El caos se escribe con sangre

«¡Salud, Donatien Alphonse François! Marqueses ha habido muchos, pero solo existe un Sade», escribe la poeta anarquista Montserrat Álvarez.

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EL MÁS BÁRBARO DE SUS VICIOS

Como corresponde a su vida tumultuosa y violenta y a su precoz y brillante –si bien trunca– carrera militar, en el día consagrado por los antiguos a Marte, dios de la Guerra –el martes, Marte Dies– de la semana pasada se cumplieron exactamente dos siglos de la muerte del, así irónicamente llamado, «Divino» Marqués, el diabólico Donatien Alphonse François de Sade, creador de una de las tres o quizás cuatro obras más extraordinarias –ignoro (cómo saberlo) si de las mejores– que jamás se han escrito, vertiginosa y agobiante opera omnia que conserva su vigor sordo de hierro y sigue desatando atroces carcajadas y cortando el aliento como si se acabara de imprimir esta mañana, y que aún no se deja asimilar –necesitaría un mundo inverso y opuesto al mundo humano para ser asimilada–: tal es su horrible grandeza, su gloria solitaria y colosal de monstruo. Monstruo deslumbrante por osado en su arrogancia demencial de no poner límites al deseo –a ningún deseo: «No hay libertino algo avezado», escribió, «que no conozca el gran poder que el crimen tiene sobre los sentidos»–.

Se ha intentado absolver a Sade de sus delitos de pensamiento y obra alegando –tal acaba, por ejemplo, de hacer el escritor español Jesús Ferrero en un artículo a propósito de este bicentenario publicado el martes en El País– que fue víctima de la censura y de la estrecha y puritana moral de su época y que pasó la mayor parte de su vida prisionero por delitos que no había cometido, ya que, a fuer de escritor, le bastaba imaginarlos, pero lo cierto es que los documentos históricos narran esta historia con tonos algo más lóbregos y varios toques de rojo. De hecho, por las declaraciones de sus víctimas se diría que la vida del marqués estuvo monótonamente llena de atropellos, adulterios, violaciones, secuestros, escándalos, abusos, sacrilegios, denuncias y orgías cuyos placeres semejan las fabulosas escenas de una nerviosa y opulenta pesadilla. Mas en cierto modo esta visión de un Sade antes literato que criminal acierta, porque entre todos sus temerarios, bárbaros vicios, el más absorbente y bestial fue el de escribir, y su gran orgía no está tanto en sus 74 años de excesos cuanto en sus veinte mil folios de desenfreno.

LA TOMA DE LA BASTILLA

Conocido antes por violar la moral vigente con sus actos que por hacerlo con sus libros, el Divino Marqués fue detenido y encerrado –en Vincennes– por vez primera a los veintitrés años (cinco meses después de su boda con Renée Pelagie, fea como su nombre, la hija de aquella madame de Montreuil que sería su persistente sombra), acusado por una aterrorizada y joven prostituta que huyó de él mientras dormía para correr a la comisaría más próxima y denunciar los infernales detalles de una noche llena de actos de sodomía brutal con sofisticados aparatos eróticos y de macabras eyaculaciones sobre hostias consagradas entre paredes cubiertas con estampas obscenas y cuadros de la virgen, con puñales y látigos y crucifijos de oro.

Fue el comienzo de una reputación macabra que la obra literaria del marqués en los años posteriores no hizo sino aumentar. Fuera de las páginas, su caso más sonado sería el de los bombones de cantárida, el llamado «asunto de Marsella», del cual nuestro literato resultó imputado por envenenamiento (penado con la decapitación) y sodomía (penada con la hoguera). Sade salvó el pellejo, pero algunos años y varios escándalos más tarde regresó a Vincennes, de donde lo trasladaron en 1784 a la Bastilla, hasta que el Nuevo Régimen, tras la revolución de 1789, lo liberó.

Macerado el marqués en la prisión como un brandy en la cuba, su crueldad metafísica, su erotismo sacrílego dieron, antes y después de recobrar su libertad, frutos tan despiadados e intoxicantes como salvajes drogas. Frutos literarios que lograron que fuera detenido una vez más en 1801 y confinado en Charenton, esta vez hasta su muerte, hace ahora doscientos años, en diciembre de 1814. Así se extinguió en su celda el hombre al que, oh paradoja, el poeta Apollinaire llamaría en el siglo XX «el espíritu más libre que haya existido jamás».

CORAZÓN DE HIERRO

No pretendería defender a Sade; ya lo han hecho como nadie Georges Bataille y André Bretón. Ni tampoco condenarlo; los dos hombres a los cuales apeló estando preso, Barras y Bonaparte, lo hicieron ya con notable elocuencia. Con B de Bicentenario, veo ahora, y para la diversión de los lectores, lo señalo, tiene el Marqués aquí dos B a favor, Bretón y Bataille –hemos de sumarles también a Buñuel y a Barthes– y dos B en contra, Bonaparte y Barras –y ante todo la terrible B de la Bastilla–. A los ojos del mundo, el marqués de Sade comenzó su vida pública como un héroe, al que Luis XV dio, por su valor en batalla durante la Guerra de los Siete Años, cuando el joven aristócrata tenía dieciocho, una medalla –al marqués le gustaba la pólvora; un día escribió (son las palabras de Corazón-de-Hierro en Justine) que «la sociedad solo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes» y que «el estado de guerra» es «infinitamente preferible» al de paz–, y terminó como un criminal aberrante y siniestro. Pero que se vuelva, en esta época leve, un orgullo nacional (entre otras cosas, por el bicentenario de su muerte, acaba de inaugurarse en el Museo d’Orsay la muestra «Sade, Attaquer le soleil») estatalmente homenajeado en Francia, me parece un tanto injusto, y quisiera decir, en su defensa, que a mi criterio ya fue más que suficiente con esas honras fúnebres católicas que se le dispensaron tras su muerte en contra de su expresa voluntad. El marqués de Sade rompió el pacto social, por así decirlo: todo en su vida y en su obra fue violación de ese pacto, todo en él fue la tensión eterna, el temblor gozoso de acercarse, firme, loco, intrépido y frío, al borde de la mudez y de la nada, probar de qué puede el alma ser capaz sin disolverse, y esto sin importar las consecuencias. Todo fue en él desobediencia, excepción y anomalía, y nada autoriza al mundo a apropiarse de quien así lo desafió hasta el fin. En su nombre, en el del marqués de Sade, cabe decir que habla su personaje Grancourt, sin rastros de flaqueza ni de arrepentimiento, en esa titánica y asfixiante odisea minuciosamente depravada que se llama Las 120 jornadas de Sodoma: «Soy un monstruo, soy un criminal; no hay una sola infamia que no haya cometido y que no esté dispuesto a cometer de nuevo. Vaya, sus golpes son inútiles; nunca me corregiré, porque encuentro en el crimen demasiada voluptuosidad. Aunque me matase usted, volvería a perpetrarlo. El crimen es mi elemento, el crimen es mi vida, en el crimen he vivido y en él deseo morir».

Por asombro ante las páginas inflamadas y peligrosas y las horribles y enormes ideas limpias de todo miedo que ha dejado en este mundo vivas, no lo insultemos tomándonos la ofensiva y mendaz libertad de adecentarlo. No tengamos la ociosa pretensión de explicarlo. No lo justifiquemos. No lo salvemos. No lo perdonemos. No lo forcemos a entrar en el Olimpo, ni lo llevemos, menos aún –odiaba a Dios– al Cielo. Dejémoslo en el Infierno, pues su elemento siempre será el fuego, y creo, sin dudarlo, que allí está muy a gusto. ¡Salud, Donatien Alphonse François! Marqueses ha habido muchos, pero solo existe un Sade.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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