“ Huí de Perú hace cinco años porque quería ofrecerles un mejor futuro a mis hijos ” , dijo a Efe Hilda Jaramillo, vecina de uno de los sectores que conforman el llamado macrocampamento Balmaceda, situado en el norte de la ciudad de Antofagasta.
En 2013, cuando estaba embarazada de su primer hijo, ella misma aplanó la ladera en lo alto de un cerro yermo, arenoso y lleno de basura para edificar su casa con materiales ligeros.
Cuatro años después, la zona está plagada de barracas en las que hoy viven casi un millar de familias venidas de Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela, Colombia, Paraguay o República Dominicana.
Conforman el segundo campamento más grande del país, integrado por autoconstrucciones que se alzan como cajitas de zapatos apiladas en las empinadas y peligrosas laderas de los cerros.
Adentrarse al campamento es como penetrar en un laberinto repleto de calles estrechas sin asfaltar.
Todas las familias llegaron atraídas por la creciente demanda laboral que experimentó la ciudad norteña a raíz del llamado 'súperciclo' del cobre, que elevó el precio del metal rojo hasta los 4 dólares la libra en 2008.
En ese momento, en Chile la presidenta Michelle Bachelet cumplía su primer nadato, el país había crecido un 4,6 % el año anterior y la economía China se expandía a tasas de dos dígitos.
A partir de entonces, el número de familias que vivían en asentamientos irregulares que carecían de acceso a servicios básicos creció de forma exponencial.
Un informe de la organización no gubernamental Techo Chile reveló que las cifras se multiplicaron por diez en la última década. Si en 2007 se registraron 632 grupos familiares, en 2016 el número de familias que habitaban los campamentos antofagastinos ascendió hasta 6.229.
Asimismo, según datos proporcionados por la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (Casen) , en la región viven 30.528 inmigrantes, una cifra que ha crecido un 327 % desde 2005, el aumento más alto de todo el país.
La llegada de inmigrantes hizo incrementar de forma desmesurada los precios de los alquileres, motivo por el cual los recién llegados se vieron obligados a trasladarse hacia la parte alta de la ciudad para emplazar sus hogares en las peligrosas laderas de los cerros.
“ Decidimos subir a los cerros porque los arriendos eran demasiado caros. Por un departamento muy pequeño en una zona alejada de todo pagábamos 400.000 pesos (unos 600 dólares) al mes. Aquí con dos millones de pesos puedes construirte tu casita ” , explicó a Efe Jacqueline Fey, presidenta de la agrupación de campamentos “ Américas Unidas ” , la más grande de Antofagasta.
Fey, casada y madre de tres hijos, llegó a Chile hace nueve años desde Ecuador. Hoy pasea por las polvorientas calles sin asfaltar del campamento con autoridad y, de forma afable pero también con firmeza, saluda y regaña a los vecinos que no “ han hecho los deberes ” .
“ Aquí tenemos un reglamento de convivencia y de respeto que cualquier vecino debe cumplir ” , dijo Fey, quien aseguró que es gracias a eso y a la gran coordinación existente entre las distintas familias lo que ha hecho alejar la delincuencia y mejorar las condiciones del campamento.
Lo más importante, señaló Fey, son las actividades comunitarias como las “ polladas o los bingos bailables ” que hacen que la gente se “ conozca, se apoye y se cuide ” .
“ No por vivir en un campamento tenemos que hacerlo de cualquier manera. Invitamos a los vecinos a pintar sus fachadas, a limpiar sus casas y arreglarlas. La dignidad empieza por uno mismo y sólo así se consiguen los cambios ” , agregó.
Por su parte, el secretario regional ministerial del Gobierno para la región de Antofagasta, Víctor Flores, explicó a Efe que la solución a largo plazo pasa por la construcción de vivienda social.
“ En algún momento vamos a terminar con los campamentos (...) Ya llevamos más de 200 viviendas sociales en construcción y tenemos proyectos listos esperando la aprobación de la municipalidad ” , indicó el representante del Gobierno.
Mientras no llegan las viviendas, el Gobierno ha impulsado diversos gabinetes de trabajo con los dirigentes de los campamentos para evitar que estos asentamientos irregulares se conviertan en guetos aislados de la sociedad.
“ No podemos permitir que existan ciudades extramuros en las que no entra la policía ni el gobierno. Eso sería un error tremendo ” , advirtió Flores.
Entretanto, Hilda, Jacqueline y los miles de habitantes de estas amenazantes laderas miran con esperanza el futuro y esperan que “ con trabajo y esfuerzo ” mejore su situación.
“ Quizá no tengamos dinero pero nosotros somos ricos porque tenemos dos manos y dos pies para poder trabajar y construir nuestras casas. Vendrán tiempos mejores y los esperaremos con alegría e ilusión ” , concluyó Fey.