Qué significa realmente “raza potencialmente peligrosa”
En muchos países, el concepto de “raza potencialmente peligrosa” (RPP) o “perro potencialmente peligroso” (PPP) está recogido en leyes que enumeran razas específicas —como pitbull terrier, rottweiler, american staffordshire terrier o tosa inu— a las que se exigen requisitos adicionales: bozal, correa corta, licencia especial, seguro obligatorio.

Los criterios, sin embargo, varían enormemente entre países e incluso entre regiones de un mismo Estado. Algunas jurisdicciones incluyen razas concretas, otras cualquier perro que presente determinadas características físicas (peso, perímetro de cabeza, musculatura) y otras avanzan hacia modelos que evalúan el comportamiento individual del animal, con independencia de su raza.
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Lo que casi nunca incluyen estas leyes es una definición científica clara de qué hace “peligroso” a un perro: si es la probabilidad de que muerda, la gravedad del posible daño, la dificultad para controlar al animal o el historial de incidentes concretos.
Lo que dice la ciencia del comportamiento canino
La pregunta clave es si el ADN de un perro “marca” su agresividad.
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La respuesta de la mayoría de etólogos y veterinarios especialistas en comportamiento se mueve en un matiz: la genética influye, pero no determina.

Durante siglos, las razas se han moldeado seleccionando ciertos rasgos: capacidad de pastoreo, instinto de guarda, tolerancia a la manipulación humana, resistencia física o impulso de presa. Esa selección también puede haber reforzado, en algunos casos, reacciones como la vigilancia extrema, la desconfianza hacia extraños o una respuesta de agarre muy firme al morder.
Pero los estudios sobre comportamiento muestran que:
- El comportamiento agresivo es multifactorial: intervienen genética, experiencias tempranas, socialización, manejo del propietario, entorno del hogar, salud física y hasta el estrés del propio dueño.
- No existe un “gen de la agresividad” único ni exclusivo de una raza concreta; hay combinaciones de muchos genes que pueden aumentar o reducir ciertas tendencias, siempre moduladas por el ambiente.
- En pruebas de temperamento y estudios observacionales, se detecta gran variabilidad dentro de una misma raza. Es decir, dos perros de la misma raza pueden presentar conductas opuestas: uno ser sociable y estable, otro temeroso o reactivo.
Asociaciones veterinarias como la American Veterinary Medical Association o sociedades de etología clínica coinciden en que no es posible predecir de forma fiable el peligro potencial de un perro únicamente a partir de su raza.
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Sí es razonable asumir que un animal de gran tamaño y fuerte mordida puede causar más daño si muerde que un perro pequeño, pero eso no responde a la pregunta de si es más probable que muerda.
Educación, socialización y entorno: el otro 50 % (o más)
Si la genética “carga el dado”, el entorno decide en buena medida cómo caerá la tirada. Los factores que más se repiten en investigaciones sobre mordeduras graves son ajenos al pedigrí: propietarios que utilizan el castigo físico como método principal de educación, perros que viven aislados en patios, falta de socialización con personas y otros perros durante los primeros meses de vida, uso de animales como elementos de intimidación o defensa, ausencia de control en espacios públicos, incumplimiento de normas básicas como el uso de correa en zonas urbanas.

La mayoría de especialistas coinciden en que la socialización temprana —exponer al cachorro, de manera controlada y positiva, a distintos estímulos, personas y situaciones— es uno de los factores más protectores frente a la agresividad por miedo o inseguridad.
Del otro lado, experiencias traumáticas en etapas clave del desarrollo pueden dejar huellas profundas y predisponer a respuestas desproporcionadas ante estímulos cotidianos.
El estilo de manejo también importa. Perros educados mediante refuerzo positivo, con límites claros y previsibles, suelen desarrollar vínculos más seguros con sus cuidadores. Los métodos basados en el miedo, el dolor o la dominancia mal entendida aumentan el estrés y la probabilidad de respuestas defensivas.
A ello se suma el contexto urbano: espacios pequeños, poco ejercicio, paseos escasos, ausencia de enriquecimiento ambiental.
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Un perro fuerte, con alta necesidad de actividad física y mental, confinado y ocioso, es un candidato mucho más probable a desarrollar problemas de comportamiento que otro con las mismas características genéticas, pero con una vida estructurada, estímulos adecuados y supervisión responsable.
¿Qué puede hacer un propietario responsable?

- Elegir el perro en función del estilo de vida real —tiempo disponible, experiencia previa, entorno donde vivirá— y no de modas o estética.
- Invertir en educación temprana, idealmente con apoyo profesional, y en una socialización planificada y positiva.
- Proporcionar ejercicio suficiente y actividades que permitan canalizar el instinto de cada individuo.
- Evitar el castigo físico y los entrenamientos basados en el miedo.
- Cumplir siempre las normas básicas: correa en zonas urbanas, bozal cuando la normativa lo exige, supervisión constante en presencia de niños.
- En muchos casos, la esterilización y el acceso a asesoramiento profesional ante las primeras señales de problemas —gruñidos, marcajes, miedos intensos— son también herramientas eficaces para reducir riesgos.
ADN, educación… y responsabilidad compartida
La pregunta inicial —¿es su ADN o es la educación?— no admite un veredicto simple. La genética influye en el temperamento, en la intensidad de ciertas respuestas y en la capacidad física de hacer daño. La educación, la socialización y el entorno modelan cómo se expresan esos rasgos, los moderan o los potencian.
Y sobre todo, el factor humano —decisiones de cría, de compra o adopción, de manejo diario— atraviesa todas estas capas.
