del filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek, no era ni siquiera una verdadera «historia de amor», sino más bien la historia de una vitalidad popular absorbida de forma vampiresca por una aristocracia que busca entretenerse temporalmente. No había ahí, por tanto, una superación de las barreras económicas gracias a la supuesta potencia liberadora del amor. El encuentro de un joven pobre y una joven rica pretendía mostrarse como una superación metafísica de injustas barreras materiales, pero fue solo una ilusión que la realidad no tardaría en destruir con el frío de un enorme iceberg. Así, este «marxismo de Hollywood» pretendía ennoblecer a los «pobres trabajadores», pero en realidad proyectaba otra explotación más de los mismos con el fin de aportar un aliciente psicológico y emocional a una clase que vive en la opulencia. Con un matiz distinto, la «falsa simpatía» por los de abajo reaparece tal vez en un filme distópico como V de Venganza (2005), en la medida en que, como parece sugerir el teórico británico Mark Fisher, se presenta como una expresión anti-totalitaria, cuya validación oculta se encontraría simplemente en la ya rutinaria defensa de la llamada «democracia occidental».
A diferencia, pues, de películas como Titanic o V de Vendetta, Parasite no plantea una reflexión sobre la cuestión humana en general, muchos menos sobre un retorno a la normalidad democrática. Lo que el filme surcoreano permite plantear es una reflexión sobre la fractura misma del espacio social. Lo que está en juego aquí es un antagonismo de clase que separa, divide y cuestiona cualquier definición esencial de la existencia humana. La contradicción de clase recubre todo, desde un simple idilio juvenil hasta aquellos lugares que, como diría Foucault, pasan por no tener historia, como sucede con los cuerpos y los olores (objetos supuestamente «naturales»). En la determinación aparentemente más neutral, nuestra infraestructura sensible, habita ya una fractura de clase.
Contra una crítica «ontológica» del capitalismo
Parasite, en su estructura narrativa misma, desafía una mirada esencialista de la condición humana. Los personajes tienen identidades que no están dadas de una vez, sino que se van manifestando en sus diferentes aspectos y complejidades. Antes que ofrecernos un fresco sobre el carácter inauténtico de la existencia, lo que tenemos es una exploración sobre la fuerza del antagonismo de clase. «Conflictos típicos como los existentes entre superiores y subordinados, escribió Theodor Adorno en su artículo «Sociedad», no son algo último e irreductible, algo que pudiera circunscribirse al lugar de su ocurrencia. Más bien enmascaran antagonismos fundamentales». Aquí el antagonismo no alude meramente a una suerte de rivalidad entre dos partes separadas (empleados del hogar vs. patrones ricos), sino al imposible cierre de lo social. Lo social, al menos hasta que no se modifique el rasgo objetivo que lo define, es lo que no puede nunca cicatrizar definitivamente, un tejido expuesto a la irrupción permanente de lo Real del antagonismo.
En efecto, la película en cuestión muestra con fuerza la deserción de las clases altas respecto del lugar concreto en el que viven. Por ejemplo, la casa de la familia rica podría estar en cualquier país del mundo, sus aspiraciones son las mismas que cualquier otra clase alta. Las referencias de los bienes más preciados se agrupan entre Amazon y las universidades norteamericanas. La deserción social es tan pronunciada que la familia rica ni se entera de las grandes inundaciones que azotan al resto de la población. Esto es así porque el suelo efectivo en el que se desarrolla la historia no es un espacio común, sino que es una materialidad mínima, un mero soporte habilitador del cosmopolitismo más excluyente. Sin embargo, como veremos, esta evasión es una de las tantas fantasías que el orden global no puede del todo realizar, dado que la proximidad de lo Real siempre termina por advenir.
Por lo tanto, no se trata de llevar a cabo una crítica «ontológica» de la sociedad capitalista, esto es, no se trata de sugerir que el hombre ha olvidado su humanidad, su verdadero ser o esencia, convirtiéndose en un ente inauténtico. De acuerdo a este enfoque ontológico, para salir de su alienación existencial el hombre tendría que meditar y repensar una vez más el sentido de la existencia humana, partiendo de una instancia trascendente a lo histórico y, sobre todo, que esté fuera de lo social, pues sería justamente en la esfera social donde habrían surgido los problemas para el ser humano. Dicha meditación tendría que descartar todo contenido determinado (social, de género, etc.) del Hombre. Si bien es cierto que Parasite no intenta probar la viabilidad de una revolución, sí se propone como una crítica de la sociedad capitalista, y si no lo hace de forma ontológica ni humanista, es porque lo hace como crítica social.
El filme dirigido por Bong Joon-ho no ofrece obviamente una rosada alegoría de la benevolencia o abnegación de la «clase trabajadora», ni de su espontánea solidaridad intersubjetiva, pero tampoco es una crítica abstracta a la dominación social a partir de quién sabe qué abismales poderes supra-históricos que moverían al Hombre hacia una existencia más auténtica (y tal vez menos animalesca). El momento no poco hilarante en el que la familia Ki-taek, algo extenuada por la permanente rat-race que ha de correr, aprovecha que los Park salen de campamento y se distiende en medio de la amplia y lujosa sala, muestra a aquella en su cotidiana despreocupación por cualquier rasgo de «autenticidad». Padres e hijos, todos trabajadores, parecieran estar automáticamente de acuerdo en que el goce de su trabajo se realizará por medio de una mimesis con los Amos, es decir con los Park.
Sin embargo, en uno de los primeros e inesperados giros de la historia, el espectador asiste en esta misma escena a lo que habría que entender como una suerte de prosopopeya con la que se alcanza a escuchar el sincero sentir de la familia Ki-taek, cuya existencia por poco no se ve reducida al nivel de los anfibios. En ese momento, los miembros de la familia trabajadora no dejan de reconocer su propio arribismo y competencia descarnada frente a otros trabajadores; no obstante, la madre atisba a dar su propia explicación, según la cual no sería su falta de humanidad la que les impediría ser más empáticos con sus semejantes, sino que serían las propias condiciones de la vida que tienen, las que les impiden acceder realmente a dicha humanidad. La merienda «a lo Park» se hace entonces más corta de lo previsto, pues suena de manera insistente el timbre de la casa: es el primer anuncio de lo Real…
La dimensión política del espacio
Por el momento diremos, pues, que en este largometraje no se expone algo así como una relación posesiva o errante ante los «misterios» sagrados de la vida. Creemos necesario insistir, Parasite no se propone como la ontología de la condición humana en tiempos del «post-capitalismo». A nuestro juicio sería un error rebajar su intención crítica a uno de los tantos diagnósticos que dictaminan cuestiones definitivas sobre la realidad humana en general. Lo que está en juego en realidad son, como diría Theodor Adorno, las «condiciones falsas» de la vida social, aquellas que precisamente impiden a los Ki-taek, no la realización personal que promete por doquier el neoliberalismo, sino el tomar conciencia de su propia alienante situación como clase oprimida, y de su elevada capacidad para la organización de otro orden de las cosas.
Parasite no insistirá mucho más sobre esta capacidad de la masa trabajadora de llevar las riendas de su propio futuro, tal vez precisamente porque las condiciones sociales para su representación fílmica son todavía exiguas. Tal vez por ello mismo se conformará con sugerir que, una vez retirada la sospecha de parasitismo por parte de los Ki-taek –que al fin y al cabo no hacían otra cosa que buscar sobrevivir mejor (y nunca siquiera vivir)–, el parásito en realidad se encuentre entre los de(l piso de) arriba. Pues si los Ki-taek tienen que rebajarse al punto de cometer a diestra y siniestra algún tipo de estafa o perjurio (recordemos que el inicio mismo de la trama depende de un espurio certificado de Oxford, creado por el hijo), esto solo es por la irracionalidad misma de un sistema social que excluye a aquellos que sin embargo cuentan ya, de facto, con todas las capacidades que la sola normatividad de la vida podría exigir, para dejar en el pedestal, y a sus anchas, a una élite de cascarón.
Apuntemos que existe, además, una división estructural en la arquitectura de la casa, en la cual el búnker ocupa sin duda el lugar del inconsciente. Pero esto no significa que el inconsciente corresponda a lo interior como creería una topología ingenua de la psiquis, sino que sus efectos tienen siempre lugar en la superficie. El búnker está más allá de la división interior/exterior, no está propiamente dentro o fuera de la casa; lo que ocurre en él tiene una manifestación inmediata en el primer plano del filme. El inconsciente, al decir de Lacan, más que íntimo es éxtimo. Es en la superficie del hogar donde el búnker causa efectos como un personaje más, quizás el central, de la película. Por lo tanto, Parasite no es solo una película sobre la «diferencia» cultural entre las clases, es una exploración del espacio mismo en el que se arraiga la contradicción entre ellas. Como los olores, Parasite también muestra que la neutralidad del espacio es falsa, dado que el espacio es el suelo efectivo de las contradicciones sociales. Lejos de ser solamente una categoría de la intuición, el espacio es el modo en el que se organiza un determinado orden, en el que «arriba», «abajo», no designan cuestiones abstractas, sino verdaderas categorías políticas. Respecto al mismo, tomando la película en cuestión, el búnker es también el recuerdo de la fragilidad de todo espacio.
La persistencia de lo negativo
Como hemos destacado al inicio, el filme puede ser objetado (o tal vez defendido) en la medida en que deje percibir a los oprimidos (la familia Ki-taek) como seres antipáticos, oportunistas por antonomasia –que por ello serían inherentemente irracionales. Pero gracias a los elementos que hemos podido retener y comentar aquí, podemos entender que el gesto de Parasite no es el de asentar como verdad el carácter supuestamente salvaje y cruel de los oprimidos, sino, por el contrario, el mostrar incluso a través de dicha caracterización la complejidad de la contradicción social (lo que en suma se expresa tanto en la cruda necesidad individual de supervivencia, como en su mediatización por fuerzas supraindividuales que de esta manera se perpetúan), así como de la toma de conciencia de esa misma contradicción.
El filme no prolongará una reflexión acerca del devenir de esta toma de conciencia, aunque hará muy resplandeciente, justamente, el carácter hasta cierto punto efímero y tenue de aquel momento de «despertar». Este despertar es sin duda relativo al desencuentro con la antigua gobernanta, quien pareciera haber adquirido, tal vez por la experiencia que traen los años, parte de esa conciencia no «natural» de la que precisamente carecen, todavía, los Park; de igual manera, al contacto con una suerte de prisionero «voluntario» y anónimo en el búnker de la casa, al conocimiento de sus condiciones de vida, literalmente infra-humanas. A pesar de todo, estos dos personajes luego manifiestan también un goce en tener a su merced a la familia Ki-taek, acusando una suerte de identificación más profunda, y no menos alienante, con los Amos (recuérdese la apreciación de la sofisticada arquitectura de la casa, su mayor «refinamiento» cultural). La emergencia de la toma de conciencia se relaciona con la emergencia de lo Real en una forma no causal y menos inmediata; será sobre todo bajo la forma de la rememoración de dicho encuentro del señor Kim con lo Real, desencadenado en medio del shock por el apuñalamiento a su hija, y por reacción al «olfato» del almidonado señor Park –quien probablemente nunca se enteraría del verdadero motivo de su propia muerte. Y todo esto ocurre en un parpadeo. El camino para esta toma de conciencia fue tan revelador como accidentado, y lamentado además por el propio señor Kim: esto queda bastante nítido en la auto-reclusión de éste en el búnker de la casa, desde donde anotará en su sentida carta: «discúlpeme, señor Park».
Una característica no menor, desde luego, es la ausencia de un «final feliz», tanto en el sentido más habitual en Hollywood, es decir el final parapetado ante emociones fuertes y asegurando más bien complacencia de las fantasías del espectador, como de un final de definitiva y gloriosa victoria. No se encuentra, pues, resolución final de la historia e ingreso a un más allá del Tiempo. Lo negativo persiste como el aguafiestas de la reconciliación. A este respecto, recordemos tan solo el amorío entre el hijo de los Ki-taek y la hija de los Park: tras el desencuentro entre familias –o simplemente entre clases sociales– el filme no muestra el más mínimo interés por sorprender al espectador con una reanudación del febril noviazgo. Se habrá abierto, sin embargo, la posibilidad para creer que, si bien la clase trabajadora no figura como solidaria per se, sí podría serlo en un modo singular, es decir, no como realidad sustancial sino como posibilidad (recordemos que el señor Kim, lejos de simplemente ocultarse de la policía, decide, por una suerte de compañerismo y hasta de cierto código de honor, quedarse en el búnker reemplazando en funciones al antiguo trabajador anónimo).
En esto también, Parasite, filme no solo de gran taquillaje sino también de gran presupuesto (ya que, si bien estuvo entre las menos costosas de las películas destacadas de este año, requirió un presupuesto sin duda muy elevado), se aparta del molde hollywoodense y pronuncia su afinidad con el llamado cine independiente. La pregunta queda sin embargo por el momento abierta: ¿es este tan solo el inicio de una tendencia crítica proveniente de la gran industria cinematográfica no-estadounidense, o es más bien el signo de otra incorporación voraz incluso de elementos de la crítica social trastocados con ello en producto mercantil? O peor, no se trataría ya de la posibilidad de una divergencia inmanente a la industria cultural, ni del anuncio de su inminente absorción mercantil, sino quizá de un mensaje de alerta para conjurar que los de abajo lleguen a tomar el control para cambiar lo establecido. Interrogado en una entrevista a propósito del marcado contraste entre su película y la imagen de opulencia y bienestar que el gobierno surcoreano intenta proyectar de su país, el director Joon-ho declaró: «hemos vivido un desarrollo económico tremendo, hemos exportado el K-pop… pero la violencia puede estallar en cualquier momento precisamente por la desigualdad». ¿Será ésta finalmente también una expresión de otro inconsciente de la película? Guardemos, por ahora, lugar para la duda.