Criticar el heavy metal puede parecer suicida, pero...

El audaz Julián Sorel toma en este artículo la palabra en nombre de ese sector del público formado por extraños sujetos a los que el heavy metal, en general, les aburre y les parece monótonamente estancado en fórmulas repetitivas y anacrónicas.

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Aunque hago excepciones en mis gustos y disgustos y hay temas e incluso grupos de heavy metal que incluyo entre los primeros, hoy vengo a tomar la palabra en nombre de ese sector del público formado por sujetos a los que el heavy metal, en general, nos aburre y nos parece falto de humor, de imaginación, de gracia, de locura, pomposamente lleno de ínfulas musicológicas, en suma, como bien dice su nombre genérico, pesado. Y sin vuelo, y huero pese a su alarde de potencia, o en coherencia con ese alarde. Y monótonamente estancado en fórmulas repetitivas y anacrónicas; vamos, un fósil por donde se lo mire.

Los individuos que integramos este sector de la audiencia pensamos que ni alboroto equivale a fuerza, ni ruido a energía, que esas son fanfarronadas, que ser fanfarrón es lo opuesto a ser fuerte y que la fanfarronada es la antítesis de la genuina vitalidad. Y, es más, que subir los decibeles y recurrir a distorsiones y a voces guturales para impactar es un mecanismo tan falaz e impostado como pueril. Que es como creerse el cuento de que el borracho gritón que te abraza y te dice que te quiere es sincero gracias al alcohol, cuando en el fondo sabemos que la única pasión sincera que libera el alcohol es el exhibicionismo, con sus ganas de montar circo y armar bardo; supongo que todos los adultos aquí escribientes y leyentes hemos estado alguna vez lo bastante borrachos para saberlo, a poco rigurosos que seamos en el hábito de la autocrítica. ¡A que no!

Bueno, si bien sospecho que durante varios meses no podré salir sin guardaespaldas ni al coreano de la esquina por culpa de este artículo, ya lo comencé y debo proseguir.

Prosigo.

A algunos nos disgusta, del metal, la fascinación por el poder y el fetichismo de sus emblemas, que nunca entendí cómo puede haber alguien a quien no le revuelvan el estómago: uniformes, armas y en todo esa cualidad castrense, prepotente, masiva, como de mitin berlinés del partido nacionalsocialista en los años treinta.

Pero lo principal, al menos en mi caso –aclaro porque no quiero excederme en mis atribuciones de vocero de los refractarios al metal–, es que lo sobreactuado me hace bostezar.

OH POOR LOVECRAFT

Me molesta además la reducción a dos o tres tópicos de la obra de autores –como Lovecraft entre los literatos o Nietzsche entre los filósofos– que los metaleros sienten próximos pero a los que no se aproximan y cuya iconografía se pueden tatuar pero cuyos libros no se toman el trabajo de leer en serio (y a veces ni de leer, a secas); la obra incomprendida de unos autores que no respetan en su complejidad y que comprimen en caricaturas esquemáticas al tiempo que pedantes me es algo horrible de considerar.

En fin. Todo esto podría explicarse considerando que el metal, más que un fenómeno artístico o un género musical, tal vez sea para muchos el saco de cemento, la pila de adoquines, el material de construcción, en fin, para levantar el edificio de su identidad. Humo, cuero, cruces, esvásticas y dedos en forma de los cuernos del diablo tal vez no se expliquen artísticamente, pero sí a la luz de esta hipótesis. Como escribe Chuck Klosterman en Fargo Rock City (Es Pop, 2011): «En los años ochenta, el heavy metal era pop (lo digo para indicar que era “popular”). Durante la adolescencia, fue la banda sonora de mi vida, y de la vida de prácticamente todas las personas que me importaban. No nos vestíamos necesariamente con chupa de cuero ni íbamos maquillados al colegio, pero todo aquello tocó nuestra imaginación. Al margen de su mérito artístico, el Appetite for Destruction de Guns N’ Roses afectó en 1987 a los tíos de mi clase de carpintería del mismo modo que los adolescentes de 1967 se habían visto afectados por Paul McCartney y John Lennon. El éxito comercial no legitima el logro musical, pero sí legitima la permanencia cultural. Y aquella mierda era verdaderamente ubicua».

FRUSTRACIONES, MISOGINIAS Y UTOPÍA HOMOSOCIAL

Se ha señalado que en los años setenta las imágenes de virilidad y éxito social difundidas por los medios de comunicación y la publicidad estaban fuera de las posibilidades reales de la mayoría de los adolescentes, y se han interpretado, en consecuencia, la música, la estética y el discurso del heavy metal como una especie de compensación para ese sector social acosado por mensajes que identificaban la masculinidad con un poder económico que estaba fuera de su alcance. En ese contexto de crisis habrían surgido las imágenes hiperviriles de voces guturales, motocicletas, tatuajes, etcétera, y la misoginia conservadas hasta hoy.

Misoginia, por cierto, que a veces puede ser cruda, brutal y palmaria, y otras solo manifestarse como ausencia de rasgos femeninos en un mundo –para muchos, «ideal»– de camaradería masculina y estereotipos varoniles en todo, desde los gestos y los movimientos corporales hasta los valores de rudeza, peleas conjuntas, etcétera: una especie de utopía homosocial.

Utopía homosocial que, en tanto utopía, sería una salida, no real, sino solo imaginaria, frente a las presiones sociales –y que no impediría, obviamente, la existencia, verificable y frecuente, de metaleras de carne y hueso– conservadas hasta hoy.

Puede ser.

ALGUNOS FRANCOTIRADORES

Puede ser. Pero si bien esa explicación inspira tolerancia, no resta interés a conocidas y tajantes posturas como las de Simon Reynolds, para quien el heavy metal «carece de alma y es machista, ampuloso y protofascista». O Dick Hebdige, que anota, en Subcultura. El significado del estilo (Barcelona, Paidós Ibérica, 2004, 259 pp.), que el heavy metal «mezcla estética hippie y machismo de estadio de fútbol». O Greil Marcus, que lo llama «pornografía de dinero, fama y dominación» –ese mismo Greil Marcus implacable que, sin piedad ni tapujos, habla de la muerte del rock: «El tema de la muerte del rock surge porque el rock and roll –como fuerza cultural, no como eslogan– ya no significa nada. Ya no habla en lenguas desconocidas que se conviertan en nuevos idiomas universales, ya no dice nada que no se traduzca de inmediato al discurso dominante hoy: el discurso del corporativismo, el egoísmo, el crimen, el racismo, el sexismo, la homofobia, la propaganda gubernamental, los chivos expiatorios y los finales felices» («The question of the death of rock comes up because rock and roll –as a cultural force rather than as a catchphrase– no longer seems to mean anything. It no longer seems to speak in unknown tongues that turn into new and common languages, to say anything that is not instantly translated back into the dominant discourse of our day: the discourse of corporatism, selfishness, crime, racism, sexism, homophobia, government propaganda, scapegoating, and happy endings»; en: Double Trouble: Bill Clinton and Elvis Presley in a Land of No Alternatives, Henry Holt & co., 2001, 248 pp. Traducción al español para este artículo: M. Álvarez)-.

HEIL HEIL ROCK’N’ROLL

Sobre lo dicho por Marcus acerca del rock y el discurso dominante hoy, tal vez un signo de lo meramente escapista y funcional que es el metal podría encontrarse haciendo la famosa pregunta: ¿ha iluminado a alguien respecto a algo o ayudado a transformar su modo de ser o de vivir o a encauzar su destino hacia algún lado? Y, de ser así, ¿cómo? ¿Acaso algún headbanger se ha dicho a sí mismo en algún momento: «Estoy harto de esta empresa que no me paga ni el sueldo mínimo y me extorsiona para que haga horas extra gratis con amenazas constantes de despido. Debo terminar con este abuso y cambiarlo todo. ¡Ya sé! ¡Voy a hacerme guerrero vikingo!»?

Es difícil para el creyente, en este mundo cada día más hipster y más cruel, mantener pura la fe en que llevar pelo largo para poder hacer headbanging te acerca en algo a los dioses del Olimpo del Rock que trasnochan en Los Ángeles, se acuestan con modelos de lencería y actrices porno y desayunan Jack Daniel’s.

Dicho esto, aclaro que esta perspectiva sociológica o psicosocial del metal como mecanismo compensatorio y evasivo, en lo que a mí respecta, no lo convierte en un fenómeno repudiable. Sí lo hace, siempre en mi opinión, claro, otro punto señalado antes también. Si cabe considerar los impostados discursos de Hitler y la parafernalia de símbolos, uniformes y mitines multitudinarios una estetización fascista de la política es porque ese teatral y aplastante aparato brindaba una ilusoria participación en un poder superior al propio y personal a grandes masas carentes en realidad de poder, y anegaba al individuo y su arbitrio singular, único e intransferible en el todo colosal del Estado, la Nación, lo colectivo. Se suele decir que la fascinación fetichista de muchos cultores del metal por la iconografía fascista y los símbolos de poder en general no es más que una cuestión de mera estética, pero nadie que no sea demasiado simple en su pensamiento puede ignorar que la estética nunca es solo una cuestión de mera estética.

Bibliografía

Chuck Klosterman (2001): Fargo Rock City: A Heavy Metal Odyssey in Rural Nörth Daköta, Scribner, 288 pp.

–––-En español: Fargo rock city: una odisea metalera en la Daköta del Nörte rural, Es Pop, 2011, 352 pp.

Greil Marcus (2001): Double Trouble: Bill Clinton and Elvis Presley in a Land of No Alternatives, Henry Holt & co., 248 pp.

Dick Hebdige (2004): Subcultura. El significado del estilo, Barcelona, Paidós Ibérica, 259 pp.

juliansorel20@gmail.com

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