Agnès Varda, o la nouvelle vague nunca tuvo cara de mujer

Hoy en estas páginas rendimos homenaje a la obra de la gran cineasta francesa Agnès Varda (Bruselas, 30 de mayo de 1928-París, 29 de marzo de 2019), fallecida este lunes en París a los 90 años de edad. «Inventa una forma o formato para cada film que escribe y que rueda», señala Alfredo Grieco y Bavio desde Buenos Aires, en exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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Durante más de medio siglo, Agnès Varda fue una cineasta que hizo cine. Como al modélico, natural Natanael bíblico, israelita sin doblez, faltaron a Varda doble vida, doble fondo, segundas intenciones. Señalar su muerte es lamentar el final de una obra antes que fechar el término de una sobrevida. Desde la quinta década del siglo XX a la segunda del XXI, casi medio centenar de largos y corto metrajes, ficciones y diversiones y documentales: una sucesión regular, ininterrumpida, pero, apenas nos acercamos, en absoluto rutinaria: si fuera una banda, no sería los Stones. Inventa una forma o formato para cada film que escribe y que rueda, pero sin el método o el gusto de reinventarse a sí misma: si fuera un rockstar, no sería Bowie. Es experimental, pero como el suyo acaba siendo un ensayo sin error, el espectáculo de sus audacias brilla por su ausencia.

El hecho de que fuera una mujer haciendo cine en un período donde era una posición aún más rara y peor recibida que hoy nunca se le escapó, ni se nos escapa actualmente. Fue una mujer en la nueva ola del cine de autor, tal vez el grupo o movimiento que mayor reconocimiento universal –fraternal y hostil– haya obtenido desde la centuria pasada, cuando en la más celebrada, o consentida, de sus décadas, la de 1960, se embanderó como distintiva posición artística francesa y europea, rival o indiferente a la industria de Hollywood. Como antes lo había sido el surrealismo literario y cinematográfico, la nouvelle vague también fue heterosexista en su exaltación erótica y romántica de la mujer. En los films de Jean-Luc Godard o de François Truffaut, o de Alain Resnais o Jacques Demy y desde luego de Roger Vadim, las Amadas son el motor inmóvil, eternamente bellísimo, ocasionalmente crudelísimo y presuntamente inteligentísimo, de la acción dramática, que es la suma de las torpezas de varones ingenuos que enternecen por su inocencia pero que nunca cortan el aliento.

La mujer, en el cine de la nouvelle vague, es imagen, sueño, inspiración: salvo como refutación de las de los hombres, nunca voz ni mirada ni conciencia. Todavía hace pocos años el Cassell’s Dictionary of Cinema, en el artículo Agnès VARDA (1926-) indicaba: «Ver Jacques DEMY (1931-1990)». Es decir, remitía a su marido, también director de cine, tratándola como consorte. Como suplente que espera en el banco mientras el titular se luce en la cancha, como cuadro que espera el ascenso a la A. Por cierto, obtuvo la promoción, aun en el usual enciclopedismo pop, y hoy Wikipedia en la entrada Nouvelle Vague lista a Varda –única mujer– en el elenco, y omite a Demy.

Militante socialista, anticolonialista, feminista, la actividad de Varda ignoró pereza y distracciones. Sus films nos hacen pensar en la injusticia desde un mirador contrafáctico pero ni abstracto ni desinteresado. Sin el fervor del plurimulticulturalismo sentimental, pero sin deflación irónica. Una ensoñación que en vez de aliviar indigna y moviliza: al desgranar la filmografía de Varda, imaginamos todo lo que nos hemos perdido por la desigualdad, el retaceo –capitalista– de oportunidades a las mujeres, en cuánto mejor –y no sólo más polifónica, polícromamente diverso (un desideratum ético, no un enriquecimiento sustantivo)– sería el cine que vimos y vemos.

Desde el primer fotograma en analógico celuloide hasta la última imagen retenida en digital, desde su primer film hasta el que ahora hay que llamar último, fue una realizadora cinematográfica. Sin aristas secantes o disonancias orquestadas, con una caudalosa invención de formas –cuya singular eficacia caso por caso invisibiliza su novedad–, Varda hizo ver, década tras década, un futuro del cine, que había más y mayores posibilidades estéticas en el cine. Acaso más específica, focalizadamente, en el film –la película, largo, medio o cortometraje- como unidad de producción artística.

En Cleo de 5 a 7 (1961), su segunda obra maestra, Varda narra –filma– en tiempo real casi dos horas en la vida de Florencia, conocida como Cleo, apócope de Cleopatra. En el film, a esta cantante, modelo, actriz, locutora, interpretada por Corinne Marchand, la vemos trabajar, posar, la oímos cantar, recitar. Une sin escándalo el espíritu de agudeza al de geometría. Luce joven, elegante, bella, frívola, snob, supersticiosa, egocéntrica, aun narcisista. Pasados noventa minutos vespertinos (de 17:00 a 18:30), sigue luciendo hermosa, pero ahora –lo dice– es feliz. Al despertar del sueño o ensueño de la primera tarde de verano –todo transcurre un 22 de junio-, la transfiguración se ha cumplido: el figurín, el pin-up, la chica yé-yé de moda se ha vuelto heroína. Al comienzo del film, una toma cenital, en un plano filmado en colores, nos muestra las manos de una adivina o bruja que sobre una mesa le tira a Cléo las cartas de tarot, y el azar y la contingencia le auguran la muerte. Es el solsticio: el signo de Cáncer entra en la casa del Sol. Es la mayor polaridad de Luz y Sombra: el resto del film será en blanco y negro. Al final del film, en un gran plano general, en un parque, un médico le confirmará el diagnóstico de la enfermedad y le augurará la curación: por rayos.

La película está escandida por videográficos sobreimpresos en la imagen, que la dividen en 13 capítulos. Llevan los nombres de las personas con las que Cléo se encuentra, e introducen un sesgo propio. El penúltimo capítulo es el de Antoine (Antoine Bourseiller), que no conoce el amor y que se enamora de Cléo: es un soldado al que el primer día del verano, en esas mismas horas, se le acaba su licencia, y debe volver al cuartel para reembarcarse a África para combatir en la guerra «sin sentido» de Argelia. El film termina cuando el reloj del hospital de la Pitié-Salpêtrière marca las seis y media: queda en el arrondissement (barrio) 13 de París. La ciencia parece haber morigerado la mala suerte numerológica: a grandes males, grandes, radiantes remedios.

En Rostros y Lugares (2017), su penúltima obra maestra, Varda ha abandonado el París que recorría veloz pero sistemáticamente Cléo. Ahora Varda, que actúa como Varda –es un documental, no una ficción–, recorre Francia, veloz, errática, aunque jamás desorientada, con el artista gráfico y visual que se hace llamar por las iniciales JR (Jérémy Rodach en su documento). Los dos viajan por el país –al norte, al sur, a las minas, a las playas, al interior rural, agropecuario o industrial. Toman fotografías de las gentes, hacen gigantografías con ellas, las pegan en los muros y otras superficies públicas de campos, pueblos y ciudades.

El título francés, Visages Villages, hace un paralelo que apuntala la rima y la homofonía (en inglés, una simple traducción feliz fue posible, Faces Places). Cada imagen instalada deja de ser anónima, cada superficie se vuelve personal: ganan su propio nombre propio, como diría la crítica y teórica oriental Lisa Block de Behar, que tanto se le parece (aun en la vivaz belleza física): facetas estratégicas, táctica de lo evocable y revocable, contracaras convocables de lo irrevocable, heroínas de una transfiguración en curso.

Hacia el final de Rostros y Lugares, un misterio doloroso; en el final, el misterio gozoso. Hacia el final, Varda, que es belga de nacimiento, sale de Francia, y entra en Suiza. Va a visitar a Godard, que de nacimiento es suizo, que la espera, y al que le va a presentar a JR. Cuando llegan a la casa del director nueva-olero más intelectual, él no está, y les deja un rebus –una adivinanza que mezcla letras y dibujos– en la puerta ventana de entrada (cerrada). Varda descifra el mensaje, y llora, porque alude a Jacques Demy, su amor (su esposo) muerto, a cuya vida dedicó ella tres films biográficos.

Vemos a Varda y a su correalizador JR sentados en un banco, a la orilla de un lago alpino. A lo largo del film, el esquivo JR calzó anteojos negros. Muchas veces se negó a quitárselos, muchas veces Varda había querido ver sus ojos. Pero esta vez, después de que Godard se había negado al encuentro, se los quita: se miran a los ojos, los dos, pero el que se desnudó fue JR.

Y ahí se anima un círculo, o espiral, de reconocimientos. En el interior de la hora y media del film Cleo de 5 a 7 los protagonistas ven un film, arcaizante, con gags de cine mudo, pero hablado. Los amantes del puente Macdonald, que así se llama, dura un minuto y medio; Raúl, proyeccionista de sala, se los hace ver a su novia Dorotea y a Cleo. El corto narra la muerte y resurrección burlesca de dos enamorados; estos roles los interpretan Godard y su novia y actriz fetiche de entonces, la danesa Ana Karina. El treintañero Godard de 1961, mezcla de Buster Keaton y Harold Lloyd, está caracterizado: maquillaje, lentes que con su cara blanca como de polvo de arroz evocan los anteojos de sol del treintañero JR en el rodaje de 2016 de Rostros y Lugares. En el corto, el novio (Godard) se quita las gafas y exclama «¡Al fin veo!». En Rostros y Lugares, JR se las quita, para al fin ser visto, y Varda lo mira: la que ve último, ve mejor.

alfredogrie@gmail.com

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