Desde una perspectiva evolutiva, la grasa ha sido crucial para la supervivencia humana. Es una fuente de energía densa —proporciona más del doble de calorías que los carbohidratos o las proteínas— y, en tiempos de escasez de alimentos, encontrar y consumir grasa era ventajoso.
Por eso, nuestros cerebros han “programado” sensaciones placenteras asociadas al consumo de grasas, incentivando su ingesta.
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Los sentidos: el primer paso del placer
Cuando comemos alimentos ricos en grasa, la textura cremosa o crocante activa receptores táctiles en la boca.

Estas sensaciones agradables se mezclan con los olores y sabores, potenciando la experiencia sensorial. Sin embargo, el verdadero placer ocurre a nivel cerebral.
La vía de recompensa del cerebro
El sistema de recompensa del cerebro está formado por una red de estructuras, entre ellas el núcleo accumbens y la corteza prefrontal.
Cuando consumimos grasas, las señales químicas activan este sistema y provocan la liberación de neurotransmisores como la dopamina, conocida como la “molécula del placer”.
Esta liberación está relacionada con sensaciones de satisfacción y felicidad, reforzando el deseo de repetir el comportamiento.
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Según estudios recientes, incluso antes de que la grasa sea digerida, ciertos receptores en la lengua envían señales directas al cerebro que desencadenan la producción de dopamina.
Esta rápida respuesta química explica por qué los alimentos grasos pueden ser tan tentadores.
Endocannabinoides: los mensajeros del goce
Las grasas en los alimentos contribuyen a la generación de endocannabinoides, compuestos químicos producidos por el cuerpo que son similares a los que contiene la marihuana.

Estas sustancias también estimulan el apetito y aumentan la sensación de placer durante la alimentación.
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Investigaciones realizadas en modelos animales han demostrado que el consumo de grasas activa estos compuestos, incrementando aún más la atracción hacia alimentos ricos en lípidos.
Otras hormonas y su influencia
Además de la dopamina y los endocannabinoides, la serotonina y la leptina también influyen en la percepción del placer al comer grasas.
La serotonina está relacionada con el bienestar y el buen humor, mientras que la leptina regula el apetito y la saciedad.
Un desbalance de estas hormonas puede potenciar el deseo de consumir grasas, perpetuando los hábitos alimenticios.
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Un placer con raíces profundas
El placer que experimentamos al comer grasas no es simple casualidad, sino resultado de millones de años de evolución y una compleja maquinaria neuroquímica.
Entender estos procesos no solo nos ayuda a disfrutar con mayor conciencia de nuestros alimentos favoritos, sino también a moderar su consumo en busca de una alimentación equilibrada y saludable.
Así, la próxima vez que sucumbas ante un antojo grasoso, recordá: ¡tu cerebro está programado para ello!