Lotte Schulz, la interpretación de lo interminable

Nacida de una paraguaya y un austrohúngaro llegado a Paraguay después de la Primera Guerra Mundial en el distrito de Cambyretã –el «País de la Leche», en guaraní– del departamento de Itapúa, a orillas del río Paraná, en 1925, la reconocida artista plástica María Carlota «Lotte» Schulz falleció el pasado viernes 22 a los noventa años. La siguiente mirada retrospectiva sobre su trayectoria vital y creadora –marcada, pese a su extensión temporal, por el momento de actualización formal de nuestra modernidad artística– la redescubre para nosotros en su preocupación central por los aspectos matéricos y, pese a ello, en la no subordinación de lo sintáctico a lo semántico en su obra, entre otras cosas, y sugiere nuevos sentidos posibles de la impronta que deja en nuestra historia.

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En agosto de 1956, los asistentes a un curso de grabado realizado en Asunción bajo los auspicios de la Misión Cultural Brasileña entregaron al docente que lo impartiera, Livio Abramo, una suerte de recordatorio que resultaría sugestivo tanto de futuras trayectorias artísticas individuales como de la orientación de la plástica local en décadas posteriores.

Entre las firmas contenidas en aquel grabado es factible identificar la de Carlota (Lotte) Schulz, artista plástica recientemente fallecida. Deseamos aquí bocetar de manera muy sucinta (e incluso simplificada) algunos aspectos de su obra y de las circunstancias de realización de la misma.

TRASLACIONES

La artista nació en Itapúa en 1925 y, por circunstancias diversas –de las que no cabría excluir el trabajo de su padre, un antiguo oficial del ejército austrohúngaro durante la Primera Guerra Mundial, al servicio del Ferrocarril Central del Paraguay– su niñez y su adolescencia transcurrirían en medio de frecuentes desplazamientos: Foz de Iguazú, São Paulo y Curitiba. En esta última ciudad, entre 1937 y 1942, Schulz realizó estudios de arte con el profesor italiano Guido Pelegrino Viaro (1897-1971) en la Academia de Artes y Oficios.

Tenido como un pintor académico, Viaro sin embargo fue un activo difusor de la modernidad artística en el estado de Paraná y un prematuro impulsor –ya a finales de los años treinta– de lo que luego se conocería como «Educación por el Arte».

Residente en Asunción entrada la década de 1940, Schulz se vinculó –laboralmente primero– al Instituto Cultural Paraguay Brasil, y luego a la Misión Cultural Brasileña (MCB), de cuyo citado curso de grabado de 1956, origen del taller de grabado «Julián de la Herrería» (activo hasta hoy en el Centro de Estudios Brasileños bajo la denominación de «Yaparí y Tilcara»), ella participó. Schulz prosiguió allí su formación a finales de los años cincuenta y también en años posteriores, luego de que Livio Abramo se radicase definitivamente en nuestro país. Y más adelante mantuvo una vinculación activa con ese espacio artístico-pedagógico.

EL ENTORNO

«Nosotros dependemos de nuestro entorno. La fruta cae vertical al tronco del árbol. No cae para allá o para acá, y nuestros problemas son así, verticales al momento que vivimos, (a) las circunstancias que nos envuelven. Aunque yo quisiera hacer otra cosa, si no da la circunstancia, no doy», manifestó la artista en una entrevista realizada en el CCR Cabildo en ocasión de la muestra retrospectiva de abril del 2015.

En ese sentido, y si bien su trayectoria abarcó un espectro muy amplio (grabado, pintura, cerámica, ilustración gráfica, restauración y gestión cultural), que se desarrolló en un lapso temporal también extenso (desde finales de los cincuenta hasta años recientes), el «entorno» –para usar su propia expresión– que condicionó fuertemente su obra fue el de los años sesenta; más concretamente, el tercer momento de nuestra modernidad, que cabe denominar de «Actualización Formal» (1955-ca. 1975).

Aunque no siempre convenientemente valorado, este tercer momento sin embargo resultó clave para la conformación de nuestro campo artístico, tanto en lo que respecta, en primer lugar, a la vinculación regional de la producción simbólica (circulación), cuanto en lo relativo, en segundo lugar, a los lugares de formación locales (condiciones de producción y reproducción), y, en tercer lugar, en cuanto a la producción artística considerada en sí misma (ver sobre este punto: Miguel Ángel Fernández, Paraguay, Art on Latin America Today, OEA, Washington DC, 1969; Ticio Escobar, Una interpretación de las artes visuales en el Paraguay, Asunción, CCPA, 1984; y https://www.essex.ac.uk/arthistory/research/pdfs/arara_issue_9/rodriguezalcala.pdf.).

Con relación a lo primero, durante la década de 1960 la plástica local expande y consolida sus vínculos regionales, continuando un proceso prefigurado a finales de la década anterior y que resultó convergente con un más vasto protagonismo mundial del arte latinoamericano en general. En este sentido, luego de su primera muestra colectiva en el Salón de Primavera del Ateneo Paraguayo en 1957, la artista participó en varias muestras y eventos artísticos regionales e internacionales y su obra fue distinguida en diversas oportunidades (entre otros reconocimientos, recibió el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, Argentina, en 1960, el Segundo Premio por Paraguay en pintura en el Salón Esso de Artistas Jóvenes de Latinoamérica en Washington en 1965 y la Mención de honor en la Bienal de Grabado de Santiago en 1960).

En segundo lugar, en lo que se refiere a los lugares de formación artística en nuestro medio –al menos a los organizados desde conceptos pedagógicos más contemporáneos, y a más de su citada participación en los talleres de la MCB–, la artista participó, desde los preceptos de la Educación por el Arte introducidos en el medio por Augusto Rodrigues, en la creación de la Escolinha de Arte que funcionó en el ILARI, y su papel en la enseñanza de libre expresión para niños constituyó una experiencia significativa en ese campo a pesar de su brevedad (ver: Josefina Plá, Treinta y tres nombres en las artes plásticas paraguayas, Asunción, Cultura, 1973).

Por otra parte, en lo que concierne a la producción artística propiamente dicha, los sesenta fueron años no solo de actualización formal (atendiendo a que en los cincuenta, y, salvando excepciones puntuales, en general, se había insistido en la reedición de un social-realismo y un cubismo no poco epigonales), sino que fueron también, o sobre todo, un periodo de intensa experimentación y expansión de los medios expresivos (esto último podría constatarse, por ejemplo, considerando la presencia más nítida –en tanto autoral, podría decirse– que adquirieron la imagen fotográfica y la cinematográfica, si bien la consideración del aporte de esos lenguajes, por entonces relativamente novedosos para nuestro medio, tardaría décadas en efectivizarse).

Incluso cabría postular –contrariamente a lo implicado en la denominación de «extranjerizante» con la que ocasionalmente se rotuló esta época– que ciertas exploraciones identitarias planteadas durante los cincuenta –en general– encontraron una expresión formal y conceptual más ajustada recién a partir de los sesenta, como podría ejemplificarse desde la propia obra de Lotte Schulz.

OBRAS

Sin renunciar a los contenidos locales, aunque evadiendo siempre la simplificación anecdotista, la obra de Schulz –su gráfica, puesta como ejemplo puntual– resulta claramente representativa del grabado moderno local, que cobró impulso durante la década de 1960, no fortuitamente caracterizada como «la década del grabado».

La relevancia que adquiere este lenguaje en aquellos años –relevancia en gran medida vinculada al mencionado taller «Julián de la Herrería» (hay que decir que el magisterio de Abramo y las actividades de dicho taller de la MCB resultaron fundamentales para el desarrollo del grabado moderno en Paraguay, si bien este tuvo también otros antecedentes y filiaciones)– cabe comprobarla en la obra de artistas locales que, o bien lo incorporan a su repertorio expresivo, o bien lo utilizan casi con exclusividad. Por citar algunos casos: Edith Jiménez, Olga Blinder, Miguela Vera, María Adela Solano López, Leonor Ceccoto, Pedro di Lascio, Jacinto Rivero, Carlos Colombino.

Por otra parte, la gráfica (junto a otros medios) vehiculizó la introducción y el empleo, desde los sesenta, de diversas corrientes estilísticas (y aun dentro de este lenguaje se ensayaron, asimismo, en ese tiempo y en años posteriores, diversas variantes técnicas). Tales los casos –respectivamente– de la abstracción (Edith Jiménez; la informal primero, en 1960, y luego la geométrica, desde impresiones múltiples, a finales de los sesenta); la xilopintura (Laura Márquez, en 1961, en ocasión del Concurso de Esculturas y Murales para el hotel Guaraní; Carlos Colombino, desde 1965, aproximadamente); o el empleo de objetos reales para conformar la matriz de grabado (Silvestre Ayala, 1966; Osvaldo Salerno, a partir de los setenta).

Dentro del campo del grabado, Schulz empleó diversos soportes y técnicas (xilografía, metal, gofrado). Pero podrían, sin embargo, identificarse –aun de manera preliminar– al menos un par de constantes que, a criterio nuestro, resultarían transversales al conjunto de su producción.

En primer lugar, una preocupación ubicua por los aspectos matéricos; lo que –entendemos nosotros– motivó que no se supeditara a la ideación la concreta realidad físico-material de la obra.

Por ejemplo, la búsqueda y experimentación con formas sintéticas, texturas y valores tonales que caracteriza sus primeras series de grabados (y que, en obras como «Acuático» y «Telúrico», se materializan desde un complejo y sutil tallado de la matriz –ilustración 1–), se sustantiva similarmente en obras posteriores, en las cuales estos mismos valores plásticos no son ya «representados» mediante trazos de gubia o buril, sino que son «presentados» por el propio soporte, que deviene obra en sí mismo (tal el caso –consideramos– de los trabajos realizados por Schulz a partir de pieles –ilustración 2–).

Por otra parte, este énfasis en los valores plásticos (propio, por lo demás, del «espíritu de época» de los sesenta) tampoco supuso una subordinación formalista de lo sintáctico a lo semántico. Según expresó la artista a este respecto: «Jamás he considerado la pintura como un arte de simple juego (…); yo he querido, mediante el dibujo y el color, puesto que estas eran mis armas, penetrar siempre más adelante en el conocimiento del mundo y de los hombres, a fin de que este conocimiento nos libre a todos cada día más; yo he tratado de decir, a mi manera, lo que consideraba lo más veraz, lo más justo (…)».

La contrastación de esto último resulta factible en la serie de grabados «Hainsa» (1965 –ilustración 3–), «inspirada en la tragedia de la guerra del Vietnam, (donde la artista) no utiliza las gradaciones sutiles y los grises intermedios, característicos de su grabado, sino que la organiza desde la oposición tajante de blancos y negros» (Escobar, op. cit., p. 230).

¿INTERPELACIONES?

Lotte Schulz descreía de la generación espontánea: «¡Los únicos autodidactas habrán sido los pintores de Altamira! Siempre aprendemos de alguien o de algo», nos señaló en más de una ocasión.

No obstante, cuando más recientemente le preguntaron qué consejo les daría a los jóvenes que desean iniciar una carrera artística, respondió: «Yo no recomiendo nada. Jamás orienté a nadie. Cada uno tiene que aprender a apoyarse solamente en su columna vertebral. Mientras te apoyás en otro parece que tenés unas muletas y no podes correr. No hay que mirarse en terceros, sino ser uno mismo. Uno tiene que expresar su mirada, tiene que encontrar su línea, su horizonte, para que su obra sea un aporte al arte» (Javier Yubi: «Grabados en la piel, de Lotte Schulz», ABC Color, 9 de abril del 2015).

Pero las contradicciones que podrían albergar ambas afirmaciones de la artista serían solo aparentes, ya que más bien hablan de la necesidad de un equilibrio entre situaciones potencialmente contrastantes: la asunción de las circunstancias en las que se desarrolla la creación artística y la búsqueda de una voz propia dentro de ellas.

Contraste, este, equilibrado y presente en su obra, según sugerimos más arriba, que supo –justamente– incorporar desde necesidades expresivas propias una gran diversidad de referentes formales (e incluso de magisterios) a lo largo de su extenso desarrollo en el tiempo.

Así, retrospectivamente vista, la obra de Lotte Schulz constituye en sí misma un insoslayable referente de la plástica paraguaya desde la segunda mitad del siglo XX hasta años recientes; se conforma en un «hecho historiográfico», por decirlo de ese modo.

Pero, más allá de la obra en sí, la personal y honesta indagación (¿la problematización?) que la alentó nos interpela en el presente; interroga nuestro campo cultural, no infrecuentemente habitado por la trasgresión normalizada, la crítica domesticada y la ruptura (o pseudorruptura) devenida mera y previsible rutina.

* Crítico

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