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Más de 250 millones de ejemplares de sus libros se han vendido en el mundo desde que Roald Dahl empezó a publicar a mediados del siglo XX. Es una mina de oro editorial. Y es uno de los autores que conforman lo que podría llamarse el canon de la literatura infantil contemporánea. O lo era hasta que hace unas semanas, sus editores en Inglaterra encontraron que sus textos podían resultar ofensivos para determinados sectores sociales, y por lo tanto que hay que impedir que los niños y niñas lo lean tal como escribió. Vendedor imparable, potenciado por algunas estupendas adaptaciones cinematográficas, cualquier editor del mundo invertiría fortunas para obtener los derechos de sus historias; ahí está Netflix (que, por otra parte, no tiene que ver con las censuras). La obra de Dahl –en sí mismo una personalidad polémica y no siempre políticamente correcta– ha resistido así al menos 30 años a las posturas de lo «correcto» –ese moralismo simplón disfrazado de ética para el futuro con que nos señalan dedos flamígeros desde todos lados– que finalmente han acabado por censurarlo.
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Los derechos ARCO, el lenguaje incluyente, la disposición a respetar la identidad o ausencia de ella que cada persona juzga pertinente para sí misma –las variables de orientación sexual, el derecho a no ser definidas binariamente, el poliamor, las diversidades, la interculturalidad–, actitudes que van tomando forma mientras avanzan distintas conquistas sociales, nos obligan a revisar muchos de nuestros comportamientos. En esta lógica, los editores de Dahl, aduciendo que el autor usó expresiones (que hoy resultan) ofensivas decidieron que había que «corregirlo», y en nuevas ediciones pensadas para nuevas niñas y niños el texto ha sido «suavizado» de modo que no ofenda ningún derecho ni ninguna susceptibilidad.
El mundo literario, la crítica, las redes sociales y la prensa protestaron airadamente: no puedes corregir la obra de un autor muerto, no tienes ese derecho aunque tengas los derechos, pensamos muchas personas. Pero el capitalismo es el capitalismo, y si hay adultos que consideran que niños y niñas no deben experimentar esa «equivocación» del autor, que es disruptiva respecto de la nueva educación inclusiva, hay que corregir el libro –dar gusto a quien se queja– y volverlo a vender. Volverlo a vender. A eso se reduce todo. Tanto es así que los editores británicos, asediados por la comunidad defensora de la integridad de la obra dahliana, encontraron de inmediato la mejor solución posible: junto a los libros «higienizados» de Dahl que leerá la infancia protegida, ofrecerán una nueva edición de las obras completas sin modificar (en su serie de «clásicos», con lo que también recategorizan el producto) para que las podamos comprar todos los adultos preocupados por lo auténtico. Van a volver a volverlo a vender; no pierden una.
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La polémica sobre la autenticidad de la obra de Dahl se ha dado en su idioma, claro, el inglés, pero ha rebotado por todos los demás. En español no ha pasado desapercibida; pudimos observar cantidad de protestas e indignadas manifestaciones de horror en las redes y los medios, a favor de mantener las versiones originales y auténticas y en contra de esa ominosa censura que nos impone el lenguaje políticamente correcto. Pero a Dahl en castellano lo hemos leído ya alterado: al pasar del idioma en que fue escrito por el autor al idioma que conocemos, el texto se ha convertido en adaptación y trae su propia censura oculta en la variante lingüística (y en la ausencia de cuestionamientos al eurocentrismo, a lo que quien traduce da por sentado) que traductores y editores han elegido para convertirlo al español.
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Un ejemplo al vuelo: la novela publicada póstumamente en inglés The Vicar of Nibbleswicke (1991) apareció en español, en Ediciones SM de Madrid, como El vicario que hablaba al revés y no como El vicario de Nibbleswicke. Aunque la traducción conserva el nombre del pueblito en el texto, los traductores y editores españoles decidieron que el público lector en castellano debía tener desde el título el móvil del relato –el vicario hablaba al revés–, cuando el autor había decidido no dar más pistas en su título original. Es ya versión, adaptación; es una intervención paternalista que lleva a la traducción a proporcionar desde el título información sobre el argumento que el autor había decidido no dar. De ahí que nos llamen la atención las declaraciones de algunos de los editores de Dahl en España que nos avisan que sus ediciones «se quedan tal como están». No, no es una buena noticia, valdría la pena revisar esas traducciones para buscar una presencia de Dahl en español lo más apegada posible a sus originales, ofensivos o no (entre sus muchas desventajas, traducir tiene la ventaja de que se puede volver a hacer siempre).
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El tiempo, la casualidad, a veces el terror, siempre el poder, censuran, reescriben, readaptan y reinventan los productos del conocimiento humano, pero esas transformaciones tienen una racionalidad que trasciende el interés inmediato (y que deja al original disponible). El «estado de alerta» ante las injusticias e invisibilizaciones que conocemos como woke se ha convertido en una herramienta de marketing que ayuda, mejor que las investigaciones de mercado, a definir «nichos»: el capitalismo seguirá vendiéndote siempre lo mismo, pero reempacado para que te sientas al día.