In memoriam

El doctor Alejandro Agustín Encina Marín, nacido en Asunción el 25 de mayo de 1931, ha fallecido en esta, su ciudad natal, durante la madrugada del pasado jueves 22 de junio a los ochenta y seis años de edad.

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El doctor Alejandro Agustín Encina Marín, nacido en Asunción el 25 de mayo de 1931, ha fallecido en esta, su ciudad natal, durante la madrugada del pasado jueves 22 de junio a los ochenta y seis años de edad. Dedicó más de cincuenta años a la docencia en la Universidad Católica y en la Universidad Nacional, en la que se doctoró en Derecho en 1955. En mayo de 2013, la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Asunción le rindió un homenaje en reconocimiento por su tarea como formador, y en marzo de 2014 dicha Facultad le dedicó el primer número de su revista anual.

Aunque el doctor Encina Marín está considerado desde hace tiempo como una eminencia en su especialidad, además de sus numerosos libros sobre temas jurídicos publicó dos libros de relatos: Algunas historias… y lo demás son cuentos (Asunción, El Lector, 2007) y Un rosario de historias (Asunción, El Lector, 2014), y también colaboró con El Suplemento Cultural, al que trajo muchas y memorables páginas.

Preso durante la dictadura, empleó el testimonio personal como instrumento civilizador para denunciar injusticias, y tanto en sus cuentos como en sus crónicas y artículos su siempre robusta y rica memoria supo vincular el pasado y el presente con soltura, gracia y encanto, y recuperar esas vívidas y misteriosas complicidades entre las épocas y las generaciones que el tiempo sabe tejer, secretamente, en lo profundo de las comunidades. Aunque lo echaremos de menos, al despedirlo celebramos los frutos de su larga y fecunda vida.

ALGUNOS RECUERDOS

De los muchos artículos notables del doctor Alejandro Encina Marín que hoy podríamos citar gratamente en su memoria, elegimos estas muestras.

El «Trompa» de Curupayty

(Fragmento)

El Sargento vino a casa unos días después y, munido del machete recién comprado, carpió con entusiasmo los jardincitos de adelante y el gran patio empastado del interior de nuestra casa. Se quedó a almorzar, y, terminado el condumio, se retiró, recompensado por mi padre, que creo que, a más de la recompensa monetaria, le regaló alguna camisa vieja. No sé si volvió muchas más veces, pero, si no me equivoco, creo que alguna otra vez se dedicó también a encalar las paredes interiores del amplio patio trasero.

Yo ya no recordaba a esa singular figura que cruzó por algún raro azar los días de mi niñez, cuando, siendo ya abogado, tras haber prestado mis servicios gratuitamente en un pleito a una empleada, mujer ya mayor en años, del Tribunal del Crimen, entonces en la calle Benjamín Constant, entre Ayolas y Montevideo, vi coronado, por suerte, ese trabajo con el éxito, y la señora me quedó tan agradecida que, al cabo de unos días, vino a visitarme a mi casa una tarde. Portaba un bulto bastante grande, envuelto en varias hojas de papel de diario. De pie ante mí, descubrió el contenido y acotó:

–Doctor, le debemos tantos favores, y nunca le hemos pagado que salvara nuestra casa… Mi hermana y yo fuimos amigas del escultor Francisco Almeida, y él nos dejó algunas de sus obras… Y hoy se nos ocurrió regalarle este busto del sargento Cándido Silva, héroe de Curupayty.

Yo sabía que Francisco Almeida era uno de los grandes escultores de nuestro país, pero mi sorpresa fue grande cuando, al observar ese busto, ahora descubierto ante mis ojos por mi agradecida y amable cliente, vi que correspondía exactamente, hasta en el último pelo, a aquel anciano que, en los recuerdos de mi niñez, nos había prestado tantos servicios en casa, a pedido de mi padre, y que había recibido tantos elogios en las clases de Historia de mi escuela, de los labios de mi vieja maestra, doña Beatriz Ibarra.

Cuando, con el tiempo, pude abrir mi estudio jurídico, lo engalané hasta mi vejez con esta obra de don Francisco Almeida, hasta que un día la curiosidad y la ponderación de uno de mis hijos, el mayor de los varones abogados, me movió a desprenderme de mi tesoro para obsequiárselo a fin de que embelleciera con él su escritorio profesional.

(Publicado en El Suplemento Cultural, edición del domingo 14 de diciembre de 2014)

La Selección de los Olvidados

(Fragmento)

Como puntero izquierdo, por su velocidad, llamo a un gran olvidado. ¿Quién se acuerda de Leongino Unzaín? Jugó con la selección de su pueblo, Guarambaré, el Campeonato Nacional en la Capital, y destacó por su carrera inalcanzable y por sus goles. Pasó del equipo campesino a la Academia, y cuando apenas había jugado dos o tres partidos, su ficha fue solicitada, creo que por el Napoli, y nuestro pequeño «wing izquierdo» viajó a Italia, donde brilló por un tiempo.

Una noche invernal, Unzaín iba por una calle de Italia bajo la nevada. Su estatua más admirada era la de Garibaldi, de quien le contaron que había estado en Paraguay. Al ver al prócer soportar la ventisca sin apearse del corcel, paró el auto, se bajó, trepó el pedestal de mármol y abrigó a Garibaldi con su bufanda de lana escocesa.

En este puesto vi jugar al célebre «Avión Colí», de Cerro, al «Cañonero» Silvio Parodi y a otro realmente olvidado, pues no sé su apellido, pero sí sé que, jugando por la Selección Nacional, luego de los primeros 50 segundos, en que marcó el primer gol, le hizo otros cuatro a Roque Gastón Maspoli, «superstar» del fútbol uruguayo y capitán del cuadro.

Se me acaba el repertorio de setenta y cinco años de ver rodar la pelota por los campos del mundo, y la memoria también; los lectores lo podrán confirmar si reparan en que no he recordado el apellido del vencedor de los campeones de la remota época de Amsterdam y Colombes desde los años treinta.

Fuera de mi Selección de los Olvidados, quiero decir que vi jugar a uno que debe estar jugando en el Equipo del Olimpo del balompié: vi a Arsenio Erico, el Saltarín Rojo, hacer la jugada que inmortalizó al arquero Higuita, «El Escorpión», dos veces. La primera, jugando por Independiente de Avellaneda en un doble amistoso entre los campeones de Paraguay y Argentina en 1946, (el de) Avellaneda y Nacional, en Asunción; jugó a media fuerza y hubo un empate 4 a 4. La segunda, al otro día. «Picado» por un violento «fault», el Hombre de Goma marcó cuatro goles; uno fue El Escorpión. El resultado, 7 a 3 en detrimento de los locales. Pero el Independiente tenía un equipo de lujo: «Tarzán» Bello, Lecea y Coletta en el arco; Oscar Sastre, Leguizamón y Mourin en la línea media; y, como delanteros, Maril, De la Mata, Erico, Antonio Sastre y Zorrilla. Fuera del resultado, nuestra «Academia» le metió al campeón porteño… ¡siete goles en dos partidos!

Es hora de terminar. Mi recuerdo fiel es grato al conjurar la bendición de los Olvidados, que ya no están en este mundo, para los grandes goles del futuro.

(Publicado en El Suplemento Cultural, edición del domingo 19 de abril de 2015)

«Polka Burro»

(Fragmento)

De niño de pantalón corto, de adolescente con «los largos», mis ojos se abrían como platos para ver pasar a los borricos lambareños llevando mujeres, de rara belleza unas, castigadas otras por los muchos años de ser nuestras «marchantes» y traernos todo tipo de comestibles a diario, y, en tarros de hojalata, leche recién ordeñada al amanecer. Los burritos mañaneros eran una constante en las décadas de 1930, 1940 y 1950, y cuando, bajo el gobierno de Higinio Morínigo, se edificó el Mercado Nº 1 en Independencia Nacional, entre República de Colombia y Teniente Fariña, a él empezaron a acudir las titulares de los dóciles pollinos, y, mientras los recipientes de hojalata de las «churas» eran sustituidos por los de plástico, docenas de pacientes jumentos, cual naves de antiguos comerciantes que surcaran mares y ríos, llegaban a atracar en ese puerto.

Hace muchas décadas, un burrito que gozaba de la simpatía de los transeúntes y de cuantos allí aguardaban ómnibus y tranvías, al que alguien había bautizado como «Francisquí», solía «parar» en la esquina de las avenidas Mariscal López y San Martín. Francisquí no solamente tuvo audaces romances con cuanta congénere del otro sexo circulaba por la zona, sino que, ¡oh, sorpresa!, en cierta ocasión que nos llenó de alegría y carcajadas, sorpresivo y mimoso, se arrimó acariciante contra el cuerpo de una niña de buen ver.

Villa Morra, desde Mariscal López hasta Eusebio Ayala, era asiento de numerosos studs en los cuales los caballos que corrían en el hipódromo, y algunos de sus propietarios, posaban. Un antiguo capitán de la armada, aficionado a estas carreras dominicales en las que se lucían los mejores caballos del país, un día llegó muy contento, trayendo de la rienda un ejemplar de buena raza, y, sonriente, contó a los presentes, en guaraní, que estaba orgulloso de la adquisición que había hecho en Argentina de una yegüita de raza con la que pensaba lucirse en pocos días.

Lastimosamente, más o menos un mes después, el cuidador, compungido, le dio la noticia de que la yegüita estaba preñada. Sin embargo, el capitán lo festejó, diciendo que así tendría, no uno, sino dos distinguidos ejemplares.

Meses después, el stud fue conmocionado por el parto; algunos allegados se entristecieron y otros trataron en vano de disimular su zozobra cuando la mimada de la casa dio a luz un pequeño burdégano, producto inconfundible de la «colaboración» de Francisquí.

De más está decir que la ira del capitán provocó una serie de sucesos mitad animales, mitad sociales, y en una tercera parte, más allá de las mitades, político-militares. El capitán seguía mandando, y al día siguiente Villa Morra vio sorprendida pasar un camión de la armada con un pelotón de marineros armados y equipados que venían a capturar a Francisquí.

Agosto, que acaba de terminar, es el mes en que florecen los lapachos de todos los colores, desde el rojo hasta el blanco –hubo un blanco ejemplar ilustre en Loma Tarumá, en la calle Caballero, casi República de Colombia–, el mes en que se celebran los cumpleaños de algunos de nuestros grandes músicos y los días del Folclore, de la Mujer Paraguaya y del Idioma Guaraní, y el mes en el que, injustamente, hasta hoy nunca se ha festejado el Día del Burro, héroe humilde y algo tristón de gestas tan épicas como las de Francisquí. Debemos a don Luis Álvarez –si bien, tengo entendido, no hay unanimidad sobre la autoría– la pieza que, con el nombre consagratorio de «Polca Burro», alegra tantas fiestas patronales, y que considero el único y bien merecido homenaje rendido por nuestra ciudadanía a este que casi debiera ser distinguido alguna vez con el título del «Animal Paraguayo», tal como tantas veces se ha distinguido a algún humano, y no por burro, con el de «Ciudadano Honorario» de Paraguay.

(Publicado en El Suplemento Cultural, edición del domingo 6 de septiembre de 2015)

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