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Es una pena que no tengamos en el país un buen sistema de archivos. En realidad, no los tenemos, ni buenos ni malos. Pero eso sí, tenemos una sobreproducción de historiadores de los cuales son muy pocos los que nos aportan novedades. Lamento esa falta de sistemas eficaces de archivos, pues de haberlos tenido podríamos hoy acceder por lo menos a buena parte de la obra cinematográfica de Carlos Saguier.
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Después de una penosa enfermedad, falleció el pasado viernes 12; tenía 78 años de edad y una historia mucho más larga de aportes a nuestra cultura. Días antes, el martes 9, proyectamos El Pueblo en el auditorio de la Biblioteca Pública –Casa de las Conchas–, en Salamanca. Me tocó en suerte hablar sobre esta película y sobre muchas otras que lastimosamente se han perdido para siempre.
Quizá tengamos que agradecerle a la dictadura irracional e insensata de Alfredo Stroessner que la haya censurado, perseguido, descalificado, lo que hizo que se pusiera extremo cuidado en tener una copia a buen recaudo y exhibirla fuera del país, en festivales internacionales, en muestras temáticas, en el país que fuera posible. Y así llegó hasta nuestros días, aceptada y aplaudida por quienes la vieron.
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Pero hubo mucho más. Recuerdo que el responsable del noticiero que se pasaba por Canal 9 le pidió en una oportunidad que hiciera una brevísima película sobre la Independencia Nacional, que se iba a recordar en un par de semanas. Carlos superó los problemas económicos y de tiempo escogiendo para la narración un conocido cuadro de Jaime Bestard en el que aparece la Casa de los Gobernadores, Velasco descendiendo las escaleras para hablar con los próceres que estaban allí apuntando a la casa con sus cañones. Para el momento culminante del relato, sobreimprimió a la imagen palabras como: «Y el pueblo gritó libertad». Luego, la palabra «Libertad» como golpes de flash. ¿Qué pasó? El canal no aceptó la película porque esos gritos de «Libertad» podían ser tomados a mal por el gobierno, como gritos subversivos. Y no se trasmitió.
Otra pérdida para el país: Ñandejara rekove paha. La Semana Santa le llamó la atención y al año siguiente programó hacer un cortometraje. Eligió la de Capiatá; tenía una iglesia preciosa, muy bien conservada, quedaba cerca de Asunción y era fácil y cómodo ir y venir en el día. Él se encargó de la cámara. Hay que reconocer que tenía un sentido muy desarrollado de la imagen, del movimiento y del tiempo. Yo conseguí una grabadora portátil de buena calidad y me dediqué a recoger el sonido. Fue la primera vez que recogimos la imagen y el canto de los «estacioneros», a quienes no se tenía en cuenta porque «cantaban muy desafinado» y las «letras no se entendían». Muy cierto. Pero no se ponía en valor el sentido etnográfico de aquellas canciones que habían pasado de generación en generación oralmente, lo que explica la alteración de los textos. Sólo varios años después se los tuvo en cuenta y fueron allá los interesados para aprender sus canciones y cantarlas ellos. Incluso hubo gente «bienintencionada» que les puso uniforme a aquellos hombres que durante las noches de la Semana Santa recorrían las «estaciones», pequeños altares hechos con ramas de caña de azúcar, poniendo todo su fervor en tales cantos. La película ya no existe. Se ha perdido.
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Mi amistad con Carlos Saguier viene de cuando éramos adolescentes. Nos conocimos en casa de Tomás Palau, es decir, en Casa Viladesau, que era entonces la casa de música más importante del país. Allí nos reuníamos cerca del mediodía a escuchar discos de jazz. Ya le interesaba el cine y utilizaba de tanto en tanto una cámara filmadora de 16 mm. que tenía su padre. A mí también me interesaba el cine, también tenía una cámara filmadora, pero me dedicaba más a la fotografía por razones económicas. Desde entonces data una amistad estrecha, enriquecedora, en la que no parábamos de hablar de cine, no nos perdíamos ningún estreno importante y éramos los primeros en llegar a las funciones de cineclub para participar en las discusiones.
Por suerte, nuestras novias se llevaban bien y nos acompañaban en nuestras andadas. Incluso cuando nos perdíamos algún estreno en las salas del centro íbamos a verlas en los cines de barrio. Eran locales a cielo abierto, con bancos de madera largos y techo desde la entrada hasta la mitad del lugar, más o menos. Nos sentábamos siempre bajo techo por si llegaba a llover. Y así tuvimos el privilegio de ver Lawrence de Arabia una noche de lluvia torrencial.
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Le gustaba manejar, con prudencia, claro está. Su padre había ganado en una rifa una camioneta Volkswagen de doble cabina que era la que Carlos usaba. Los fines de semana salíamos a la ruta y paseábamos por los pueblos, él con su filmadora, yo con mi cámara fotográfica, hasta que logré entusiasmarle por la fotografía; no era mucho lo que tenía que enseñarle, y luego montamos un laboratorio en su casa, donde revelábamos nuestras fotos.
¿Qué más puedo decir? Me han pedido que escriba sobre él mil palabras. Pero mil palabras son muchas para describirlo: era un hombre íntegro, a carta cabal. Y son pocas esas mil palabras para poder hablar de todo lo que hizo, de lo que fue, de lo que aportó, de lo que vivió. Lo vi por última vez hace un año, aproximadamente. Al despedirnos, me abrazó y me dijo: «No te pierdas, que nos quedan todavía muchas de las que hablar». Y ya no las hablamos.
*Jesús Ruiz Nestosa es novelista, fotógrafo y periodista. Con Carlos Saguier y Antonio Pecci, integró el grupo Cine Arte Experimental (CAE) en la década de 1960. Trabajó en La Tribuna de 1963 a 1966 y en ABC Color desde 1967. Cursó estudios de fotografía en el Rochester Institute of Technology, Nueva York (1982). Ha publicado Las musarañas (Centro Editor de América Latina, 1973), Los ensayos (Napa, 1982), Diálogos prohibidos y circulares (El Lector, 1995) y Madre de ciudades (Servilibro, 2016), entre otros libros. En 1992, el Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo realizó una retrospectiva de su obra fotográfica.