Debemos librar una guerra contra la comida chatarra

BUENOS AIRES. En los últimos cinco años recorrí América Latina para investigar qué estamos comiendo y por qué.

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El problema que encontré es que la comida tradicional —platos caseros hechos con ingredientes frescos— está siendo desplazada por comestibles ultraprocesados que esconden deliberadamente información; productos que en el mejor de los casos no alimentan y, en el peor, enferman.

En nuestra región enfrentamos una grave crisis de salud derivada de esta transformación que ha sido impulsada, en buena medida, por la industria de alimentos y refrescos. Se trata de puñado de empresas que, al mismo tiempo que han ido ampliando sus mercados, han ido ejerciendo una enorme influencia en los gobiernos locales para detener regulaciones que buscan advertirnos sobre lo que comemos.

Pero las regulaciones son urgentes: casi dos millones de latinoamericanos mueren cada año por enfermedades relacionadas con la dieta. Solo un ejemplo: el consumo de azúcar promedio en América Latina se ubica más de cinco veces por encima del límite saludable (que para los adultos son aproximadamente seis cucharadas al día) recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y es uno de los factores que incide en la hipertensión, que causa 800.000 muertes al año, y la diabetes tipo 2, que padecen alrededor de 25 millones de latinoamericanos y cuesta a los sistemas de salud un total de 65 millones de dólares al año.

En este contexto, obtener información veraz es clave para controlar lo que comemos y hacer elecciones más saludables.

Pero no es lo que ocurre actualmente en la mayoría de los supermercados de la región. Galletas, jugos, refrescos, yogures, nuggets se despliegan en los anaqueles con empaquetados que nos llevan a confundir publicidad con información. Elegimos, compramos y comemos guiados por lo que está destacado al frente: las vitaminas que los productos dicen tener, los mensajes atractivos y los personajes que nuestros hijos adoran. La información, mientras tanto, queda encriptada en rótulos diminutos que casi nadie sabe bien cómo leer.

En la parte posterior de la envoltura del pastelito Gansito de Bimbo se alcanza a leer entre sus ingredientes: “azúcar, leche reconstituida, harina de trigo, grasa vegetal, granillo sabor a chocolate (siete por ciento), (azúcar, cocoa grasa y aceite vegetal, azúcar invertido, dextrosa, maltosa, goma arábiga, benzoato de sodio, sorbato de potasio, sal yodada, canela, lecitina de soya) […]”, y así hasta completar medio centenar de ingredientes que terminan con la leyenda: “Puede contener amarillo 5”.

Si las etiquetas fueran claras y estuvieran fijadas al frente de los productos, descubriríamos que la alacena de la casa, las loncheras de los niños y nuestro cuerpo acaban diariamente rellenos de ingredientes excesivos y aditivos químicos que agravan la epidemia de obesidad que sufre la región. Es por ello que los latinoamericanos debemos librar una de las batallas más importantes por nuestra salud: exigir a nuestros congresos legislar sobre los etiquetados de los productos comestibles. Se trata de un tema que debe ser tratado como una prioridad de salud pública.

Que no haya información importante y clara al frente de estos productos alimenticios no es casual. Detrás de los rótulos hay una historia turbia donde los intereses de las corporaciones se abrazan a los de legisladores que postergan o tergiversan leyes en buena parte de América Latina.

Pero no en Chile. Y por eso debemos seguir su ejemplo.

En 2016, una alianza parlamentaria de científicos y activistas tuvo éxito después de una década de intentos fallidos de regular la comida chatarra. En ese año se aprobó la Ley sobre el Etiquetado de Alimentos, que consiste, entre otras medidas, en aplicar sellos negros —octógonos que emulan las señales de detención del tránsito— para advertir sobre el alto contenido calórico o de grasas saturadas o de azúcares o sales agregadas. La ley fue acompañada por restricciones en la publicidad y rediseños obligatorios de los empaques de los comestibles poco saludables. ¿El propósito? Volverlos menos atractivos para los niños.

Fue una legislación paradigmática que enfrentó la oposición férrea de una industria millonaria. Cuatro años después, estos sellos se han vuelto una guía de consumo y han comenzado a cambiar la cultura alimenticia chilena. Estudios de ese país muestran que casi el 80 por ciento de los consumidores ve afectada su decisión de compra cuando los comestibles tienen sellos. Y también provocó que el 20 por ciento de los productos que se venden en Chile se reformularan con menos sustancias con efectos dañinos para la salud. Por ejemplo, Nestlé disminuyó la cantidad de azúcar de su fórmula de Milo y Coca-Cola hizo lo mismo con algunos de sus refrescos.

La Organización Panamericana de la Salud (OPS), oficina de la OMS destinada a las Américas, ha recomendado al resto de los países del continente a adoptar el sistema de advertencias chilenas. Algunos han seguido ese camino. Esta semana entró en vigencia en Perú y en 2020 lo hará en Uruguay. Y lo obvio sería que un país tras otro tomara la misma determinación, en un dominó que derribe la cadena de enfermedades no transmisibles (responsables de 5,2 millones de muertes en América Latina). Desafortunadamente, no hay señales de que ocurra.

La industria alimentaria no está dispuesta a seguir arriesgando su negocio y libran sus batallas. Argentina, Colombia y México tienen escenarios similares. Con estrategias de cabildeo, las marcas han convencido con éxito a políticos y legisladores de no cambiar las regulaciones de etiquetado o de incorporar un rótulo menos claro.

Esto es lo que ocurre en México con el etiquetado nutrimental actual, el GDA: un rotulado interpretativo, casi invisible, impuesto pese a que todos los estudios previos y posteriores a su aprobación demostraron que era difícil de comprender, incluso para los estudiantes de nutrición. “Con ese etiquetado un consumidor puede creer que es lo mismo comer dos manzanas que tomar un refresco porque el azúcar añadido y el intrínseco del alimento se muestran igual”, dijo en distintas declaraciones a la prensa Alejandro Calvillo, director de El Poder del Consumidor, una asociación civil dedicada a defender los derechos del consumidor en México. Y repitió el ejemplo a inicios de mayo de este año, cuando la organización perdió el amparo que había interpuesto en defensa del acceso a la información.

En Colombia tampoco parece prosperar la iniciativa de advertir al consumidor lo que está por comprar. El proyecto de ley que intentaron avanzar algunos congresistas y la sociedad civil en 2017 y que proponía aplicar en ese país el rotulado chileno pasó por dos sesiones legislativas en 2018 en las que en lugar de aprobarlo se dedicaron a transformar la propuesta de sellos negros en el GDA. La sociedad civil enseguida presentó otro proyecto con la propuesta anterior. Debía ser debatido esta semana, pero luego de demorar la sesión, los congresistas archivaron la causa.

En Argentina la Secretaría de Salud se inclinó públicamente por adoptar un rotulado de advertencias como el chileno pero la Secretaría de Agroindustria se posicionó a favor de un sistema GDA de colores. Obligados por el gobierno a llegar a un acuerdo, el mes pasado, el secretario de Salud Adolfo Rubinstein deslizó a la prensa que probablemente se avanzará sobre un modelo híbrido. Esta semana, en una reunión con representantes de la sociedad civil, el equipo técnico de la Secretaría de Salud ratificó esa posibilidad: el modelo que está siendo evaluado es un GDA al que se sumarían marcas rojas para indicar que hay nutrientes excesivos.

Los argumentos que se suelen utilizar para impedir la aplicación de los sellos negros van desde una posible pérdida de empleos que provocaría la baja en el consumo de comestibles, hasta las complicaciones de cambiar los envases para exportaciones. Son conclusiones sin evidencia, pero manipuladas con eficacia por cabilderos y representantes de cámaras empresarias que buscan instaurar un rotulado anacrónico e ineficaz como el GDA en todas sus versiones. Y lo están logrando.

En medio de estos tironeos de conflictos de interés quedamos nosotros, los consumidores, quienes hemos adoptado una cultura alimentaria distorsionada por productos comestibles buenos para vender y malos para comer. Hay mucho por hacer. Pero el primer paso decisivo será distinguir lo que nos hace daño de una manera clara y veraz, con un rotulado simple, como el de los sellos negros de Chile. La información es un derecho y debemos ejercerlo para poder reclamar el que viene a continuación: la alimentación adecuada.

“Acá lo que hay es una guerra”, me dijo el investigador de la Universidad de São Paulo Carlos Monteiro: “De un lado está la industria que ofrece sustitutos alimentarios y del otro un movimiento en defensa de la comida de verdad”. Esta es una de las cruzadas vitales de nuestro tiempo.

Soledad Barruti es periodista enfocada en temas vinculados a la alimentación y la industria alimentaria. Es autora de "Malcomidos, cómo la industria alimentaria argentina nos está matando" y "Mala leche. Por qué la comida ultraprocesada nos enferma desde chicos".

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