Estados Unidos: Paisajes después de la batalla

Cómo se vivieron estas semanas convulsas en Washington DC, en Nueva York, y también en el interior norteamericano, nos lo cuenta, desde la noche en que la canción «Stronger» fue el anuncio en clave de hit pop de una derrota, hasta las últimas e inquietantes imágenes del paisaje después de la batalla, Juan Cálcena, enviado especial de ABC Color a Estados Unidos, en esta intensa crónica, exclusiva para los lectores del Suplemento Cultural.

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Las elecciones generales de noviembre dan fin a ocho años de administración demócrata en Washington al llevar a la Casa Blanca al magnate inmobiliario Donald Trump y ponen en el tapete la tensión política que divide a la sociedad del país más poderoso del mundo.

La última persona que se esperaba que apareciera la noche de las elecciones presidenciales de Estados Unidos el 8 de noviembre pasado, y menos aún en el sitio en el que Hillary Clinton planeaba festejar, era Kelly Clarkson. Una canción retumbó en el Jacob Javits Convention Center, una estructura gigante cubierta de paredes de vidrio que flirtea con las orillas del río Hudson en la ciudad de Nueva York: era «Stronger». El estribillo resonaba: «What doesn’t kill you makes you stronger», «lo que no te mata, te hace más fuerte». En ese momento, a las 22:00, Hillary Clinton contaba en código de hit pop que había perdido contra Donald Trump una de las elecciones más raras en la historia de los Estados Unidos de América.

La división de los trescientos veinte millones de habitantes de Estados Unidos no hizo más que confirmarse con números de urnas a inicios del mes pasado. Conocer qué corta en dos la sociedad de uno de los países más poderosos del mundo es una cuestión que probablemente nunca acabará. La tensión puede palparse como el sudor del verano mientras los analistas políticos pululan entre murmullos de: «Yo dije que esto iba a pasar» o «Esto pasa porque…»

En las grandes ciudades como Nueva York, Washington DC o Los Ángeles existe una suerte de rebelión contra Donald Trump, pero en el campo, en las zonas rurales, hay cientos de carteles que apoyan a este empresario que fue bendecido con el manto del éxito –con métodos cuestionables– y que decidió, como casi toda la gente a la que le sobra el dinero en la vida, que necesitaba inyectarse una dosis de poder. Y qué mejor que llegar al sillón que manda en la política de todo este hemisferio occidental, porque, lo quiera uno, o no, Estados Unidos es un país poderoso, clave y determinante en las decisiones que se toman en estos páramos del mundo.

Un total de 538 electores votarán mañana en sus respectivos Estados por Hillary Clinton o Donald Trump. Sí, las elecciones aún no han terminado. Estas 538 personas deben votar como dispuso el voto popular distrito por distrito y Estado por Estado. Son los representantes del voto indirecto, un sistema utilizado en ese país desde hace más de dos siglos y que permanece a través de los tiempos. Trump ganó el Colegio Electoral, pero Hillary Clinton el voto popular. Y lo hizo con más de dos millones de votos, que, a la postre, no cuentan. La ex primera dama se convirtió, sin quererlo, en la perdedora más grande de unas elecciones en los 240 años de vida independiente de Estados Unidos. Ningún otro candidato que haya perdido el Colegio Electoral ganó por tan amplio margen con el voto popular.

Estos 538 electores pueden cambiar el sentido de su voto, porque no hay sanción para quien lo haga. Eso sí, difícilmente el resultado de la votación pueda verse alterado, a no ser que haya un volteo masivo. Puede suceder, aunque no ha ocurrido nunca. Esto no pasa de una especulación, y lo más probable es que jamás suceda, porque el sistema de elección de un presidente estaría en duda, y Estados Unidos no puede permitirse un bochorno así.

No es la novela de John Le Carré, sino un thriller demasiado actual, que parece atravesado a ratos por un déjà vu de la Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia. El presidente Barack Obama, que dejará el cargo el próximo 20 de enero, ha ordenado que se investigue la supuesta injerencia del gobierno de Vladimir Putin en las pasadas elecciones. El New York Times publicó en la semana todos los detalles, documentados, acerca de cómo los piratas informáticos rusos se colaron en las redes del Comité Nacional Demócrata y se pasearon orondamente por los pasillos del núcleo de planificación de la campaña de Clinton. La teoría es que, bajo las órdenes de Putin, estos hackers favorecieron a Trump de alguna forma. Para ello, una sospecha: el secretario de Estado –el canciller– del multimillonario Trump será Rex Tillerson, director ejecutivo de la gigante petrolera ExxonMobil, un cercano amigo de Vladimir Putin y un empresario con millones de intereses en el país euroasiático. Esto hace que la mecha se encienda en el mapa político mundial.

Se pinta una imagen en el paisaje: es el miércoles 9 de noviembre, al día siguiente de las elecciones generales. Un hombre caucásico de unos ochenta años camina por las calles del East Side de Nueva York; lleva en la cabeza un gorro en el que está escrita una frase conocida, «Make America Great Again», «Hagamos a los Estados Unidos grande de vuelta», oración que fue eslogan, sin el «again», en la campaña ochentosa de Ronald Reagan y que Trump heredó desde el 2013 para promocionarse en las venas más rabiosas del Partido Republicano.

Este caucásico de unos ochenta años camina, como todos los neoyorquinos, con la mirada al frente y sin importarle su entorno. Sin embargo, en ese momento logra algo que no todos pueden conseguir: el giro de cabeza, la llamarada, el enojo, la sorpresa de todo mundo, de una ciudad enfurecida, golpeada, avasallada en sus derechos, una ciudad de inmigrantes. Un día antes, ponerse esa gorrita, ese quepi, era exponerse a una condena social. Nueva York será la casa de Donald Trump, pero también el bastión político del que Hillary Clinton es la emperadora. Este abuelito que tiene la mirada de Clint Eastwood es como la aguja en el pajar, como una turbulencia el día después del quiebre. Es un trumpista que pudo salir del clóset.

Otra imagen se pinta en un museo de Washington DC el jueves 10 de noviembre: es un niño de unos diez años, caucásico, blanco. Lleva la misma gorra del viejo neoyorquino del día anterior, pero él no está en silencio, sino que le grita «The wall, the wall!» a otro niño de su edad, un latino que ese día tiene la desgracia de caminar a su lado en una visita escolar. «¡El muro, el muro!», grita, hasta que un profesor lo hace callar. Hostigado, el niño latino guarda silencio. Es una réplica en miniatura de lo que ocurre hoy en los Estados Unidos con el triunfo de Donald Trump en unas elecciones que la prensa calificó de sorpresivas porque el establishment político se tambaleó y sigue crujiendo hasta hoy.

jcalcena@abc.com.py

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