Membrana

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Un libro está cerrado, luego se abre. Luego se cierra y reaparece en otro; en fragmentos que se han filtrado, que la mirada o un corazón –una inteligencia– permeó para que compusieran la estructura de un raciocinio o las texturas de un discurso imaginativo.

Como ocurre en el país de los libros, la piel de las cosas es un muro franqueable. ¿Es así con todos los muros?

Viajes a otras dimensiones han marcado la literatura desde fechas remotas en Occidente: el viaje y la experiencia de topologías alternas –inclusive aquéllas más allá del mundo posible– constituyen elementos fundantes de un modo de imaginar (véase al propio Odiseo vagando por ínsulas mágicas, departiendo con subjetividades radicalmente otras, no pocas veces femeninas, o enfrentándose a ellas; o a héroes griegos y romanos que buscan explorar el inframundo, combatiendo a guardianes feroces como el Cerbero). Aunque este tópico ha sido explorado indiscriminadamente, en distintas latitudes y en muchas fechas, identificas un momento festivo y caótico del procedimiento imaginativo del topos alterno en la animación dominante estadounidense de los años 80, abundante en portales a otras dimensiones, membranas que conducen a inframundos o de las que, liberados, los héroes muestran su verdadera y poderosa piel. Hacia los 80, pues, te dirigís, porque los 80 han vuelto.

En Wildfire, serie producida por Hanna-Barbera, la reina Sarana, soberana de Dar-Shan, muere poco después de dar a luz a su hija, la princesa Sara. Frente a la amenaza de Lady Diabolyn –su media hermana–, Wildfire [Cavalo de Fogo, en portugués], un caballo parlante y sabio, rescata a Sara, llevándola, a través de un portal en el cielo, hasta un universo paralelo: un rancho en una zona rural de Montana, en Estados Unidos, donde ella será criada por su padre adoptivo, John Cavanaugh. El único recuerdo de Dar-Shan: un medallón brillante con la silueta de un caballo. Años más tarde, Wildfire va en busca de Sara para encomendarle una misión: salvar el reino de Dar-Shan de su maléfica tía y los espectros que la auxilian, y proteger el santuario de los caballos. En el curso de esta serie, Sara se enfrenta a la responsabilidad de cruzar y desarrollar aptitudes para proteger el mundo cuyo cuidado –por herencia– le correspondía; y, eventualmente, se enfrenta con recelo a la posibilidad de dejar atrás su mundo conocido, y abandonar a su padre, hasta el que retorna, a veces de forma insospechada, otras accidentada, cuando cada aventura llega a su fin.

La serie se había vuelto, para vos, un paradigma de la experiencia de frontera, en tantas vías. La canción de abertura en su versión brasileña habla de la dimensión de los sueños, no regida por la lógica del mundo ordinario; un mundo de apariencia exterior –pero dónde están los sueños sino adentro–, del que se podría despertar al mundo ordinario, y volver cuando se soñara; y al que, sin embargo –en adelante–, se podría llegar físicamente, con el auxilio del seductor caballo, en vigilia. ¿Qué habría del otro lado? Entre otras cosas, la posibilidad de ser el reverso de uno –los débiles serán valientes, los plebeyos serán nobles–.

Aunque la experiencia de cruzar se abordó como movilizadora de las tramas unitarias de los episodios de algunas de las series ochenteras, también se hizo énfasis en la versatilidad de las identidades: capaces de transformarse, los cuerpos de los protagonistas y villanos podrían así pasar desapercibidos bajo su otra apariencia, o adquirir potencialidades que su identidad primera no poseía, o prefería ocultar –¿no es también el caso del alienígena Kal-El que pone cuerpo a Clark Kent y fuerza a Superman?–. Se pueden citar, entre otros, la popular animación Dungeons & Dragons [Calabozos y Dragones], coproducción de Marvel Productions, TSR y Toei Animation, basada en el famoso juego de roles: seis adolescentes –Hank, Diana, Sheila, Eric, Presto y Bobby– se embarcan en una montaña rusa, en cuyo trayecto se abre un portal, y son arrojados al Reino, un mundo mágico profuso en personajes clásicos de los juego de rol. Allí reciben armas y dones de parte del Maestro de Magos [o Amo de los Calabozos], un sabio bonachón, para combatir al Vengador, un villano místico y maléfico, que a su vez respondería a una seral que se alude por perífrasis: «Aquél-cuyo-nombre-no-debe-ser pronunciado»; y que sería una entidad con poderes inconmensurables, capaz de operar en todas las dimensiones, y que, con el Vengador por siervo, castiga naciones enteras del Reino, pero también actúa en el mundo ordinario de los amigos perdidos.

Al llegar al Reino, Bobby, el más joven de todos, se encuentra con Uni, una unicornio bebé que se vuelve su mejor amiga. Como en Wildfire –en que el deseo de ubicuidad es una constante–, siempre que los amigos adolescentes encuentran la oportunidad de retornar a casa, deciden quedarse por el bien del Reino, o porque Uni, por alguna razón, no es capaz de cruzar hacia la otra dimensión.

Por su parte, Thundercats retoma el argumento de los alienígenas refugiados en un mundo extraño, una vez que su mundo ha colapsado. En su nuevo hogar, León-O y sus amigos –felinos humanoides en atuendos ochenteros de gimnasio– deben combatir a los Mutantes reclutados por el villano Mumm-Ra, «el inmortal»: cuerpo decrépito, momificado, desesperado por obtener la Espada del Augurio de León-O –una espada fálica que crece con la invocación de su portador, que a través del Ojo de Thundera incrustado en ella es capaz de ver «más allá de lo evidente» y que puede emitir una señal visible para que cualquiera acuda en su auxilio–. Con ayuda de antiguos espectros, Mumm-Ra se metamorfosea en un cuerpo igualmente monstruoso pero vigoroso. Aunque inmortal, este villano es invencible: Narciso reverso, lo que siempre le derrota es el reflejo de su propia imagen, una imagen pavorosa que aquellos que quieren derrotarle solo deben mostrarle.

Así de ochenteros eran también los hermanos gemelos He-man y She-ra, soberanos de Grayskull, que al portar la Espada del Poder y la Espada de la Protección, respectivamente –vaya distribución de cualidades–, y al proferir un conjuro, eran dotados de una fuerza sobrehumana, al servicio de su intelecto y buena moral.

Es cierto que los portales de esos imaginarios infantiles de la cultura de masas, y la flexibilidad de las identidades de aquellos protagonistas, estaba reservada para ciertos cuerpos, no para todos. Atrapados en la diferencia, algunos cuerpos pueden parecer protegidos del embate deformador de la influencia ajena, pero a veces se tiene mucho que perder. Si en estas ficciones llenas de personajes nobles –jóvenes estadounidenses, príncipes y princesas, castas nobles alienígenas–, estos son capaces de cruzar portales hacia otras dimensiones, cambiar de apariencia, revertir su identidad, ¿qué pasa con los mutantes, los cuerpos decrépitos y los indeseados que así osen tal proeza? A ellos les restan la condena y la expulsión.

El presente está marcado por una nostalgia ochentera en términos estéticos –una nostalgia vampírica que absorbe desde escaños de clase particulares los componentes subversivos y marginales de la década feliz, traduciéndolos a marca nobiliaria, traduciéndolos a marca–. Los años 80 terminaron con la caída del Muro de Berlín, y los 80 de hoy son inaugurados simbólicamente con las pretensiones de construir muros. El derrumbe propiciado en aquella década –un derrumbe que había comenzado bastante antes– era también el de las verdades, las grandes verdades, las meta-verdades. Esta erosión presenta ahora nuevos visos a la luz del neologismo posverdad, que se asocia al discurso de Donald Trump: los significados ya no estarían amarrados a significantes de modo estable y cristalizado, y muchos andarían vagando por doquier. Ya no importan los hechos ni su comprobación, basta con la afirmación primera para que esta circule, mientras la fuente se evanesce. (Aunque en boga ahora, bajo el nombre de este neologismo, la idea no es nueva. Así te lo señala Montserrat Álvarez, sugiriendo que ya Trasímaco interrumpía el diálogo socrático acusando la manipulación de la verdad. Los sofistas también eran imputados por dicha manipulación: convertir mentiras en verdades y verdades en mentiras. Y antes del neologismo, Jacques Derrida indagaba con profundidad en las nociones de verdad y mentira, sugiriendo sus fronteras inestables en su Historia de la mentira: Prolegómenos, y dice: «Se puede decir lo falso sin mentir, pero también se puede decir la verdad con la intención de engañar, es decir mintiendo»).

Antes que optimista, este caos de significados no se presenta como revolucionario; sin verdad mínima, sin certeza alguna, el horizonte puede resultar pesimista: quizás no estamos viviendo el derrumbe de esa certeza que salió airosa de las crisis modernas, el capitalismo; quizás estemos presenciando los síntomas de una «contrarreforma» que podrían revelarnos sus facetas más perversas.

Quizás aferrarse a verdades residuales –aunque con la actitud más crítica– pueda tener apariencia de conservadurismo, pero en la hora de la inundación sea la tabla que nos salve la vida. Asimismo, ¿qué verdades preserva intactas la autoridad? ¿Por qué, por ejemplo, en la era de la posverdad difícilmente se habla de «posnacionalidad» y, por el contrario, el nacionalismo se exacerba?

Como diría Doc Brown –personaje de Back to the Future (1985)–, en un mensaje emitido el 21 de octubre de 2015, «el futuro es ahora, y es distinto de lo que nos imaginábamos». La ficción siempre ha sabido profetizar esta decepción frente a la evolución del tiempo, a veces con décadas de antelación.

Pero el Mercado también es veloz: si la realidad se presenta en desintegración, la tecnología crea realidades virtuales prontamente absorbidas y capitalizadas por el Mercado. Si la consigna es combatir los muros, la cerveza Corona lanza la campaña «Desfronterízate», como robándose, reduciendo y simplificando ese tono del discurso de Gloria Anzaldúa cuando dice: «Esta tierra fue mexicana una vez, / fue india siempre / y es. / Y volverá a serlo».

* Escritor

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