«En la ciudad de Birmingham sola se producen unas 500 variedades de martillos, y no sólo cada una de ellas sirve únicamente para un proceso de producción, sino que cierto número de variedades a menudo no sirven más que para tal o cual operación en el mismo proceso».
Karl Marx, El Capital.
El pasado de Birmingham fluye en secreto bajo su armazón dickensiana de aparcamientos vacíos y fábricas abandonadas y se evapora por tuberías, alcantarillas y desagües como su «río oscuro, que amamantó el Black Country» (1). No lejos del melancólico ayuntamiento neoclásico, todo piedra pálida y columnas corintias, en Victoria Square, el Iron Man del escultor Antony Gormley invoca sus satánicos engranajes victorianos, el metal pesado de su antigua industria, y también la canción homónima de Black Sabbath.
Nobody wants him
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They just turn their heads
Nobody helps him
Now he has his revenge…
Ellos son los elegidos como emblema musical de la ciudad. Los Black Sabbath. No Moody Blues ni tampoco Nick Drake, el joven genio esquizofrénico y suicida, ni la maravilla llamada Electric Light Orchestra.

Hijo de obreros, Ozzy Osbourne creció en una casa de dos habitaciones con sus padres y cinco hermanos. Dejó la escuela a los quince años y fue plomero y trabajó en un matadero antes de probar suerte con la delincuencia robando un televisor para terminar pasando unas semanas de vacaciones en la cárcel. La noche en que tocó con Geezer, Bill y Tony en el pub Henry’s Blues House, Birmingham se reconoció de inmediato en esos cuatro chicos. Allí estaba, con su espesa penumbra de hollín, humo y fracaso, su eterno estado de ánimo color gris polución, sus huestes escapando del presente a golpes de alcohol y música fuerte. Una orquesta infernal de quinientos tipos de martillos –esos que Marx aseguró (2) que existen en Birmingham–, un eco monstruoso del ruido de las fábricas retumbando en el Hades, una parodia diabólica del monótono estruendo cotidiano de las máquinas.
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Hoy, en cambio, ante la veloz desmaterialización del mundo del trabajo, esa densidad sonora se presta a expresar cierta añoranza paradójica de la dura experiencia compartida, y la estereotipada imagen del obrero bebedor, rudo y mujeriego –como los cuatro metaleros de Aston– alimenta, en nuestra época de crítica constante a las relaciones tradicionales de género, la nostalgia de claras jerarquías familiares y sociales.

Aventuro estas últimas dos hipótesis porque entiendo la indignación provocada por las opiniones políticas de Ozzy Osbourne, que esta semana agita las polémicas posteriores a su fallecimiento, ocurrido el martes, pero quisiera entender también al propio Ozzy y a otros como él. En cuanto a su apoyo al gobierno israelí, no descarto esa explicación generacional que el historiador (judío) Zachary Foster ha resumido recientemente de forma muy didáctica: «los boomers alcanzaron la madurez intelectual en un mundo en el que los palestinos estaban casi completamente ausentes» del discurso público, dominado por narrativas proisraelís, y «las investigaciones han demostrado que las opiniones son más persistentes a medida que las personas envejecen» (3). Pero más que la opinión de Ozzy, cuesta respetar su apoyo a los intentos de censurar otras opiniones con la hoy ya risible acusación falaz de «antisemitismo». Y pensar que en medio de la paranoia creada en los 80 en Estados Unidos por rumores de asesinatos satánicos Ozzy tuvo que comparecer ante el Tribunal del Santo Oficio de la Televisión del inquisidor Geraldo de Torquemada en su especial «Devil Worship: Exposing Satan’s Underground». ¡Quién lo hubiera imaginado! Ozzy Osbourne pidiendo censura. Llamando a la cana. El satánico profamilia (4). El que terminó en un reality. ¿En qué momento aquel chico saltó de las calles de Aston a la retaguardia del proletariado?

¿No terminó ese joven rebelde encarnando ejemplarmente las normas patriarcales al convertirse en próspero pater familias? Creo innecesario aclarar la importancia sociológica de la conversión de un outsider en modelo de relaciones familiares y valores tradicionales, pese a sus decorativas «extravagancias». ¿Pero se trata realmente de una conversión? ¿No está ya esa deriva desde el inicio en la música propiamente dicha, en la forma estética como tal, en el sonido, así como en la interpretación y cuanto la rodea? La performance metalera de masculinidad hegemónica, ¿qué revela sino la función política del sexo como fantasía social de poder y estructura de dominación que perpetúa jerarquías y relaciones de autoridad y control? ¿No estaba ya aquí el germen del conservadurismo posterior? Esto no solo se aplica al heavy metal; notoriamente, la agresividad «viril» del punk, percibida antaño como desafío al statu quo, se reflejó en la no menos «viril» agresividad de las reaccionarias opiniones políticas de varios de sus voceros décadas después. ¿Cambiaron ellos, o cambió el contexto? La música de esos chicos de clase obrera impedidos por el desempleo de demostrar su masculinidad convirtiéndose en proveedores de una familia nació como un ataque al capitalismo que los excluía y a la sociedad respetable que los marginaba, pero reconstruyó en una nueva comunidad el orden patriarcal que se encontraba en crisis dándoles la ilusión de ese poder que les faltaba en sus vidas.

Una oscura y furiosa forma musical surgió a fines de los 60 en el tenebroso horizonte de las West Midlands, entre la monotonía de la escuela y de la fábrica, entre las minas de carbón y las plantas de automóviles. Cuando Ozzy Osbourne nació, los midlanders aún recordaban los bombardeos de Aston. Los músicos de Black Sabbath crecieron en el paisaje devastado de la posguerra, y los sombríos panoramas sonoros de su obra temprana –como el inquietante inicio de «War Pigs», del álbum Paranoid (1970), con el largo ulular de las sirenas y los potentes acordes sostenidos– nos lo recuerdan. Personalmente, rescato esos sonidos en lo formal, y en lo temático, la exploración de una realidad paralela, lado b de la vida, contracara nocturna del mundo adulto y diurno («río oscuro –Foster, su paisano, dixit– que amamantó el Black Country»). Eso sigue allí. La potencia de una forma estética nunca se termina.
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La violencia del heavy metal se remonta a su ya legendario nacimiento como producto de una injusticia a veces trágica pero normal para todos los asalariados pobres: a mediados de los 60, el joven obrero Tony Iommi perdió parte de los dedos de una mano y tuvo que bajar la afinación para seguir tocando la guitarra, lo que volvió el sonido más pesado de lo que pretendía (quería hacer blues). El heavy metal nació del encuentro aleatorio de un miembro mutilado y una fábrica metalúrgica en un negro submundo sin ventanas donde no había más opciones que embrutecerse hasta la tumba por un salario mísero o delinquir y terminar más rápido con la farsa: fue la rabia de los desertores de las escuelas y de los talleres, el grito gutural del inconsciente de los barrios obreros de Birmingham que cantaban en sueños sus anhelos prohibidos.

Notas
(1) Son versos (mal traducidos por mí) del poema «Birmingham River», de 1994, de Roy Fisher (Birmingham, 1930 - Derbyshire, 2017), recogido en su libro The Long & Short of It: poems 1955-2005 (Bloodaxe Books, 2005).
(2) En el tomo I, volumen 2, libro primero, sección cuarta, capítulo XII, «División del trabajo y manufactura», p. 415 de El Capital. Crítica de la economía política, Siglo XXI Editores, 2009.
(3) Zachary Foster: «Why Baby Boomers Are Out of Touch on Israel / Palestine», 05/01/2024: https://palestine.beehiiv.com/p/baby-boomers-touch-israelpalestine
(4) »El satánico profamilia»: expresión tomada de un verso («Ozzy murió x abrazar el satanismo / profamilia antes que el marxismo de Birmingham…») del poema inédito de Cristino Bogado «Ozzy omano», compuesto esta semana después del fallecimiento de Ozzy Osbourne e incluido, con permiso del autor, en esta misma edición del Suplemento Cultural.
