Contra lo que suele pensarse, hoy podemos encontrar retrospectivamente en el abordaje del «problema del indio» dentro de la obra temprana de González Prada la comprensión incipiente de un orden basado en la opresión de diversos sectores sociales subordinados.
Del <i>indio</i>
En contraste con la universalidad del sujeto revolucionario –propia, según nuestra lectura, de su anarquismo maduro–, el Discurso del Politeama se centra en el indio: González Prada aún piensa en ese momento en términos de cambio nacional, y no de revolución: «No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico i los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera», dice ahí, y, aunque reclama la alfabetización del indio y el término de su opresión política, todavía no repara en el hecho clave de su explotación económica: «Trescientos años há que el indio rastrea en las capas inferiores de la civilización, siendo un híbrido con los vicios del bárbaro i sin las virtudes del europeo: enseñadle siquiera a leer i escribir, i veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no a la dignidad de hombre».
Ya anarquista, en cambio, su análisis bajará de la epidermis al subsuelo y seguirá a autores contemporáneos como Engels (al que cita en ocasiones; no así a Marx, por cierto al que menciona sin nombrarlo, y solo una vez) al escribir en Primero de mayo (1907) que «en el comienzo de las sociedades, cuando la guerra estallaba entre dos grupos, el vencedor mataba inexorablemente al vencido; más tarde, le reducía a la esclavitud para tener en él una máquina de trabajo», de modo tal que «esclavitud, servidumbre y proletariado son la misma cosa, modificada por la acción del tiempo. Si en todas las naciones pudiéramos reconstruir el árbol genealógico de los proletarios, veríamos que descienden de esclavos y de siervos, es decir de vencidos».

Y lo mejor: en esta línea de análisis radical, ya anarquista declarado y consciente, González Prada problematizará nociones como la de indio, cuya función ideológica desenmascara con un relato –en textos como el pasaje citado arriba– que, parafraseándolo libertinamente, llamaremos aquí historia de los vencidos, nociones que naturalizan y legitiman formas de dominación –en el caso del indio, de dominación colonial– prolongadas en el presente, y para ello apunta, pese a su propio positivismo, los mitos interesados de la ciencia moderna y relativiza su autoridad y sus certezas en ensayos como Nuestros indios (1908):
«Si un gran sociólogo enuncia una proposición, estemos seguros que otro sociólogo no menos grande aboga por la diametralmente opuesta (…) Citemos la raza como uno de los puntos en que mas divergen los autores. Mientras unos miran en ella el factor de la dinámica social y resumen la historia en una lucha de razas, otros reducen a tan poco el radio de las acciones étnicas que repiten con Durkheim: “No conocemos ningún fenómeno social que se halle colocado bajo la dependencia incontestable de la raza”».
En América, remonta el papel de esta noción a esa misma derrota originaria que «en todas las naciones» permite «reconstruir el árbol genealógico de los proletarios», los esclavos, los siervos: «Primero los Conquistadores, enseguida sus descendientes», dice en el texto citado arriba, «formaron en los países de América un elemento étnico bastante poderoso para subyugar y explotar a los indígenas».

Del González Prada que buscaba integrar en términos de igualdad al indio –que formaría el «verdadero Perú»– a la vida política de la Nación pasamos al González Prada más radical y profundo que ya no piensa en términos de nacionalidades ni de razas sino de dominación política y socioeconómica y para el cual tanto los indios de Perú como los rotos de Chile (sobre los cuales escribe en Las dos patrias) integran el sujeto revolucionario cuya historia es la de los vencidos, una historia que solo la revolución (no la política convencional, parte del orden jurídico que la presenta como herramienta de cambio al tiempo que, por lógica, le impide serlo en verdad) transformará.
Del vino nuevo y los odres viejos
En la nación independiente que conoce González Prada, la posición del indio, jurídicamente en desventaja, políticamente excluido de la esfera pública, económicamente explotado y socialmente marginado, estaba legitimada simbólicamente por la representación del indio, por naturaleza ocioso, ladino, sumiso, supersticioso, etcétera. Su idealización por parte de los indigenistas invierte esas fabulaciones pero reproduce sus mecanismos al hacerlo. Como la Patria, el Indio es una entidad metafísica y, a fuer de tal, aunque no eterna –no en ese siglo XIX más positivista que místico–, sí natural o biológica. A despecho de su positivismo, desde la reacción a la derrota contra Chile que da comienzo a su actividad como intelectual, es decir, a su actividad pública como crítico de su sociedad y su época –antes, pues, de que podamos adivinar su camino al anarquismo, su paso del rechazo democrático de una nación excluyente al rechazo anarquista de la idea de nación–, González Prada refuta estas fábulas y expone su carácter funcional a un modelo de sociedad que las necesita para perpetuarse.
Cuando González Prada habla por primera vez de la situación de los indios en público, lo hace frente al presidente de la República y a varios ministros, en el Teatro Politeama, en 1888 –es el famoso Discurso del Politeama, antes citado–, a propósito de la derrota bélica, entonces por consenso atribuida a la supuesta inepcia de los indios –que formaban el grueso de las tropas–: contra esa injusta acusación, culpa del fracaso a quienes, desde el gobierno y con la aprobación de una sociedad cómplice, condenaban desde el principio al indio a una situación cuyos efectos le reprochaban después invariablemente. Que no es para González Prada un asunto étnico ni racial sino histórico y económico se ve cuando señala lo que muchos hasta hoy olvidan, que la independencia solo fue tal para las élites.

En el Perú del siglo XIX –pero no solo ahí y entonces, sino en todo el mundo desde el siglo XV hasta hoy–, el racismo que autores como el conde de Gobineau elevarían a «ciencia» justificaba las relaciones de servidumbre que los gamonales, esa suerte de señores feudales andinos, imponían por la fuerza. Palabras como indio, más que una raza, designan posiciones en una jerarquía y funciones dentro de un sistema de dominio político y explotación económica. Así, en el joven Perú independiente, ser indio significaba, entre otras cosas, soportar cargas tributarias y trabajos forzados de origen colonial con el respaldo del nuevo orden jurídico, con nuevos nombres y en beneficio de una nueva élite. La noción de indio permitió poner el vino viejo de las estructuras de poder coloniales en los odres nuevos de la república, id est, al servicio de una minoría dueña en la práctica de lo que teóricamente conformaría la nación. Es mérito de González Prada haber abordado tan pronto el tema del indio no con sentimentalismo banal sino con el germen de un pensamiento que desplegaría su potencia en décadas posteriores, aun si por momentos puede verse oscurecido –y más con la ayuda de lecturas posteriores como las que mencionamos párrafos atrás– por el léxico nacionalista de los inicios.
Cuando se comprende como parte de algo más amplio, de unas relaciones de dominación económica, política y social de los Estados nacionales entre sí y al interior de cada uno, justificado por un discurso científico –que hay que refutar, como hace González Prada– y naturalizado por un consenso social –cuyo absurdo hay que frotarle a la sociedad en las narices, a bofetadas o a carcajadas si se tercia, como hace también González Prada–, el nacionalismo aparece como lo que es, una trampa y un punto de vista corto tanto para el entendimiento de la sociedad como para su revolución. Salvo que se insista en mirar con el color del cristal patriótico el conjunto de su obra, no hay tal cortedad de miras en González Prada. Entre aquella denuncia inicial de la responsabilidad en la derrota bélica contra Chile y el anarquismo de la madurez median varias décadas de trabajo intelectual, pero cuando González Prada señala como culpables a las elites de las cuales es distinguido miembro, invierte el juego de esa clase dirigente que se considera española y blanca y destinada, por ende, a gobernar a sus presuntos inferiores, los indios; es decir, que se siente representante de la civilización.
(Continuará…)
