Premio AICA/Paraguay

Generalmente, se da por sentado que los premios artísticos son beneficiosos por definición. Pero ¿es tan simple el asunto? Sin negar lo plausible de estas iniciativas, ¿desde qué posiciones, y según qué criterios, las instituciones culturales legitiman (o no) la producción simbólica de una sociedad?

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La sección local de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA/Paraguay) instituyó a finales del año pasado un premio a la mejor exposición individual.

La obra distinguida en esa ocasión –«Telepromter», de Ruth Estigarribia– consistió en la transcripción de equívocos o frases «políticamente incorrectas» (llamémoslas así) formuladas por el Primer Mandatario de la República, que fueron pintadas en los muros de las precarias viviendas que actualmente se ubican en las plazas del congreso a consecuencia de la crecida del río Paraguay.

Y en principio cabría ver en esta primera edición del premio un hecho doblemente positivo. Por un lado, porque iniciativas de esta naturaleza pueden constituir un estímulo a la producción artística local. Y por otro, porque cabe considerarlo como un indicio de que la AICA local intenta superar la condición catatónica (o poco menos) en la que se encontraba sumida de unos años a esta parte, al menos en lo que respecta a la generación de actividades institucionales propias.

LINNEO Y EUCLIDES

Pero, al margen de estos aspectos innegablemente plausibles, pensamos que esta primera edición del premio planteó, paralelamente, cuestiones problemáticas que aquí cabría abordar, aunque más no sea sucintamente, a modo de sugerencias (o de aportes, quizás) para futuras ediciones del mismo.

Previamente, sin embargo –por aquello de explicitar el lugar de la enunciación–, debemos aclarar que en esta cuestión somos parte interesada. O, mejor: parte desinteresada, ya que, si bien como miembros de la AICA hemos insistido por años en la realización de este premio, debemos confesar que tanto el sesgo de la propia convocatoria como su posterior confirmación, dada por las bases y condiciones del concurso, prudentemente nos previnieron de aceptar la gentil invitación de los colegas a integrar el jurado.

Lo anterior, dado que –por ejemplo– difícilmente podríamos dar la talla en un concurso de complejidad conceptual tal que sus bases y condiciones establezcan que, para premiar a la «mejor exposición individual del año 2015 realizada en el país» (…), se consideraría «únicamente la obra del artista, (y) no la curaduría».

Pero, dejando de lado esos «furcios» (aunque escritos, no menos notorios que los verbales puestos en escena por la obra galardonada): ¿Se premió una exposición, según establecían las bases y condiciones?

Esto podría resultar discutible, a pesar de que, según entendió el jurado, «La obra –emplazada fuera del circuito institucional y/o comercial del arte– trabaja literalmente el concepto mismo de “exposición”, entendido este como un “poner a la vista”».

Pero con ese criterio la obra distinguida pudo haberse evaluado también como una «revelación» (ya que revela la naturalización de la pobreza en el país). O como una «interrupción» (ya que interrumpe la lógica habitual de lectura de un espacio público y de los objetos en él emplazados)… O aun como un «striptease» (ya que des-viste/desnuda las asimetrías sociales existentes en el Paraguay).

Ciertamente: siempre resultará factible forzar la semántica al punto de incurrir en aquella paraguayísima «manía etimológica» hace ya décadas señalada por Rubén Bareiro Saguier. Pero ¿qué tan útiles resultarían estas contorsiones javanesas retóricas a la hora de ofrecer a las obras de los artistas participantes criterios valorativos medianamente operativos? ¿No resultaría más claro premiar una obra, a secas, sin tanto derramamiento de medulares conceptos? (y por cierto: una buena obra en este caso, al punto que muchos –y nos incluimos en ese adjetivo plural– vieron a «Telepromter» como ganadora de facto –digamos– del premio Matisse de este año).

Y aun aceptando que se haya tratado de una exposición: ¿es posible premiar (una) «mejor exposición individual»? Porque, tratándose de exposiciones (aun individuales), difícilmente se aplicaría a ellas la binominalidad taxonómica prescripta por el sistema basado en Linneo. Y en ese sentido la categoría «mejor exposición individual», a los efectos de distinguir operativamente una «especie», resultaría –justamente– del mismo grado de especificidad que el objeto de estudio de un ensayo que se titulase Sobre Dios y su época.

Porque exposiciones (aun individuales) las hay de muy diversas características: de artistas emergentes y consolidados; activos y fallecidos; retrospectivas de largo plazo (históricas); retrospectivas modernas y contemporáneas, etc. (y esto sin entrar siquiera a considerar la cuestión, no menor, relativa a los diversos soportes de las obras a ser evaluadas)

¿Habría entonces no poca sinrazón en pretender establecer una relación valorativa/jerárquica entre términos que no necesariamente resultan similares? (Al menos si nos atenemos al concepto euclidiano de razón como «comparación cuantitativa entre dos cosas de la misma especie (en tanto que) si tomamos una de ellas como unidad obtenemos la medida de la otra»).

De allí: ¿resultaría razonable tomar una exposición como «unidad» para obtener la «medida» de otra? ¿Resultarían acaso comparables muestras de carácter tan distinto como la retrospectiva de fotografías de Klaus Henning (ICPA, 10/2015); la de pinturas recientes de Enrique Collar (galería Hepner, 11/2014); la individual-biográfica de Lotte Shulz (CCR Cabildo, 05/2015); la retrospectiva de Marcos Benítez; la de dibujos a esferográfica de Víctor Candia y la –también retrospectiva– muestra de Mabel Arcondo, notable artista fallecida hace décadas (CAV, 2015)? Y esto solo por citar algunos ejemplos.

¿«CUALQUIER VERDURA»?

Aunque tal vez no resulte necesario pedir socorro a Euclides o a Linneo para discriminar estas cuestiones básicas: el menos avispado verdulero o frutero de barrio nos tomaría a broma si le pidiésemos que discriminara jerárquicamente naranjas de mandarinas, dado que sus prestaciones no resultarían comparables; y aun atendiendo a que –efectivamente– ambas son a un tiempo frutas y cítricos, y aun atendiendo a que ambas aportan vitamina C.

Lo anterior llevaría finalmente a bocetar otras preguntas que quizás podrían hacer a la cuestión de fondo de este premio (en sí mismo, potencialmente positivo, según se dijo); y, si bien no podríamos aquí responderlas, tampoco cabría omitirlas. Entre otras: ¿qué mensaje o retorno está enviando la institución organizadora a la labor de los artistas y gestores culturales locales? Y en cuanto a la «funcionalidad» del premio en relación al campo cultural: así planteado, ¿este operaría prioritariamente en la esfera de la legitimación (y, por tanto, de la autolegitimación) antes que al nivel de la producción artística propiamente dicha? Porque ¿en base a qué parámetros una institución prestigiosa –al menos nominalmente– como la AICA/Paraguay legitima la producción simbólica de nuestro medio? No vaya a ser (y esperamos que no lo sea) este el caso de recaer en lo que advierte aquel antiquísimo lugar común: «quien no sabe lo que busca, no entiende lo que encuentra».

* Crítico

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