Cargando...
He escuchado decir más de una vez que el cine de Hollywood no sería lo que es si no hubiera existido Sam Peckinpah. Que el cine en general no volvió a ser el mismo después de que Peckinpah rodara películas como The Wild Bunch, con las que lo cambió todo. Que sin Peckinpah no habría Scorsese ni Sergio Leone ni Tarantino ni Clint Eastwood. Que el personaje del inolvidable Gene Hackman en Unforgiven en el fondo siempre fue una figura de Peckinpah. Little Bill Daggett, un trofeo robado de ese mundo feroz y primitivo de Peckinpah, donde la vida consiste en ataques y contraataques, en cacerías y fugas. De ese oeste shakesperiano o griego de Sam Peckinpah, ese oeste de tragedia antigua.
Lea más: «El éxito es basura»: Jurado Nº 2 (2024)
Digo bien, ese oeste de tragedia antigua, porque en el planeta Peckinpah todos los movimientos de la cámara son premonitorios, todos se cierran poco a poco en torno a un núcleo invisible que al final estallará y todo en la cuidadosa modulación de música y montaje, de primeros planos y planos generales, de paisajes y ritmos, de elipsis y silencios se mueve inexorablemente hacia su explosión. La orquestación narrativa de la destrucción que es el sello de Peckinpah dista de limitarse a un estilo reconocible en las escenas de tiroteos y peleas, como si «interrumpieran» el relato a modo de «números», por mero afán estetizante o vicio coreográfico: no, estructura toda la historia con ellas como erupciones rítmicas en una serie de clímax dramáticos que impulsan los acontecimientos hacia su desenlace inevitable.
Sam Peckinpah nació en 1925 en Fresno, California, en una familia acomodada. Su endiablado carácter lo llevaba a meterse en demasiadas peleas en la secundaria, así que, por decisión de sus padres, el último año de estudios lo cursó en una academia militar. Al parecer, tuvo mal carácter hasta el fin de sus días.

De 1962 es su primera obra maestra, Duelo en alta sierra. De 1969 es La pandilla salvaje, The Wild Bunch, homenaje a los perdedores, a los inadaptados que solo saben matar y morir y vivir al filo de la navaja. De 1970 es La balada de Cable Hogue, que Warner Bros le exigió dirigir sin la crudeza mostrada en The Wild Bunch. Ya lo apodaban por entonces Bloody Sam, Sam el Sanguinario. De 1971 es Perros de paja, exploración del abismo al que puede verse arrojada la persona más pacífica por defender su vida. De 1974 es la extraña Tráeme la cabeza de Alfredo García, una película sobre la venganza.
Lea más: Horas antes del futuro
Cuando se estrenó en 1977 La cruz de hierro –que fue un fracaso de crítica y de público–, Orson Welles buscó a Peckinpah para decirle que era la mejor película antibélica que había visto en su vida. Peckinpah ya estaba entonces muy golpeado por el alcoholismo y la adicción a la cocaína, y el mundo había comenzado discretamente a olvidarlo. La prensa ya no hablaba de él. Vivía en un hotel, el Hotel Murray, en Livingston, Montana. El Día de los Inocentes de 1984, un infarto lo fulminó a los 59 años de edad. Estaba trabajando en el guion de una película, On the Rocks.
Sam Peckinpah. Pek-Kim-Pah: tres sílabas que estallan en la boca como tres balazos. Con frías cámaras lentas y ardientes chorros de sangre, acercó el lenguaje cinematográfico varios metros más de la cuenta a la frontera del infierno, agitó el celuloide con el ritmo despiadado de un universo en guerra permanente, hizo susurrar en off a las sombras en movimiento en las pantallas del mundo el liberador secreto venenoso de que lo más humano que existe es la violencia.
The Wild Bunch comienza con una emboscada que se convierte en una matanza de proporciones dantescas donde caen bandoleros, cazarrecompensas y meros transeúntes que han tenido la mala suerte de pasar por ahí. Alguien corre y es alcanzado por una bala. Alguien en un techo abre los brazos y cae desde lo alto. El tiempo se altera y se escande en rápidos montajes de planos eternos y largas tomas encadenándose con perfecta cadencia brutal, y cada muerte queda convertida en un puro y monstruoso milagro.
