Cuando González Prada vuelve su filosa pluma contra las mismas elites de las que es distinguido miembro, invierte el juego de una clase dirigente que se considera española, blanca y destinada, por ende, a gobernar a sus presuntos inferiores, los indios; es decir, que se ve a sí misma como representante de la civilización.
La invención del “bárbaro<i>"</i>
El trabajo intelectual de González Prada en las décadas que median entre el juvenil Discurso del Politeama y el anarquismo de la madurez desemboca en la comprensión de que las inequidades que le preocupan no son defectos del marco político y jurídico vigente sino sus fundamentos, que no son accidentes sino elementos estructurales del orden que conocemos como civilización, al igual que la persistente dualidad helenos / bárbaros, así que pone patas arriba el racismo para volverlo contra su propio pellejo blanco: «El animal de pellejo blanco, nazca donde naciere, vive aquejado por el mal del oro» (Nuestros indios, 1904).
¿Qué pone en cuestión González Prada con los privilegios a los que simbólicamente renuncia? No todos sabemos leer y escribir, no todos sabemos hablar bien. No era su caso: hombre, blanco, oligarca, culto, dueño del idioma y, por lo tanto, de la nación. La nación es de los poderosos; los excluidos tienen, ya lo dijimos antes, estatus de extranjeros en su propio país, y si barbarófono es en Homero el cario, barbarófono también fue y es el quechuahablante en Perú, el analfabeto para el letrado, el pobre para el rico. ¿Es solo un «ejemplo moral» que González Prada defendiera al indio sin ser indio, a las mujeres sin ser mujer, a los obreros sin ser obrero, a los animales sin ser animal? ¿Qué dice su insistencia en combatir bajo ropajes diferentes la misma dominación? ¿Es verdad que «no interpretó este pueblo, no esclareció sus problemas, no legó un programa a la generación que debía venir después»? ¿Debió haber descendido cual gran taita blanco desde el monte Sinaí de su biblioteca con las tablas mosaicas en los viriles brazos para guiar al «pueblo» en lugar de exponer al auditorio, con sus tropiezos y contradicciones, esos conceptos que, se nos dice, no aporta? ¿Qué se esperaba de ese «espíritu rebelde» que se le reconoce solo para negarle importancia como teórico?

Al hablar en nombre de otros –otros para las élites a las que pertenece– indica lo no realizado por la modernidad de las revoluciones burguesas y las independencias coloniales, la ficción de la ciudadanía y del espacio público de la sociedad burguesa, que oculta desigualdades que remiten, finalmente, al terreno de la producción.
No son otros: para el anarquismo el individuo es átomo cuyo núcleo encierra la energía capaz de disolver los disfraces ideológicos de la dominación y las supersticiones –la superioridad de las élites, la inferioridad de los dominados– que naturalizan las relaciones de poder. El individuo cuyos derechos universales las modernas democracias burguesas dicen garantizar es desmentido constantemente por visiones parciales –racismo, nacionalismo, sexismo– que permiten organizar la producción poniendo los intereses de unos grupos sobre otros en nombre de esas supuestas jerarquías naturales que, al hablar de «aquellos a quienes los romanos llamaban bárbaros», ya señaló Kropotkin.
La invención del bárbaro y el civilizado, el indio y el blanco, la mujer y el hombre, el forastero y el compatriota, el extraño y del prójimo, y hasta del animal y el humano se podría remontar al Homero que, como recordamos antes, en la Ilíada llama barbarophonoi a los carios de Mileto, o a la identificación aristotélica entre bárbaro y esclavo, que facilitó la barbarización de otros (los indios que pinta González Prada, extranjeros en Perú) a tal punto que los nombres de los grupos sojuzgados en la historia mundial de los vencidos se convierten en insultos (lacayo, afeminado, cholo, villano, sudaca, analfabeto…).
Invertir estos términos, en la obra de González Prada (y de otros anarquistas; así, una vez más, Kropotkin: ambos, Kropotkin primero, invierten el par bárbaro / civilizado, como el anarquismo en general invierte el clásico tópico al señalar la barbarie de un orden en el cual el Estado y sus instituciones monopolizan la fuerza), es parte de la construcción del sujeto revolucionario.

Del sujeto revolucionario
El sujeto revolucionario está excluido de la civilización no pese a ser su base económica sino precisamente por serlo (ver El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, de Engels, autor que, como ya dijimos, González Prada cita): su exclusión legitima la división social del trabajo. Desde una perspectiva anarquista, la unicidad del individuo desmiente esos flatus vocis ideológicamente funcionales a un modo de producción en el que un grupo, presentado como homogéneo en su superioridad, oprime a otros, concebidos como homogéneos en su inferioridad. Las naciones modernas no suprimen la dominación sino que la legalizan: los siervos feudales fueron liberados por la burguesía solo para volver a ser esclavizados con el trabajo asalariado, los indios de las repúblicas independientes americanas fueron emancipados de la Corona española solo para seguir siendo explotados por las nuevas élites criollas, y el racismo persistió después de la independencia para seguir justificando su explotación: ligado a la posibilidad o imposibilidad de ocupar determinadas posiciones en la estructura social y en la división del trabajo, nunca fue parte del pasado colonial sino médula de la sociedad republicana.
Los indios fueron el grueso de las tropas peruanas en la Guerra del Pacífico por la misma razón por la que el grueso del ejército español era nativo en Filipinas, como en las Indias Orientales lo era el holandés; por la misma razón por la que los ejércitos de los modernos estados europeos siempre estuvieron integrados en gran parte por mercenarios y «chusma» –marginales, pobres, extranjeros, campesinos–, algo bien documentado desde el siglo XVI (aunque es una realidad que data del Medioevo, y aun antes). Esto forma parte de un patrón general que caracteriza otros «reclutamientos»: el servicio doméstico, las fábricas, la estiba de puertos y barcos, los jornaleros del campo, los braceros... En los núcleos industriales estadounidenses abundaron los inmigrantes desde mediados del siglo XIX, y los que cambiaron el rostro de Inglaterra con muelles y canales y vías férreas construidos a lo largo de los siglos XVIII y XIX fueron los trabajadores irlandeses. Carne de cañón barata para los ejércitos feudales, los extranjeros siguieron siendo mano de obra barata para la burguesía moderna. ¿Qué es una nación, qué es un extranjero? ¿Eran peruanos los indios forzados a defender los intereses de sus opresores en la Guerra del Pacífico, era y es Chile el mismo país para el roto y el patrón? Oficiales y mercenarios, gamonales y campesinos, amos y siervos, ¿habitan la misma patria? Hombres y mujeres, burgueses y proletarios, blancos y cholos, ¿forman una nación? ¿Por qué, porque alientan al mismo equipo de fútbol? ¿Qué es un indio, una mujer, un negro? «Yo fui negro una vez», dijo Larry Holmes, «cuando era pobre».
¿Quiénes fraguaron la Guerra del Pacífico, los indios de Perú y los rotos de Chile que murieron en ella? El González Prada que lamenta esa derrota ya es un intelectual, un crítico de su sociedad y de su época. Pero en el que denuncia la masacre de los mineros del salitre perpetrada por el gobierno y la patronal en Iquique en diciembre de 1907 saludamos al anarquista. «En algunas de las salitreras, a raíz de la horrorosa carnicería», escribe en un artículo recogido póstumamente en Anarquía (1936), «los trabajadores chilenos pisotearon, escupieron y quemaron la bandera de Chile». Porque en el mundo, prosigue, «no hay sino dos patrias: la de los ricos y la de los pobres. Si de esta verdad se acordaran dos ejércitos enemigos en el instante de romper los fuegos, cambiarían la dirección de sus rifles: proclamarían que sus verdaderos enemigos no están al frente».
