Vivía de pedir. En las esquinas, en las veredas, los días laborales, los no laborales. De día y de noche. De día o de noche, mejor dicho. Nadie soporta pedir las veinticuatro horas del día, hay que descansar. De esperar, de pararse, de pedir. Para seguir pidiendo. En su caso, el descanso era poco, corto, pequeño. Como se quiera calificar un descanso que no repara del todo. Pedía, sabía pedir. Pedía monedas, pedía comida, pedía ropa, pedía juguetes, pedía cuadernos, cualquier cosa, pedía. Un chico simpático, flaco, alegre. De buen humor. Sonrisa amplia, burlón, jodón. Poca edad. Irresponsable. Pedía a cualquiera. Hombres, mujeres, grandes, chicos como él. Pedía a autos negros, blancos, vistosos, chatarras. A gente en moto, aún a gente en bicicleta. Pedía a todos, sin distinción.
No pedía a la madre. La madre era como una pendeja, poco mayor que él, pelo largo, cara pecosa, risa fácil. Se unía a él para pedir por las calles. Sencillo: hay que apostarse en una esquina con semáforo, esperar que pare el auto y pedir. Pedir varias veces al día, pedir sin descanso, un millón de veces. No hace falta ningún estudio, ninguna gimnasia, ninguna especialidad. Es solamente tener la cara dura y pedir.
Él pedía por su lado, ella, que parecía la hermana, pedía por el suyo. Al final del día, nada de calcular ganancias, comparar situaciones, preparar el futuro. Nada. Cuando se cansaban de pedir, se iban.
A la farra, a comer, a tomar gaseosa o cerveza en otra esquina. Se mataban de risa. Uno del otro. A veces dormían en la misma calle, cansados de tanto reír. Despertaban de madrugada cuando oían una pelea fea entre puños salvajes recién bajados de autos imponentes. Gritos, golpes, rabia escupida. Quedaba tendido uno. Muerto, desmayado de tantas patadas en la cara, en la boca, entre los dientes. Los autos se iban, el cuerpo tirado, ensangrentado, causaba risa.
Reventado y bien vestido. Una carcajada entre los dos antes de volver a dormir. A este ya lo vendrían a buscar. Además, no estaba muerto. Jugaba de muerto.
Él nunca le había pedido nada a ella. Sabía que no podría darle. Pero un día fue diferente. Fue como si se hubiera cansado de pedir a tantos, un día y otro también. Se cansó de reír, solo o con ella, se cansó de la alegría que ella decía que él le transmitía, se cansó de las esquinas, de las noches con sopapos. Porque sí. Un día dijo basta.
Pidió a la madre, parecía su hermana, que lo durmiera. Que lo durmiera de verdad. No sabía muy bien lo que decía, pero sí sabía que no quería seguir. Estaba cansado, tranquilo con lo que pedía, quizá sin entender el alcance del pedido. Ella se mató de risa. Pidió que le repitiera el pedido. Él repitió. Ella volvió a reír. Pidió otra vez y de nuevo rió al oír el pedido del hijo que parecía hermano. Después durmió. A la mañana temprano, cuando abrió los ojos, él ya estaba despierto. Y con el mismo pedido que se volvía insistente. ¿De dónde, pendejo? ¿Qué te pasa, pendejo?

No pidió en ninguna esquina. Miraba mientras ella pedía. Ella se enojó porque en la sociedad no había lugar para un haragán. O pedía como ella o no comía.
Él, lo único que pedía es que ella lo durmiera. Le propuso más. Que ella lo durmiera y que después ella también se durmiera. Se volverían a encontrar en algo mejor. ¿No era así? Ella lo miraba, sin creer, muerta de risa. ¡Pelotudeces de pendejo!
Los días siguientes, él la miraba pedir y no pedía. No comía. Iba a morir de hambre. Bueno, ella tuvo que ceder. Tenía el corazón blando, partió su parte por la mitad y le dio de comer. Estaba más flaco, pálido. Parecía un poco triste. Lo escuchó en serio por primera vez. Total, que lo hizo dormir. Con algo que encontró por ahí, sin pedir y que sabía que hacía dormir.
Vio que dormía. Igual que en cualquier madrugada. No despertó cuando se cagaron a patadas, estos que se bajan de autos imponentes.
¡A dos, los están cagando a patadas, pendejo, cayeron como muertos!
Lo sacudió para que riera con ella. De las caras rotas, de las ropas planchadas, las medias limpias, los zapatos lustrados. Él no le dio bola. Seguía durmiendo. En serio, esa noche le entraron ganas de dormir con él.
Despertó por la mañana, temprano. Estaban la policía, los fotógrafos. Ella explicó, medio riendo, lo que él le había pedido. Cosas de pendejo. Quería dormir, decía. Nadie rió. Ella volvió a explicar. Después se cansó de explicar y pidió que la dejaran en paz. Nadie hizo caso.
Fue presa, llevada a la cárcel. Y en la cárcel le cobraron caro. La pegaron como saben pegar en las cárceles. ¿Por qué le pegaban, por qué tanto dolor, tanto odio?
Decían que porque ella había matado a su hijo, decían que lo había drogado al hijo. ¿Qué sabían estos, qué sabían de cómo era la vida de ellos, de la mamá que parecía hermana, del hijo que parecía hermano?
Ella fue muriendo con tanto sopapo, con tantas patadas. Fue muriendo con inmenso dolor. Fue muriendo y lloraba sola. El hijo, su compañero de carcajadas, no estaba, no podía hacer nada. Pero ella consiguió verlo como en un sueño. En un instante final lo vio. Que no estaba feliz y que lloraba también.

*José Eduardo Alcázar es cineasta, novelista y periodista. Ha dirigido Sombras de um verão (1978), O amigo Dunor (2005, nominado al Tiger Award en el Festival Internacional de Cine de Róterdam), Quiero que leas Pantagruel (2009), Nocturno de Bachelard (2010) y La selección del presidente de la república por internos del manicomio nacional (2018), entre otras películas, y ha publicado El Goto (1998), Pórpix termina (2002), El cine posible (2012) y El cardenal (2018, novela ganadora del Premio Municipal de Literatura), entre otros libros.