Cargando...
Un mes de marzo como hoy, en 1946, se estrenaba en Nueva York una de las obras más sutiles del cine negro, el mítico film Gilda, dirigido por Charles Vidor, con Rita Hayworth como actriz estelar. Setenta y cinco años después del escándalo que desató aquella película en su momento, podemos entender hoy su oscura belleza, su rara perfección formal, el poderoso, sutil erotismo de su poético empleo de la ambigüedad y la sugestión, el magnetismo hipnótico de todos los deseos velados que aun alientan bajo las marmóreas superficies de su ideal estético.
Marlene Dietrich es quizá la femme fatale por antonomasia, con la sensualidad de su voz gutural y de su palidez hecha para las tinieblas de las salas de cine, heredera de una tradición que para las últimas generaciones sin celuloide quedó cristalizada en la Salomé de Oscar Wilde (Wilde inventó la “danza de los siete velos”) pero Gilda convirtió no solo a Rita Hayworth sino también, indirectamente, a Orson Welles (en ese entonces, estaban casados) en dos grandes contribuyentes a la afinación del mito de la vampiresa. Un mito que Welles, en el último gran noir de la época de oro, Touch of Evil (1958), decidió reencarnar en aquella femme, la más fatale de todas, que había dado vida a la legendaria Lola de Der blaue Engel (1930).
Aunque ya había adoptado el apellido materno, más adecuado para popularizarse entre el público estadounidense, antes del largometraje de Vidor, fue Gilda la cinta que convirtió definitivamente a Margarita Cansino, hija del bailarín sevillano Eduardo Cansino, nacida en el barrio neoyorquino de Brooklyn, en Rita Hayworth, en un producto hecho a partes iguales de misterio y celuloide, de fantasías inconscientes y cámaras voyeuristas. Cámara que, en manos de un excepcional Rudolph Maté, captura en este filme los amores de Gilda, Johnny Farrel y Ballin Mundson (o Rita Hayworth, Glenn Ford y George McReady) con encuadres de sorprendente audacia –que, sin embargo, parecen naturales– desde la primera secuencia de aquel legendario juego de dados en un barrio portuario de Buenos Aires. En Gilda, y esta es la magia que la vuelve perdurable, debajo de la historia visible lo que se filma realmente es algo invisible, impreciso y potente: la sustancia misma de lo enigmático.