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La movida madrileña fue un fenómeno espontáneo que los políticos supieron utilizar enseguida para proyectar a nivel nacional e internacional la imagen de una España posfranquista moderna y democrática, y que prosperó con apoyo explícito del alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, apoyo que pasaba simbólicamente la página saludando a una nueva España libre y joven, marca propicia para sacudirle al país el inconveniente polvo de la rancia fama que cuatro décadas de dictadura le habían dejado encima.
Se dice que la movida nació la noche del sábado 9 de febrero de 1980 en la Escuela de Caminos de Madrid con el concierto en homenaje a José Enrique Cano Leal, Canito, baterista de Tos –que cambió de nombre a Los Secretos– fallecido el 1 de enero en un accidente automovilístico. Fue decisivo que TVE decidiera grabarlo y emitirlo en Popgrama, conducido por Diego Manrique y Carlos Tena. Manrique anunció que el público estaba a punto de ver un «relevo generacional en el rock español, la emergencia de una nueva forma de entender el rock». En el homenaje tocaban Tos –la primera versión de «Déjame», hit que consagraría a Los Secretos–, Trastos, Los Bólidos, Mario Tenia y los Solitarios, Alaska y los Pegamoides, Mermelada, Paraíso, Mamá, Nacha Pop, desconocidos todos que pocos meses después llenaron de modernidad las calles de cada ciudad española. La profecía de Manrique se cumplió bastante rápido.
Parafraseando a Hemingway, la movida era una fiesta. Nuevos sellos discográficos difundían a Gabinete Caligari, Radio Futura y Parálisis Permanente, grupos de provincias –los catalanes del Último de la Fila, los gallegos de Siniestro Total, los vascos de la Orquesta Mondragón, y otros– sacudían la noche, y la movida sonaba en Radio 3 y Radio España FM con locutores como Jesús Ordovás, Rafael Abitbol o Diego Manrique convertidos en voceros. Apenas acababa Zulueta de deslumbrar con Arrebato, y ya Almodóvar se consagraba con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón el mismo año, 1980, en que Trueba estrenaba Ópera prima. Y, last but not least, también ese año se creaba el Salón del Cómic de Barcelona, mientras florecía en cada ciudad el circuito del cómic –y del cómix–, y Ceesepe y otros artistas fundaban el colectivo Cascorro Factory para vender sus obras en El Rastro (que es donde realmente surgió la movida, antes de los auspicios estatales). Fueron días de auge de revistas muy diversas, del underground hardcore de El Víbora a la línea clara de Cairo, del eclecticismo de Bésame Mucho a la sofisticación de Metropol. En literatura, los nombres del momento eran los que colaboraban en revistas como Madriz, Madrid Me Mata o, sobre todo, La Luna de Madrid, aunque el lado transgresor de la movida fue mejor reflejado por los fanzines: La pluma eléctrica, Grátix y un sinfín más. El grafiti cubría los muros de cada barrio en cada ciudad y la noche bullía en el Sol o el Kwai (en Madrid) o (en Barcelona) en el Boira, cerca de la Diagonal, donde los mods escuchaban Talking Heads, o en los bares con más onda en cada localidad –yo estaba en Zaragoza, pero no tenía edad para entrar a ese mundo de adultos–. De aquella larga juerga nos quedan postales de Alberto García-Alix, Gorka de Duo, PPM (Pablo Pérez Mínguez), Miguel Trillo –que atisbó el dark side de la movida, el del «mono» y la muerte, la heroína y las anfetas– y Ouka Leele. Los que documentaron el efímero desfile de aquella troupe ochentera por la pasarela de la actualidad para congelar su tiempo. Los fotógrafos de la movida.
Ouka Leele (Bárbara Allende Gil de Biedma, 1957-2022), una de las estrellas –su seudónimo es el nombre de una estrella dibujada por su amigo pintor El Hortelano– de esa troupe, daba color a sus fotos monocromáticas pintándolas a mano con acuarelas, algo que yo leía metafóricamente: iluminaba los resabios en penumbra de una vieja España en blanco y negro para desterrarla por completo al pasado. Madrileña, se mudó en 1978 a Barcelona, donde expuso la serie Peluquería, y en 1980 a Nueva York, y en plena movida volvió a Madrid. Fotografió a los músicos de moda, diseñó los sombreros de Laberinto de Pasiones, de Almodóvar, realizó el montaje del mito de Atalanta e Hipómenes en la plaza de Cibeles, expuso en la Bienal de São Paulo, hizo en Murcia el mural de trescientos metros Mi jardín metafísico, el Museo Español de Arte Contemporáneo le dedicó una retrospectiva, ganó el Premio Nacional de Fotografía 2005, Rafael Gordon la retrató en el documental La mirada de Ouka Leele (2009), el ayuntamiento de su ciudad natal le otorgó la Medalla de Madrid hace unos días, y murió el martes a los 64 años. Sin embargo, a nuestros ojos, los de aquellos que nacimos demasiado tarde para vivir la movida pero lo bastante pronto para poder atisbar con celosa codicia infantil esa gran disco a la cual nuestra minoría de edad nos vetaba el acceso, seguirá siendo sobre todo parte del espíritu de una época, una de esas jóvenes que inventaban los códigos culturales del momento, iniciadas en los misterios de una existencia sofisticada y atípica que convivía a regañadientes con la vieja España de toda la vida, habitante de aquel brave new world vicioso y cosmopolita que hacía que todo lo demás pareciera caduco y pueblerino, miembro de aquella tribu de rockeros, cineastas, historietistas, poetas, pintores que, pasada la medianoche, empezaban a dejarse caer por el Penta o el Vía Láctea o el Rockola, con la música retumbando en las paredes, para, entre humo de tabaco y copas de ginebra, definir el arte del futuro.