La pregunta persiste: ¿la soda arruina el vino o lo vuelve más disfrutable? Química básica mediante, la soda hace tres cosas.
Primero, diluye: baja el grado alcohólico y la concentración de aromas y sabores. Segundo, enfría la sensación en boca y suaviza la aspereza de algunos vinos, porque el gas y la temperatura percibida aplacan los taninos y la acidez punzante. Tercero, aporta burbuja: el dióxido de carbono crea una ligera efervescencia que despierta el paladar y, al mismo tiempo, puede realzar ciertas notas aromáticas al levantar compuestos volátiles, aunque en menor cantidad por la propia dilución.
Para muchos, ahí está el encanto. Un tinto joven que solo se sentía áspero puede volverse refrescante, liviano y más fácil de acompañar con un asado o una empanada. También es una manera de alargar la bebida en contextos sociales sin subir tanto el consumo de alcohol por copa.
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En sobremesas de tardes calurosas, cuando la humedad no perdona, el vino con soda compite de igual a igual con la cerveza: es inmediato y económico.
Defensa del equilibrio o snobismo
Los defensores del “no” alegan otra cosa. “El vino se piensa para ser bebido como es. Cuando le agregamos soda, desarmamos su equilibrio: se aplanan los aromas, se diluye la textura y se pierde el carácter del lugar y de la uva”, señala un enólogo consultado por este diario.
Su argumento no es snob: detrás de cada botella hay decisiones sobre madurez, crianza y acidez. Si todo eso se diluye, la experiencia se vuelve más genérica. El ejemplo es claro: un malbec con taninos medidos y fruta precisa puede terminar pareciéndose a cualquier tinto liviano, sin matices.
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Lo que dice la ciencia
¿Y qué dice la ciencia del sabor? El gas aporta una leve sensación de acidez extra porque parte del dióxido de carbono se convierte en ácido carbónico, algo que percibimos como chispa y frescura.
A la vez, el frío —si la soda está bien helada— ralentiza la liberación de aromas. Resultado: la nariz se simplifica y la boca se aligera. En vinos muy simples o calientes, esto ayuda; en vinos complejos, resta.
Por eso, la mezcla suele funcionar mejor con blancos y rosados jóvenes, o tintos sin madera, antes que con etiquetas pensadas para la guarda.
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La popularidad del vino con soda también es una historia de bolsillo y de costumbre. En épocas de vacas flacas, rendir la botella fue una solución práctica.
Esa accesibilidad lo volvió parte de la conversación y del ritual de la mesa. Y hay un detalle cultural clave: en una región donde el calor aprieta la mayor parte del año, la frescura no es capricho, es necesidad.
Cuándo agregar soda al vino y cuándo no
¿Significa eso que hay que mezclar siempre? No. El criterio manda. Si tenés en la copa un vino trabajado, con capas de aromas y una estructura que vale la pena explorar, disfrutalo solo, a la temperatura correcta. Si, en cambio, hay un vino joven, sencillo, y la tarde pide algo liviano, la soda helada puede ser una gran aliada. Importa el contexto: la compañía, el plato, el clima y el ánimo.
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Hay pequeños trucos para que el resultado sea mejor. Usá una soda bien fría y con buena presión; agregá el gas con suavidad para no espumar en exceso; probá primero con proporciones conservadoras —dos partes de vino por una de soda— y ajustá al gusto. Y elegí vasos medianos en lugar de copas muy grandes: ayudan a mantener la temperatura y el burbujeo.
En el fondo, la discusión no necesita bandos irreconciliables. El vino con soda es parte del paisaje en muchas casa, con más de un siglo de historia, y convive con una cultura del vino cada vez más curiosa y exigente.
¿Sí o no? Sí, cuando suma frescura y disfrute sin pretender lo que no es. No, cuando borra lo que hace único a un buen vino. Como casi todo en la mesa, la mejor respuesta está en el primer sorbo.
