Roque Centurión Miranda, verdadero creador del teatro paraguayo

En la esquina de las calles Estados Unidos y República de Colombia, casi en el corazón de la ciudad de Asunción, encaramada sobre un promontorio a modo de ciudadela, allí está todavía la enorme casa –escondida y triste– que parece un barco encallado en la cumbre de una pequeña selva exuberante, astillero silencioso de árboles, sostenida por carcomidos muros de ladrillos y piedras fortificadas, la casa en donde vivió su larga vida de escritora solitaria doña Josefina Plá hasta el día de su muerte. Allí se yergue todavía en medio del tráfago de los colectivos y los automóviles, como despertando de un letargo de siglos con su peculiar y desafiante fisonomía mostrando aún una humilde grandeza. Es como mirar la cara de otra época, porque el aire que domina a las construcciones modernas contrastan con la soledad y la tristeza que la embargan.

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En aquel reducto austero, muchas gentes tuvieron el privilegio de charlar con ella, de recibir sus enseñanzas, sus consejos. Ella estaba ahí, en su vasto reino de pesadumbre; lo sabíamos porque de noche veíamos una luz amarilla en su ventana y en los patios, que parecían de navegación a través de las ventanas del lado de la calle, o la descubríamos en la penumbra de su viejo corredor en donde se refugiaba (esa impresión de irrealidad y de serenidad es mejor recordada por mí en una historia o símbolo, que parece haber estado siempre conmigo); su vida seguía, publicaba sus notas, sus libros, daba charlas.

Enseñaba, desde el limbo de la gloria, de viva voz y de cuerpo presente a cualquier hora y a distintos alumnos o discípulos con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, visitada por periodistas, escritores, poetas y artistas plásticos que pedían de su boca un consejo, y escritores noveles y algunos aduladores impávidos que la proclamaban “La vaca sagrada”, mientras escribía y leía rodeada de sus gatos, protegida por la sombra tranquila y la lealtad de perro de Marciano Solís, su secretario y mecanógrafo y amanuense de toda la vida.

Roque Centurión Miranda, maestro de la escena nacional

Un jueves 31 de enero de 1980, estábamos en esta casa donde vivía Josefina Plá, la prolífica y grande poeta y escritora, cuando se cumplía el vigésimo aniversario de la muerte de Roque Centurión Miranda, actor, director, autor y maestro de la escena nacional, cuya labor sigue en pie y a su luz se continúan forjando todas las facetas de una vida teatral rica de contenido.

—Ah, daría cualquier cosa por volver a la época en que trabajaba con Roque Centurión Miranda, por escribir con él nuevas obras teatrales –decía Josefina Plá, secándose el sudor de la cara con una toalla–. Él sí que era un hombre talentoso… Un talentoso de verdad, generoso y honesto a carta cabal… Sé que no se puede regresar al pasado… Todo lo que quiero es volver a aquellos tiempos.

Y agregaba:

—Roque Centurión Miranda fue mi colaborador, o yo su colaboradora, o los dos colaboradores recíprocos, en autoría teatral y en promoción y dignificación de la cultura escénica. La colaboración de autoría duró doce años (1932-1944); descontando cuatro años de ausencia mía en el exterior.

La promoción de un teatro nacional duró desde 1928 hasta la muerte de Centurión Miranda en 1960, aunque hubo interregnos como el antes mencionado. Continuó pues, aún clausurada la colaboración literaria: alcanzó una parte de sus objetivos con la fundación por la Municipalidad de la Escuela de Arte Escénico que había sido el objetivo de esa campaña promocional señalada por actos casi exclusivos como la labor de PROAL (1938-1939) y La voz cultural de la Nación (1941). La tarea de promoción de valores escénicos como instrumento y expresión cultural siguió con intermitencias después del fallecimiento de Roque Centurión Miranda hasta 1972.

“Roque Centurión Miranda fue mi colaborador, repito. Para que ello fuese era preciso que haya asignado un valor a conocimientos y ciertamente creo que su colaboración como autor me fue útil; no sé si para él lo fue la mía. Respecto a su actuación como director, a menudo no estuve de acuerdo con él en método o en orientación; o interpretación de obras (yo en secretaría asesora), discutíamos con frecuencia y nunca llegábamos a un acuerdo.

“En colaboración con Roque Centurión Miranda escribí Episodios chaqueños, Desheredado, La hora de Caín, María Inmaculada, Aquí no ha pasado nada, Un sobre en blanco o Paréntesis, La huella y Pater familias. Y finalmente, siempre en colaboración con él, escribí Porasy, libreto de ópera en guaraní en cuatro actos con un prólogo y un epílogo y música del compositor checoeslovaco Otokar Platil. Después de escribir casi una docena de obras teatrales, adquirí oficio en el arte de crear personajes, tramas y suspensos. Descubrí de la mano de Roque Centurión Miranda, hombre avezado de teatro, los secretos de ese mundo fascinante. Mientras escribía estas obras, la pluma corría entre mis manos; verdaderamente escribía a ‘vuela pluma’, como se dice en la jerga.

“Me envicié con las piezas teatrales, pero tuve que dar un vuelco en mi escritura, ya que lo que producía iba a parar a un cajón, y muy poco llegaba a representarse. Montar una obra teatral en el Paraguay, y más en aquellos tiempos, era difícil, por no decir imposible. Los decorados, la escenografía, contratar actores, cuesta plata. En fin, me sirvió como experiencia y enriqueció mi espectro intelectual”.

La vejez

Entonces Josefina se levantó y fue hasta la cocina, y volvió con unos pedazos de corazón e hígados para los gatos, y sobre la misma mesa donde escribía puso unas hojas de diarios y papel de estraza, y los cortó ensangrentándose las manos y parte de la abastada mesa, que le servía de escritorio y de sitio en donde almorzaba y comía. Luego repartió los trozos a las docenas de gatos que coparon el lugar con sus saltos y maullidos. Después tomó un trapo y limpió los restos de sangre aguaza y siguió hablando con nosotros como si nada.

Había en la casa, repito, un olor rancio, especialmente fuertes olores a orina de gatos, cosas en descomposición. Entre los muebles antiguos, descoloridos y desvencijados y trastos incomprensibles habitaba Josefina, encorvada, cuyos ojos brillaban cuando le preguntábamos por Roque Centurión Miranda, con quien en algún momento de su vida la relacionaron –las malas lenguas– sentimentalmente. Qué luctuosa debe ser la vejez, cuando todos los conocidos, amigos y enemigos ya han muerto y ella se queda a solas con su cuerpo enfermo y encorvado como aquellas ramas de las viejas vides. En su casa, en ese momento, hablábamos de Roque Centurión Miranda.

—A menudo me pregunto si habrá vida después de la muerte –decía Josefina, mientras se sacaba restos de sangre de las manos con un trapo–. ¿Estará Roque Centurión Miranda esperándome allá arriba para que sigamos escribiendo juntos obras teatrales? De haber otra vida en el más allá, haría lo mismo que hago aquí: escribir… El dúo que formábamos con Centurión Miranda no se volvió a repetir, y creo que no se volverá a repetir. Lo nuestro fue hermoso, lírico y revolucionario para el tiempo que se vivía en Asunción.

“La sociedad paraguaya de aquellos tiempos no me perdonaba que me comportara con la libertad que lo hacía, y menos que menos trabajar en radio y en teatro con un hombre comprometido con otra mujer sentimentalmente. Ya se puede imaginar cómo me motejaban. Yo era viuda y no tenía que rendir cuentas a nadie…”.

Roque Centurión Miranda nació en Carapeguá, el 15 de agosto de 1900. Su madre, con esa plena fe en el santoral, propia de la época, bautizó al recién nacido con el nombre de San Roque, el peregrino de Dios, y con el de María, impetrando, con ello, el maternal cariño de la Bienaventurada Virgen María, madre de la cristiandad y Patrona del Paraguay. Años después, sus padres se trasladan a la capital para que el adolescente prosiguiera sus estudios superiores en el Colegio Nacional de la Capital.

Atraído por el fútbol, se alistó en las filas del Club Guaraní, cuya bandera deportiva defendió con altiva caballerosidad.

“Roque Centurión Miranda –nos contaba Manuel E. B. Argüello– usaba los cabellos largos de bohemio, echados hacia atrás, que durante el juego le caían sobre el rostro. Risueño, gentil, delgado, su porte chacotón ponía una nota festiva en ciertos pasajes de los partidos que jugaba. Guaraní lo contó entre sus mejores figuras”.

El método de Stanislavsky

Premiado con una beca del Gobierno, por sus dotes artísticas, viaja a Europa para desarrollar y perfeccionar su vocación escénica. Empapado de lo mejor del hacer teatral europeo, retorna al país con la esperanza de verter sobre la escena nacional los conocimientos adquiridos. Si bien excelentes pruebas de su dominio del método de Stanislavsky dio a lo largo de diez años de clases, de ensayos, de puestas en escena, de interpretaciones, viene a confirmar aún más tal eficiencia la anécdota que paso a contar a continuación y tal como fuera contada por Manuel Ortiz Guerrero, uno de sus protagonistas, a un músico paraguayo que, a su vez, la repitió en sucesivas oportunidades, llegando de este modo a conocimiento de Manuel E. B. Argüello y este me lo volvió a contar a mí. Fue así: A poco de regresar Roque Centurión Miranda de Europa fue a visitar al poeta Manuel Ortiz Guerrero. Este, luego de los saludos del caso, le dice: “Centú, mbaéiko la reestudiavaekue la Európape. Ehechukamina oréve”. Centurión Miranda miró a los presentes con una leve sonrisa, y se alejó unos pasos y luego de un silencio empezó a recitar Los motivos del lobo, el bien conocido poema de Rubén Darío, que nos narra poéticamente el diálogo mantenido entre el seráfico San Francisco de Asís y un lobo. “Ko Centú –decía luego Ortiz Guerrero al contar a sus amigos la anécdota– ja itarovaitéma. Por momentos era San Francisco, era él, yo lo veía, estaba allí, y de pronto se transformaba en el lobo… pero si hasta espuma salía de su boca”.

Ortiz Guerrero fue un poeta, no actor, no tenía porque conocer los métodos interpretativos, pero las transfiguraciones sucesivas de Centurión Miranda nos dicen a las claras que no estaba haciendo otra cosa que la de cumplir con uno de los principios básicos del método de Stanislavsky: que el fuero interno del personaje, clarificado, salga al exterior trasuntado con precisión de detalles en la voz, en el rostro, en el cuerpo del actor.

“Quienes fuimos alumnos de Roque Centurión Miranda –nos lo recordaba en una de nuestras habituales charlas Manuel E. B. Argüello– le vimos y oímos recitar Los motivos del lobo y, efectivamente, era por momentos San Francisco y por momentos el lobo, y por eso, también, comprendo muy bien el asombro de Ortiz Guerrero”.

—¿Usted lo vio y oyó recitar a Roque Centurión Miranda Los motivos del lobo? –se le preguntó a Josefina.

—Lo oí recitar no solo ese poema, sino los poemas de Ortiz Guerrero, de García Lorca, de Rafael de León, de Machado –dijo–. Era un verdadero maestro de la escena y de la interpretación. Se posesionaba de tal manera que, a veces, parecía un enajenado. Una vez, recuerdo, ante unos alumnos de la Escuela de Arte Escénico, hizo el papel de Hamlet, la escena de la calavera, y verdaderamente estábamos ante el príncipe de Dinamarca. Poseía un don especial.

“La Escuela Municipal de Arte Escénico, esto hay que recalcarlo, se fundó gracias a su impulso, tesón, tozudez y talento y sacrificio –siguió Josefina–. Era el director y además dirigía y actuaba. Y no solamente eso, fue uno de los primeros, entre otros actores paraguayos, en trabajar en cine. Filmó varias películas: Codicia creo que fue la primera que se hizo en el Paraguay, allá por 1955, si la memoria no me falla. En esta película estuvo al lado de Jacinto Herrera, nada menos, otro excelente actor. También participaron de ella Ernesto Báez, Leandro Cacavelos y una actriz joven, Sarita Antúnez”.

Un hombre de teatro

—También trabajó en El trueno entre las hojas –le apuntamos.

—Es verdad. Compartió cartel con la pechugona Isabel Sarli. El director de la película fue el famoso Armando Bo… También actuó allí el cómico nacional Ernesto Báez. Luego hizo otra… –Josefina Plá buscó en su memoria y luego dijo: —Actuó en La sangre y la semilla, al lado de la excelente actriz argentina Olga Zubarry. Después hizo otras películas que ahora no recuerdo sus nombres. Pero, fundamentalmente, Roque Centurión Miranda era un hombre de teatro, del teatro de verdad. En mi modesta opinión, era mejor actor que dramaturgo, aunque algunas de sus obras son buenas.

Se quedó en silencio un buen rato, luego prendió un largo y perfumado cigarrillo y le dio una chupada.

—Es un vicio, lo sé –decía–. Aunque no lo crea, me calma los nervios. Yo no los compro casi nunca. Fumo los que me regalan. Es un modo de dejarlo.

Y expulsó el humo con un raro placer, tranquila. Después entornó los ojos y volvió a guardar silencio. Al rato dijo:

“El teatro es magia, tiene duende, como decía Lorca. Escribir una pieza teatral, para mí –no sé si a Centurión Miranda le pasaba lo mismo–, es apasionante y hasta que no se termina de escribirla uno vive en una suerte de trance, de estado crepuscular por los personajes que rondan, se imponen y se encarnan. En cambio, escribir poesía es distinto. Lo mismo que escribir un cuento. Creo que en el teatro y la poesía hay una relación muy profunda, y muchos poetas que yo admiro han hecho teatro, y muchos dramaturgos que yo admiro, el que más, Shakespeare, han sido poetas. Así que a mí me gustó mucho escribir y hacer teatro. A pesar de la poca oportunidad que tuve, lo hice; para hacer teatro hay que tener público, hay que tener actores, y yo los tuve. A mí me gustó mucho escribirlo y hacerlo. Cada género, creo yo, tiene su ritmo y su tempo.

“Roque Centurión Miranda ha practicado durante toda su vida, ordenada y seriamente, la observación del comportamiento de las personas; nada retenía tanto su atención como escuchar hablar a la gente, observar sus gestos, sus tics y su manera de reír. Sin temor a error, se lo puede calificar como el psicólogo más eminente de todos los tiempos; como el mejor técnico de las almas. Centurión Miranda, al hacer ‘psicología’, buscaba el alma de las personas para luego volcarlos al teatro, llevarlos, primero dentro de él, y luego sacarlos a relucir en la composición de un personaje determinado. Era una suerte de eterno buscador de comportamientos humanos. Nunca se consideró un artista, sin embargo, se enfrentó con sus obras, con su trabajo teatral, con la abnegación de un Baudelaire o un Flaubert. Si creaba personajes, lo hacía para conocer mejor la vida y hasta sus viajes los hacía como un Humbolt, es decir, como investigador, no como un turista que pasea para disfrutar de los paisajes. Lo mismo le pasaba con el teatro, ya lo he dicho; se dedicó a él como lo haría un sabio, como su asunto principal; siempre buscando adquirir conocimientos con esa afición penetrante, casi atormentada, si se quiere de un Niestzche, con ese anhelo de justificación o acusación étrica, como Tolstoi. Por eso, en todas sus aficiones, en todos sus esfuerzos, flotaba siempre como un aire triste y placentero, algo alegre e ingrávido, algo, en fin, que tenía la ligereza y al mismo tiempo la avidez de la llama”.

Josefina Plá guardó de nuevo silencio. Notamos que cuando estaba callada, el párpado izquierdo se le sacudía con un movimiento casi imperceptible que le hacía temblar el ojo. Ahora, una honda arruga se le marcaba en la frente.

—¿Cuándo y cómo nació verdaderamente el teatro en el Paraguay? –le preguntamos.

—Ya en 1544 se da en Asunción la primera y accidentada representación, autosacramental injerto de sátira, que es también la primera farsa sudamericana. Pero la continuación no justifica tan auspicioso comienzo. En la etapa jesuítica se dieron autos, loas, pequeñas óperas. Hubo poco teatro en la colonia y no de producción local. En 1800, se representa en Asunción La vida es sueño y, en 1804, Tancredo. Ambas costeadas por el Cabildo. Para mí, los mismos factores que influyeron negativamente en la narrativa y la poesía incidieron en el teatro.

La marca de fuego

“En la época de don Carlos Antonio López, se incluye al teatro en el plan cultural. Bermejo es uno de los primeros autores (el maestro español del poeta Talavera). Con la guerra desaparece todo y a fines de siglo aparecen de nuevo los primeros balbuceos”.

Hugo Rodríguez Alcalá, por su parte, apunta: “La primera obra teatral de autor paraguayo se iba a estrenar a comienzos del siglo siguiente. Se trata de La cámara oscura, del poeta Alejandro Guanes. El estudio del teatro paraguayo es tarea difícil, porque la mayoría de las obras no se han publicado o se han perdido. Josefina Plá afirma que en los últimos cien años deben haberse escrito más de doscientas”.

“En la etapa modernista, la producción teatral aparece más consistente –seguía Josefina–. Integran esta camada: Leopoldo Centurión (el narrador de CRÓNICA), Miguel Pecci Saavedra, el doctor P. J. Caballero, Facundo Recalde, Arturo Alsina, Luis Rufinelli y Gabriel Casaccia (el novelista). Casaccia escribe en el 32 El bandolero. Recalde cultiva la comedia. Alsina, argentino pero perteneciente al teatro paraguayo, logra éxito con La marca de fuego, Flor de estero y El derecho de nacer. Influido por Ibsen y Pirandello, no ha sido muy bien tratado por la crítica.

“Entre los defectos del teatro paraguayo se mencionan: el predominio del diálogo sobre la acción, la retórica, una concepción funcional y melodramática. En compensación se observa dignidad escénica y aspiración humanista.

“Con la Guerra del Chaco sobreviene la ascensión del teatro en guaraní a la escena de la mano de Julio Correa. Este autor logra llevar la vida del pueblo con autenticidad al tablado. Del 33 al 46 eclipsa a los autores de lengua española. Su teatro es de denuncia, contundente. Allí también estábamos nosotros… Roque Centurión Miranda y yo.

“El intelecto flexible de Roque Centurión Miranda no necesitaba agarrar las cosas, apretarlas y romperles los huesos para engastarlas en un sistema: sus análisis iban acompañados de la sorpresa agradable del descubrimiento o de un encuentro casual alegre. El ansia de botín, de adquisición de acontecimiento, era demasiado elevado para perseguir hasta la muerte sus conocimientos con el lazo o con la jauría de los argumentos, y arrastrarles después afanosamente y jadeante como se hace con la caza. Le gustaba además el feo oficio de estar continuamente destripando los hechos y rebuscando, observando, sus intestinos como un arúspice (un sacerdote de la antigua Roma que examinaba las entrañas de las víctimas para hacer presagios). Su exquisita sensibilidad, su tacto delicado, no necesitaba jamás, para fines de estética, recurrir al manotazo brutal. El solo aroma de las cosas; el aura de su esencia; su radiación espiritual, ya bastaban para que Roque Centurión Miranda, con su gentil paladar, adivine todo el sentimiento, todo el secreto de esas cosas. Por la más insignificante agitación, conocía un sentimiento; por una anécdota, reconstruía toda la historia; por el aforismo, conocía a un hombre; le bastaba, en fin, el detalle más fugaz, imperceptible casi, el raccourci de una minúscula observación, para adivinar ya, en rápida mirada, cuál es su meollo. ‘En el más pequeño fenómeno psicológico –solía decir– vibra el máximo de verdad’”.

La entrevista había terminado. Josefina Plá nos acompañó hasta el portón. Se detuvo un rato para acariciar a uno de sus gatos que se hallaba sobre el muro de la entrada. Luego nos despidió con dos besos en la mejilla, se dio vuelta y caminó despacio hacia la casa.

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