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La última vez que King Kong, el legendario simio gigante del cine, hizo su aparición en la pantalla grande – antes de la versión que ahora está en cines, claro – fue cuando el neozelandés Peter Jackson, quien acababa de consagrarse al culminar su adaptación de la trilogía El Señor de los Anillos, decidió hacer un homenaje directo al clásico de 1933, un filme de magnificencia visual y épico quizá hasta el exceso.
La película está ambientada en los años '30, y abre con un montaje que pinta una vívida imagen de la época, una sucesión de imágenes de pobreza e inestabilidad civil entre los desafiantes rascacielos de una Nueva York gris pero llena de vida, y vistazos al entretenimiento con que los neoyorquinos se distraían de su dura realidad.
En ese ámbito es que conocemos a nuestra protagonista, una actriz de teatro llamada Ann Darrow (Naomi Watts), quien acaba de quedarse sin su trabajo en un teatro de vaudeville cuando es encontrada por Carl Denham (Jack Black), un desventurado cineasta que en contra de los deseos de su estudio contrata un barco para ir a filmar una película en una isla misteriosa. Denham contrata a Ann para interpretar a su protagonista, y la mujer se une a la tripulación del barco y al guionista del filme, Jack Driscoll (Adrien Brody), y emprende el viaje hacia la Isla Calavera.
Jackson lo hace todo a lo grande, y eso incluye la caracterización; el filme se toma su tiempo en llegar a la Isla Calavera, y nos da tiempo para conocer relativamente bien a Ann, Jack, Carl e incluso personajes menores como el engreído actor protagonista del filme, Bruce Baxter (el siempre bienvenido Kyle Chandler), el capitán del barco (Thomas Kretschmann), el neurótico asistente de dirección de Denham (Colin Hanks) y algunos miembros de la tripulación.
Al llegar a la Isla, Jackson pinta el lugar casi como el equivalente natural de uno de los grandes palacios de horror gótico de clásicos del cine de terror, un lugar que incluso a la luz del día parece oculto del resto del mundo por un manto de niebla y penumbra, en otra decisión evocativa de los tenebrosos paisajes en blanco y negro del filme original. A diferencia del más realista filme de 1976 – o el colorido filme de acción que la versión de 2017 aparenta ser –, el King Kong de Jackson mira a la Isla Calavera, sus ambientes y su fauna, con una fascinación y recelo más “colonialistas”, algo apropiado para una época en la que realmente el mapamundi aún podía guardar secretos de tal magnitud.
Desde la llegada a la isla, la cosa se desarrolla de forma predecible; Ann es ofrecida como sacrificio y acaba siendo raptada por el gigantesco Kong, que en esta versión guarda mucho más parecido con un gorila real que con el monstruoso simio erguido del clásico del '33, mientras que Jack y la tripulación del barco montan una expedición para rescatarla, y Denham busca capturar la acción en película.
Es entonces que Jackson llega a lo que claramente se moría por hacer; recrear las escenas de acción más icónicas del filme original con todo el poder de los efectos especiales modernos, y luego superarlas en escala y espectáculo. El filme se convierte en una sucesión de espectaculares y prolongadas secuencias de acción; Kong defiende a Ann de un trío de tiranosaurios en una pelea de casi siete minutos, mientras que Jack, Denham y compañía lidian con una estampida de dinosaurios, insectos gigantes, gusanos comehombres y todo tipo de monstruos.
Estas son escenas definitivamente impresionantes, y Jackson vuelve a hacer gala del talento para visualizar y presentar acción a gran escala que fue uno de los factores clave en la popularidad de El Señor de los Anillos; salvo por momentos aislados como algunas secuencias en la estampida en que se nota la artificialidad al poner a los actores en medio de la acción de forma no creíble, el trabajo de efectos es excelente. Pero prácticamente cada secuencia de acción, desde la estampida y la pelea contra los t-rex hasta la posterior secuencia de Kong arrasando Nueva York y el emblemático clímax sobre el edificio Empire State, se prolonga más allá de lo necesario, con un Jackson aparentemente incapaz de decidir qué escenas cortar o reducir en nombre de una duración razonable; la película acaba durando más de tres horas como consecuencia, así que es definitivamente una prueba de resistencia.
Pero aún dentro de todo ese exceso, Jackson se las arregla para crear momentos de humanidad para su Kong, de nuevo prestando los talentos del gran Andy Serkis, el actor de Gollum en El Señor de los Anillos, quien hace la captura de movimiento, corporal y facial, para darnos un simio gigante entrañable; desde mostrarse entretenido por las piruetas de Ann hasta verse ofendido cuando esta se niega a seguir entreteniéndolo, y su rabia y confusión en Nueva York, el Kong de Serkis es maravillosamente expresivo.
El King Kong de Peter Jackson es un ejemplo de ese cine grande con todas las letras, para bien y para mal, que sencillamente ya no se hace. El nuevo Kong tiene unos zapatos enormes que llenar.