Dos poetas y un perro

Hace poco más de un siglo, en una Asunción cuyas calles son y no son hoy las mismas, se cruzaron tres vidas vagabundas. La primera no podía contar en palabras ni este ni los demás hechos de su peluda existencia. La segunda decidió partir antes de narrar este encuentro dichoso aunque triste. Y la tercera las evocó a las dos en unas líneas que se volvieron parte de la historia de la literatura paraguaya del siglo XX. El conocido escritor Catalo Bogado revela los hechos que estuvieron detrás de estos famosos versos del modernista Manuel Ortiz Guerrero, el querido «Manú», al cumplirse el primer siglo de vida de su célebre poema «El Bohemio», escrito en 1915.

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En 1914, cuando llegó a Asunción para ingresar al Colegio Nacional de la Capital, Ortiz Guerrero se había hospedado en una cómoda posada en la calle Caballero 462, cuyo alquiler su padre, el juez Vicente Ortiz, había pagado por adelantado. Sin embargo, debido a su orgullo mayestático, a su renuencia a aceptar el dinero que le enviaba su padre, con la poca plata que ganó trabajando como telegrafista en el Correo del Paraguay, se había mudado a otro hospedaje, más modesto, donde, también, se alojaban otros estudiantes.

Don Alfredo Jaeggli (padre) en su libro Reminiscencias (pp. 92-93) cuenta los detalles de aquel período en el que muchos jóvenes soñadores encontraron su primer empleo en el Correo:

«Ser jefe de la Mesa de Entrada de la Dirección General de Correos y Telégrafos me permitió codearme con literatos y poetas jóvenes enquistados en las diversas oficinas de correos y de telégrafos. Ellos eran “los nuevos valores” de las letras paraguayas, los personajes de la “bohemia” asuncena, los “innovadores”, los “iconoclastas” que, entre lacre, o entre cable y cable producían nuevos poemas, nuevos cánticos, romances modernos, odas magníficas. Como jilgueros presos, tras los barrotes de las trabajadas rejas del expalacio de los Patri, desde sus aburridas jaulas con olor a saco y a cocimiento de engrudos lanzaban dulces trinos y gorjeos. Así conocí e hice imperecedera amistad con Capece Faraone, Facundo Recalde, Leopoldo Ramos Giménez, Manuel Ortiz Guerrero y Guillermo Molinas Rolón…».

Siendo compañeros de colegio, de posada y de trabajo, la relación entre Manú y Molinas Rolón se volvió, más que amistosa, filial. Misionero uno, guaireño el otro, juntos exploraron la vida de la ciudad en todas sus dimensiones. Más de una vez, como almas en pena, recorrieron sin rumbo ni horario muelles, plazas y calles vacías de gente. Visitaron los prostíbulos cerrados por falta de esperanzas o por mala fama; entraron en las catedrales cerradas y en los dormidos cementerios para robar flores, cráneos, velas... Manú disfrutaba secretamente, cumpliendo su sueño de andar como andaba su amigo de infancia, el «haraposo Macario» de Villarrica, y Molinas Rolón, no queriendo ser menos que su extravagante amigo, lo seguía a todas partes y una noche, con ayuda del alcohol y la cocaína, consiguió superarlo, quedándose a dormir con un perro callejero sarnoso y mugriento.

Al día siguiente, como su amigo no volvía, Manú fue a buscarlo y lo encontró sentado en el sitio donde se había quedado a dormir, acariciando la cabeza del esquelético animal que en algún momento de su vida habría sido de color blanco.

–Jahápy, asaje ha hakuetereíma («Vamos, es tarde y ya empieza el calor... Es hora de irnos a casa») –le dijo Manú. Siempre hablaban entre ellos en guaraní.

Molinas Rolón, hombre de aspecto rudo, lo miró con ojos llenos de ternura y, moviendo la cabeza negativamente, le dijo:

–Gracias, Manú, permítame quedarme aquí con mi amigo (cherejántena ko’ápe). Este buen animal me ha enseñado más que nadie sobre los hombres, sobre la sociedad... Si lo abandono, ya nunca podré mirarme en el espejo ni hablarle a nadie de solidaridad. Déjame, te suplico...

Le entregó un papel que parecía una esquela y volvió a abrazarse al tosco animal.

Por el camino, de regreso a su residencia, Manú abrió el papel y leyó:

«Toda felicidad fincada en la tierra, y especialmente en el amor, está hecha de arena hermosamente vil y fango impuramente bueno... Privaciones primero, y luego el hambre, la soledad... Una soledad de existencia, de abandono simple en que las gentes miran y pasan sin dar la mano... Ya no soporto esta soledad que llena de otoño mis ojos, y mis venas de amargura».

Porque el papel era un pedazo de una página de cuaderno, y por la manera en que estaba escrito, se notaba que este era un fragmento de un texto más extenso que hablaba de algún misterioso desengaño. Misterio que al parecer Manú conocía, pues, aunque soltó algunas lágrimas al alejarse de su amigo, no insistió en auxiliarlo.

Fue la última vez que Manú lo vio. Tiempo después, en mayo de 1915, recordando los días y noches de increíbles aventuras que pasaron juntos, publicó un poema dedicado a Molina Rolón que sirvió a los fabuladores para crear la leyenda de que Ortiz Guerrero robaba velas del cementerio: «El Bohemio».

«Como una visión blanca que pasa sin

ruido,

Vaga toda la noche por la calle desierta

Abrazado al fantasma de su sueño perdido;

O, con velas hurtadas a necrópolis yerta,

Amanece sentado, junto al blanco, al

querido,

Insepulto cadáver de una esperanza

muerta.

»Es obrero en la mina luminosa del arte,

En la mina bendita do llegó miserable;

Lleva flecos del alma por nevado

estandarte

Arrastrando glorioso su bohemia adorable.

»Se le inunda de sangre su pupila lejana

Con la fiebre incurable de su cáncer

interno...

En su huerto apolíneo primavera es sultana

Y el nardo de su alma no ha besado el

invierno.

»En los infaustos días, cuando el hambre

asesina,

Entre el párpado hinchado de no dormir,

semeja

Incrustada esmeralda su pupila aquilina,

Su pupila, que a veces de fiebre se

abermeja,

Cuando con el fantasma de su sueño

perdido

Vaga toda la noche por la oscura calleja.

»O, con velas hurtadas a necrópolis yerta

Amanece, juntando como un ramo florido,

Versos blancos y lilas, para el blanco, el

querido

Insepulto cadáver de una esperanza

muerta».

catalobogado@gmail.co

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