«¿No serán estos los ladrones? —pasó rápidamente esta idea por su cabeza. ¡Ahí llevan algo! ¡Probablemente serán nuestros trajes!».
Smechkov puso junto a la carretera la funda y echó a correr detrásde las figuras.
—¡Alto! —gritó. ¡Alto!
Las figuras se volvieron hacia atrás y, al darse cuenta de que los perseguían, echaron a correr... La princesita oyó aún durante largo rato pasos rápidos y voces de «alto!». Por fin todo quedó en silencio.
Smechkov
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se entusiasmó con la persecución, y probablemente la muchacha hubiese tenido que permanecer aún mucho tiempo junto a la carretera si no hubiese ocurrido otra cosa por una dichosa casualidad. Sucedió que en el momento acertaron a pasar por la misma carretera, a la casa de campo de Bibulov, dos compañeros de Smechkov, el flauta Juchkov y elclarinete Rasmajaykin. Al tropezar con la funda, ambos se miraron asombrados, abriendo los brazos.
—¡Un contrabajo!... —dijo Juchkov—. ¡Pero... si este es el contrabajo de nuestro Smechkov! ¿Cómo habrá venido a parar aquí?
—De seguro le habrá sucedido algo a Smechkov —dijo Rasmajaykin—. O es que se han emborrachado, o le han atracado... En todo caso, no está bien que dejemos aquí el contrabajo. Vamos a llevárnoslo...
Juchkov se cargó a las espaldas la funda y prosiguieron su camino.
—¡Demonio, cómo pesa! —gruñía durante todo el camino el flauta—. Por nada en este mundo tocaría este endiablado instrumento... ¡Uf!
Al llegar a la casa de campo del príncipe Bibulov, los músicos colocaron la funda en el sitio que le correspondía en la orquesta, y se fueron al buffet
En la casa, entretanto, comenzaron a encender las arañas.
El novio, el consejero de Estado Lakeich, guapo y simpático funcionario del Servicio de Comunicaciones, hallábase en medio de la sala y conversaba con el conde Schkalikov, con las manos cruzadas a la espalda. Hablaban de música.
—Yo, conde —decía Lakeich—, conocí personalmente en Nápoles a un violinista que hacía verdaderas maravillas. ¡No lo creerá usted! Hacía unos trinos en un contrabajo corriente que eran verdaderamente una cosa increíble. ¡Tocaba valses de Strauss!
—¡Quite usted, eso es imposible!... —decía el conde.
—Se lo aseguro a usted: ¡tocaba hasta las rapsodias de Liszt! He vivido con él en el mismo hotel y me enseñó a tocar en el contrabajo una rapsodia de Liszt.
—¡Rapsodia de Liszt!... Hum!... Está usted bromeando...
—¿No lo cree usted? —preguntó riéndose Lakeich—.
Pues se lo voy a demostrar a usted ahora mismo. Vámonos a la orquesta.
El novio y el conde se dirigieron a la orquesta. Al acercarse al contrabajo comenzaron a desabrochar rápidamente las correas... y... ¡Oh, horror!
Mientras el lector, que ha dado libertad a su imaginación dibuja el resultado de la anterior discusión musical, volvamos a Smechkov.
El pobre músico, que no había alcanzado a los ladrones, a su regreso al sitio donde dejara la funda no encontró la preciosa carga.
Perdiéndose en un mar de conjeturas, dio unas cuantas vueltas de arriba abajo por la carretera y decidió que no era aquel el sitio en que había dejado la funda...
«¡Esto es horrible! —pensaba, agarrándose de los pelos—. ¡La muchacha se va a ahogar en la funda! ¡Soy un asesino!».
Hasta medianoche estuvo Smechkov rondando por el camino, empeñado en hallar la funda; pero, al fin, rendido de cansancio, se fue hacia el puentecillo.
«La buscaré en cuanto amanezca», pensó.
Las exploraciones al amanecer dieron igual resultado. Smechkov decidió esperar, debajo del puente, hasta la noche...
«¡La encontraré! —murmuraba, quitándose el sombrero de copa y tirándose de los pelos—. ¡Aunque tuviera que buscarla un año, la encontraré!».
Y hasta hoy día, los aldeanos que viven por aquellos lugares cuentan que por las noches se puede ver, junto al puente, a un hombre todo cubierto de pelo y con un sombrero de copa. De cuando en cuando se oye salir desde abajo del puentecillo el ronquido de un contrabajo.
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