¿Qué enseñan las guerras?

¿Es lícito seguir pensando los pergaminos de una nación en los términos del imaginario patriótico alimentado por episodios como la Batalla de Curupayty, en Paraguay, o la Guerra de las Malvinas, en Argentina?, plantea el historiador Federico Lorenz (Buenos Aires, 1970)

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PRO PATRIA MORI

Hace ciento cincuenta años que las fuerzas argentinas sufrieron en Curupayty una «derrota gloriosa». Lo escribo no porque lo piense, sino porque de esa manera fue evocada. La abrumadora mayoría de muertes aliadas fue el precio de la flamante unidad nacional. Y esa derrota, y, por extensión, esa guerra, tiñeron el imaginario nacional argentino, en particular de sus fuerzas armadas, que diez años después terminaron de sellar su historia épica con la «Conquista del Desierto», la ocupación de miles de kilómetros mediante el exterminio y la expulsión de los pueblos originarios. En el arco que va desde las Guerras de Independencia hasta esa fecha, los contemporáneos, y décadas de escuela pública, forjaron una imagen patriótica nacional en la cual el ejército era el pilar de las virtudes tanto cívicas como militares.

El valor simbólico de Curupayty se ve, por ejemplo, en Su mejor alumno (1944), la película de Lucas Demare sobre la vida del presidente Domingo F. Sarmiento (1811-1888), cuyo hijastro, Dominguito, murió en las trincheras de Curupayty. La película se demora en ese episodio. Vemos al joven oficial morir al frente de sus hombres tras tomar la bandera celeste y blanca de manos de un caído y atacar las trincheras paraguayas. Probablemente no haya metáfora más poderosa que la muerte de este joven, hijo adoptivo del presidente que más hizo por la educación pública argentina, para ver el valor simbólico que las guerras tuvieron en la conformación de los estados modernos.

El «dulce et decorum est pro patria mori» romano fue el credo laico de los estados modernos. Como destaca Ernst Kantorowicz en Los dos cuerpos del rey, «morir por el cuerpo místico político tenía sentido, cobró sentido, cuando se consideró igual, en cuanto a valoración y consecuencias, a la muerte por la fe cristiana, por la Iglesia, o por la Tierra Santa». En ese proceso, ganó espacio la idea de sacrificio: la muerte en batalla como máxima entrega en la defensa de los valores patrios, al tiempo que ejercicio de los derechos cívicos. Eso, además, daba un sentido colectivo a las muertes, y ofrecía vías de elaboración del duelo individual. En ese esquema, los soldados-ciudadanos mueren en defensa de una comunidad que a su vez los toma como modelos tanto de las virtudes cívicas como de las militares.

Por eso Curupayty, para los argentinos, fue una derrota «gloriosa». Los valores inculcados en los miles de muertos (a juzgar por aquellos que dejaron testimonio, no podemos ignorar que el grueso de los combatientes ese día no sabía ni leer ni escribir) habían vencido. Con su muerte, triunfaron: los cuerpos sembrados en el campo de batalla reforzaron el relato épico nacional.

EXPERIENCIA

El modo de estudiar las guerras ha cambiado mucho. Sin embargo, aún hoy el sentido común, inclusive el de muchos investigadores, lo asocia a descripciones de armas, batallas, cuestiones técnicas y diplomáticas, forma de reconstrucción histórica que se apoya en lo anecdótico y alimenta ciertos usos públicos del pasado visibles también en la enseñanza de la Historia y las conmemoraciones nacionales. Aunque cuestionada desde lo académico, la épica bélica tiene gran vigencia popular.

El giro decisivo en la forma de estudiar las guerras deriva del impacto cultural de las grandes catástrofes del siglo XX. Somos hijos de una época emergente de Auschwitz y de dos guerras mundiales. El caso argentino, como el de otras naciones hermanas, está marcado además por la experiencia del terrorismo de Estado. Nuestras sociedades han construido una imagen pacífica de sí mismas que oscurece el hecho de que las guerras y las violencias fueron legitimadas y naturalizadas en otros momentos de la historia (inclusive por ellas mismas).

Pese a este autoconvencimiento de que somos más pacíficos que nuestros antepasados, todas las sociedades han aceptado y legitimado distintos grados y formas de violencia sobre otros seres humanos, y justificado muertes propias y ajenas en función de distintos fines colectivos: la revolución, la fe, la independencia, la patria… Esas justificaciones históricas que dan sentido al sacrificio son constitutivas de la experiencia de guerra. Después de las muertes masivas, parecería no haber épica posible. Y eso, desde el punto de vista de las memorias de la guerra, es un problema. Porque si algo alimenta los relatos bélicos es precisamente esa estructura narrativa.

Lo vivido en el campo de batalla es lo que da sentido, en el recuerdo, a la sobrevida de los combatientes. Pero es intransferible. Como apuntó Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: «Nosotros –y este nosotros es todo aquel que nunca ha vivido nada semejante a lo padecido por ellos– no entendemos. No nos cabe pensarlo. En verdad no podemos imaginar cómo fue aquello. No podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es la guerra; y cómo se convierte en normalidad. No podemos entenderlo, no podemos imaginarlo. Es lo que cada soldado, cada periodista, cooperante y observador independiente que ha pasado tiempo bajo el fuego y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado, siente con terquedad. Y tiene razón».

A partir de esta idea, no hay muertos mejores que otros. En el plano de las vidas individuales, no es posible. Sin embargo, es lo que sucede todo el tiempo cuando las diferentes comunidades –nacionales, regionales, locales– los inscriben en un relato histórico. Quizás, el que los llevó a morir. Muy probablemente, uno nuevo, que podría ni siquiera parecerse a las ideas que llevaron a los hombres a tomar la decisión de combatir, si es que pudieron hacerlo.

Ciento cincuenta años después, los muertos paraguayos, argentinos, uruguayos y brasileños son polvo en el polvo. Pero no las memorias que con su sacrificio se tejieron ni las consecuencias sociales y políticas de la guerra.

¿NUEVAS ÉPICAS DE LA PATRIA?

Durante décadas, los argentinos aprendimos una historia que se apoyaba en un relato épico militar. A tal punto, que se superponía a la historia nacional y a las biografías de los presidentes. De niño siempre me asombró que hubieran podido ser tantas cosas a la vez: abogados, comerciantes, políticos y, por supuesto, militares. El peso simbólico de la guerra y los héroes en la escuela pública argentina persistió por décadas, persiste aún: deben ser pocos los que nunca se disfrazaron de granaderos o patricios en un acto escolar, o reprodujeron para lo que parecía la eternidad alguna frase célebre de San Martín o Belgrano en sus aniversarios. Las virtudes militares, encarnadas en los próceres, eran el modelo de las virtudes civiles.

Leemos a Domingo Sarmiento, en la vida del caudillo Aldao: «¿Qué nos pedirían para saber si éramos nación? ¿Gloria? ¡Bastaría trazar con la vista un círculo en el horizonte: el Brasil, Chile, Perú, Bolivia y los bárbaros del sur; cuan grande es la América que nos rodea, por todas partes están nuestros trofeos y nuestros huesos! ¿Instituciones, luchas de ideas y principios, de civilización y de barbarie; de libertad y de despotismo? ¡Venid y recorred nuestro suelo; a cada legua un campo de batalla; en cada charco de sangre una idea que ha sucumbido para levantarse en otra parte!»

Es lícito preguntarse si los pergaminos de una nación deben seguir pensándose en esos términos. Sobre todo a la luz de nuestra historia reciente. Un quiebre radical en el imaginario patriótico alimentado por episodios como Curupayty se debió a la marca del terrorismo de Estado que vivió Argentina entre 1976 y 1983, ejercido por hombres de armas sobre su propia población y en nombre del mismo repertorio patriótico nutrido de imágenes bélicas heroicas en los campos de batalla paraguayos, chilenos, en todos los escenarios donde las armas argentinas tuvieron algo que decir, y fueron muchos.

La particularidad argentina es que en 1982 fue a la guerra por las Islas Malvinas contra Gran Bretaña, que las ocupaba desde 1833. Su derrota tenía todo para ser un nuevo Curupayty: los soldados argentinos lucharon contra terribles adversidades climáticas y contra un adversario superior (también, hasta donde sé, la épica paraguaya de la Guerra de 1865-1870 realza las desventajas materiales y logísticas frente a sus adversarios). Los veteranos de guerra argentinos aún luchan por lo que llaman su «reparación histórica». No fue posible, en términos sociales, inscribir la guerra en las islas en los tópicos clásicos con los que otras guerras habían sido contadas y transmitidas.

Si la idea central que orienta los estudios sobre las guerras es revalorizar la experiencia en sus varios aspectos (cultural, social, político), hay allí una posibilidad de dar sentido a tantas muertes, las de 1866, las de 1982, tantas otras. De incluirlas en un relato histórico que articule esos sacrificios en el largo camino de construcción democrática de nuestras naciones. Probablemente cuando eso suceda no habrá, efectivamente, muertos mejores que otros.

* Cuatro veces más en número que los combatientes paraguayos, veinte mil soldados aliados comandados por el general argentino Bartolomé Mitre atacaron la fortaleza de Curupayty, respaldados por barcos y artillería del ejército brasileño, el 22 de septiembre de 1866.

* República Argentina, director del Museo Nacional Islas Malvinas Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

* Todas las ilustraciones de esta edición del Suplemento Cultural pertenecen a la serie de cuadros sobre la Batalla de Curupayty, ciclo narrativo realizado por el pintor Cándido López entre 1893 y el año de su muerte, 1902.

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