Algunas postulaciones

Promediado el siglo XVIII, en tiempos de las Guerras Guaraníticas, la ficción literaria de Voltaire llevó a Cándido –personaje principal de su novela homónima, quien recorría el mundo tras su amada Cunegunda– a una reducción jesuítica del Paraguay también (¿algo?) ficcionada, dado que allí, bajo una glorieta ornada «de una muy bonita columnata de mármol verde… estaba servido en vajilla de oro un excelente almuerzo; mientras comían granos de maíz los Paraguayeses [sic] en escudillas de palo y en campo raso al calor del sol».

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En tanto Cándido disfrutaba del banquete, su criado Cacambo, un «cuarterón tucumano» antes «pinche en el colegio de la Asunción» y que por eso se jactaba de «conocer el gobierno (de los treinta pueblos) de los padres lo mismo que las calles de Cádiz», le explicaba aquellos contrastes: «Es un portento el tal gobierno –le decía a Cándido–; los padres son dueños de todo, y los pueblos no tienen nada: es la obra maestra de la razón y la justicia. Yo por mí no veo más divina cosa que los padres, que aquí [en Paraguay] están haciendo la guerra á los reyes de España y Portugal, y confesándolos en Europa; aquí matan á los Españoles, y en Madrid les abren de par en par el cielo».

Algunas décadas después de aquel conflicto mordazmente comentado por Voltaire, y que precipitó la expulsión de la Compañía de Jesús de sus misiones americanas, otro ilustrado, Félix de Azara, de paso por ellas, pasaba a limpio –en sus Memorias sobre el estado rural del Río de la Plata en 1801…– los señalamientos previos en tono menos jocoso: «Los mencionados indios –escribió– han tenido… y tienen un gobierno… en que no se permite la menor propiedad particular, en que nadie puede sacar la menor ventaja ni utilidad de su talento, industria, habilidad y virtudes, ni de sus facultades físicas: en que nadie es dueño de sí mismo, ni de su tiempo, ni de su trabajo, ni de su mujer y familia: en que la desnudez, el hambre y la miseria oprimen á todos…»

¿HÉROES O VILLANOS?

Pero, según se ha hecho notar, aquellos juicios desfavorables de Azara de fines del XVIII –cosas de familia quizás, dado que su hermano José contribuyó a la proscripción de la Compañía– no se limitaron al proyecto socioeconómico jesuítico, sino también a lo que hoy (¿anacrónicamente?) llamaríamos su superestructura cultural: «Los muros laterales [del templo de Santa Rosa (si bien Azara lo señala como el templo de San Ignacio)] están pintados a manera de cuadros muy ridículos... Todas las demás pinturas hechas por los indios son puros mamarrachos. Lo mismo que las estatuas o imágenes [y] la arquitectura de la iglesia, y altares, porque nada hay arreglado ni proporcionado á modelo. Todo es cargazón sin orden de tallas y ridiculeces…» (Geografía física y esférica de las provincias del Paraguay y misiones guaraníes. Asunción, 1790, Montevideo, M.N.M., 1904, p.77).

Y todavía –pasados más de dos siglos, contemporáneamente– se dijo de aquella producción jesuítica que «…surge enseguida la pregunta acerca del estatuto artístico de piezas producidas en condiciones de dominación [en las cuales] los indígenas son forzados a cambiar sus figuras por otras… incompatibles con sus creencias y sus memorias… si el arte es manifestación espontánea de condiciones propias, ¿cómo puede aplicarse este término a prácticas que suponen una imposición, que se basan en la copia de modelos ajenos, que excluyen sistemáticamente todo principio de creatividad y libertad expresiva?» (Ticio Escobar: «El Barroco ante el desafío del cincel guaraní», en: VVAA, La madera de las misiones, Ediciones del Museo de Sarrebourg, 2007, p. 85).

¿Héroes o villanos? cabría preguntarse, dado que la valoración artística ha estado y parece continuar (¿fatalmente?) anclada al juicio del proyecto jesuítico estructuralmente visto; muchas veces al margen de específicas consideraciones formales/iconográficas.

Entonces: ¿En qué medida estos factores estructurales –incluidos los «opresivos», presentes indudablemente en la práctica reduccional, en la propia Conquista en general– fueron condicionantes o determinantes de su producción artística?

¿Cuáles fueron –efectivamente– las relaciones entre las condiciones de producción y las obras producidas?

Obviamente, no podríamos responder aquí estas preguntas, pero revestiría cierto interés revisar sumariamente algunas postulaciones que se produjeron a lo largo del tiempo sobre aquella producción cultural.

(De la extensa bibliografía existente, nos centramos en la que trata de las artes plásticas, prioritariamente local o con vinculaciones locales.)

FAROS DE CIVILIZACIÓN

En enero de 1937, durante el gobierno del coronel Rafael Franco, el pintor Pablo Alborno presentó al ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, doctor Crescencio Lezcano, un informe sobre los pueblos del sur del país, antes integrantes de las misiones jesuíticas.

Alborno, en compañía del pintor Jaime Bestard, en una «excursión de propaganda agrícola emprendida por el ministro Guillermo Tell Bertoni», visitó San Miguel, San Juan Bautista, San Ignacio Guazú, Santa Rosa, Santiago, y Jesús y Trinidad. El informe estaba acompañado por fotografías y recomendaciones para la preservación y valoración de aquel patrimonio.

Allí se refiere Alborno, entre otras cosas, al patrimonio remanente en iglesias y casas parroquiales y al que quedó en poder de particulares, muchas veces debido a destrucción de los antiguos templos jesuíticos. Alborno reunió después, ampliadas, las impresiones de aquel viaje en una publicación de la Biblioteca de la Sociedad Científica del Paraguay.

Nacido en 1875 –alumno de arte en Montevideo y de Guido Boggiani en Asunción antes de integrar el grupo de becarios a Italia en 1904–, Alborno desarrolló una obra principalmente ligada al paisaje, a los tipos populares y al retrato; y realizó también indagaciones de carácter histórico y etnográfico.

En esta publicación (Arte jesuítico de las Misiones Hispano-Guaraníes, Biblioteca de la Sociedad Científica del Paraguay, n. 9, Asunción, Editorial Guaraní, 1941), caracteriza el acervo misionero –principalmente– como una muestra del estilo «Barroco-Colonial» (o, más precisamente, «Hispano-Guaraní»), aunque no excluye la presencia simultánea de corrientes estilísticas europeas anteriores (bizantinas, románicas, otras).

VALORACIÓN POSITIVA

Su visión del proyecto misionero, del magisterio de los padres y de las manifestaciones artísticas concretas derivadas llega a ser entusiasta: «Como ocupaban una región privilegiada… que se ofreció al Conquistador como la verdadera “tierra de promisión”, las Reducciones se transformaron muy pronto en pueblos progresistas y emporios de riqueza, bajo la dirección espiritual de los Padres misioneros y el gobierno político de sus Caciques y Corregidores sometidos con disciplina y orden al poder Colonial español» (p. 10).

«En el arte plástico, como en los trabajos de ornamentación de las iglesias, eran los mismos hermanos de las congregaciones los que llegaban a ser grandes maestros y consumados artífices en la ejecución. Muchos de estos artistas fueron enviados por Sud y Centro américa para enseñar las artes y oficios, difundiéndose así la cultura hispano-guaraní, que ha sido un poderoso factor de civilización en este Continente. No es extraño este arte en las iglesias, palacios y edificios de la época, en los que artífices nativos, en los estilos de la época, imprimieron el sello de su arte –el Barroco indígena… Donde está vivo en los edificios coloniales, en los frontis y grandes retablos de las iglesias, así como en innumerables imágenes, bellas y expresivas, de perfecta ejecución, que no son inferiores a las del viejo mundo» (p. 8). «Este estilo se aplicó por toda la América [y] toma el nombre de Barroco Colonial… a comienzos de 1620, por estar en relación con este arte religioso en toda la Europa. Y cada nación toma un carácter peculiar de estos estilos combinados con el Barroco italiano, el Gótico, el Bizantino, el Renacimiento, el Plateresco y el Rococó, aplicado en las decoraciones internas de las iglesias por los mismos hermanos de las congregaciones Franciscanas, Jesuitas y Dominicas» (pp. 9 y 10).

Con relación a la factura y a los referentes formales –concretamente, a los del acervo de San Ignacio Guazú–, Alborno señala: «Estas esculturas están hechas de una sola pieza de madera de Urundey y de Cedro… La iglesia moderna [guarda] otras tantas imágenes hechas en la época… Las imágenes que custodian las hornacinas del Santo Roque González de Santa Cruz [sic], y San Ignacio de Loyola son de admirable expresión, de carácter rígida y serena [sic]. El altar donde se custodia el Cristo está hecho a la más bella perfección, recuerda a la del célebre tallista Hernández, es de una admirable perfección anatómica, [igual que] las imágenes de la Dolorosa y un San Juan. [E]n la mesa del sitial donde está el Santísimo se admira un grupo de alto relieve de querubes entre las nubes, es de admirable ejecución» (pp. 20 y ss.).

SÍNTESIS ARTÍSTICA

Por otra parte, Alborno evalúa positivamente la cultura material y artística guaraní precolombina: «…los primeros autores de la Conquista declaran haber encontrado en esta región una raza más inteligente y culta, bastante adelantada en la agricultura, las artes y las pequeñas industrias… En un refinamiento cultural [los Guaraníes] cultivaban las artes, la música, el canto y perfeccionaron las industrias de tejidos, cerámica, etc… Fabricaban objetos de alfarería dibujados con trazos geométricos como símbolos y signos astrales contra los malos espíritus. Así decoraban sus urnas funerarias con descripciones simbólicas» (pp. 10 y ss.). «Queda demostrado que los Guaraníes del Paraguay tenían ya un concepto de las artes y un sentimiento espiritual elevado sin haber tenido contacto alguno con pueblos extranjeros, «[y que] llegaron a hacer bellos trabajos de alfarería, decorados con dibujos geométricos y tejidos adornados con los mismos dibujos de estilo guaranítico» (p. 14).

Sugiere Alborno, además, una síntesis artística –una suerte de mestizaje– entre los elementos de la previa cultura guaraní y los aportados por el conquistador, si bien en términos genéricos; sea mediante la propia denominación arriba citada (barroco hispánico-guaraní, denominación similar a la que emplearía Josefina Plá tres décadas más tarde), sea al señalar que los misioneros dejaron «huellas tan profundas en el suelo americano esparciendo en el la simiente de la vieja cultura europea… que cruzad[a] con los gérmenes profundos de la autóctona cultura guaraní y de otros pueblos… dio origen a la gran cultura Americana que se mostró tan precoz en su florecimiento…» (p. 26).

¿CONDESCENDENCIA Y MITIFICACIÓN?

No obstante –y aunque señala que en la producción misionera existen «imágenes talladas por los nativos que no dejan de ser algunas muy buenas, confundiéndose hasta con las obras maestras clásicas»–, la valoración concreta del aporte indígena ocasionalmente resulta algo condescendiente. Por ejemplo: «…hay algunas [tallas] ya hechas por los discípulos nativos que no dejan de tener su valor artístico. Si bien son algo ingenuas, están llenas de belleza y expresión» (p. 20). O bien: «[en San Ignacio] hay un altar ya de un estilo indígena hecho por los… nativos, su arquitectura es sencilla y revela falta de estética y proporción [aunque] su conjunto no deja de ser un bello ejemplar ya del estilo Hispano-Guaraní y tiene su valor artístico e histórico para el arte ya típico del país» (p. 21).

Contradicciones estas que ocasionalmente podrían verse trasladas –junto a una mitificación que sin embargo resulta comprensible, dada la época– a la reivindicación de la cultura guaraní y de su lugar en el proyecto misionero: «Es así que los neófitos guaraníes, sacados de las tinieblas de su naciente cultura fueron alumbrados con la luz de una fe más pura, y de un saber más docto, [y] colocados en las cátedras de las letras y las artes por los dignos padres Jesuitas… que han erigido faros inconmovibles que alumbran los destinos de la civilización americana» (pp. 26 y 27).

No obstante, al formular en aquel tiempo recomendaciones sobre la necesidad perentoria de preservar ese patrimonio (sobre cuyo deterioro advierte reiteradamente), y desde allí formar museos públicos en los pueblos (previo inventario y catalogación, que deberían ser realizados por «una comisión artística y arqueológica»); e incluso al solicitar –con no poca radicalidad– la nacionalización de la totalidad del acervo remanente, esta publicación de Alborno puede tomarse como un antecedente significativo de posteriores acciones de preservación histórico-patrimoniales en nuestro país.

Por otra parte, aunque se encontraba en sintonía con la reivindicación identitaria/nacionalista del breve gobierno de Rafael Franco (y de otros posteriores), esta apelación de Alborno no sería atendida sino hasta la creación de la Dirección del Patrimonio Histórico y Artístico, dependiente del Ministerio de Obras Publicas y Comunicaciones (DPHA / MOPC) en diciembre de 1966.

Pero esto lo consideraremos posteriormente.

(Continuará)

Crítico y curador

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