El hombre más viejo del mundo aún cocina

FRASQUIA. Es muy pobre, vive en un caserío a 4.050 metros en Bolivia y sólo habla aymara. A sus 123 años, Carmelo Flores Laura, el hombre más viejo del mundo según los registros, masca hojas de coca, bebe agua de los Andes y aún se cocina.

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Cuando era joven comía zorros, lagartos y víboras que cazaba. Ahora se alimenta de sopas y cereales andinos que él mismo prepara sobre un fuego avivado con estiércol de llamas.

En el poblado de Frasquía, a unos 130 km. al oeste de La Paz y cerca del Lago Titicaca, hay luz eléctrica, pero él ya tiene la costumbre de cocinar en el fogón.

“Me duele aquí de a ratos”, se queja, en diálogo con la AFP, mientras se lleva las manos al pecho y al estómago. Y, con ayuda de un intérprete, explica que espera que el dolor pase sin medicinas.

Carmelo Flores Laura afirma haber nacido el 16 de julio de 1890, según declaró a un canal de televisión local esta semana. El Tribunal Electoral de Bolivia lo confirmó en una nota enviada a la AFP, en la que señaló que aparece “en el Registro Biométrico (electoral), con residencia en Frasquía, de profesión agricultor”.

La Gobernación de La Paz explicó que con la edad certificada, se tramitará su registro en Libro Guinness de los récords como el hombre más longevo del mundo. Hasta ahora, el español Salustiano Sánchez Blázquez, quien reside en Nueva York, ostenta la marca con 112 años.

Toda su vida Carmelo Flores Laura fue un campesino que trabajó para sobrevivir. Llegó a Frasquía muy joven en busca de trabajo desde un poblado cercano y se enamoró de una señora viuda, con la que se casó y tuvo tres hijos.

“Ella murió hace tiempo”, comenta el anciano a la AFP. La mujer tenía 107 años, apuntan su nieto Edwin, de 27 años, y su bisnieto Edgar, de 10, que llegaron a visitarlo.

Como su esposa, dos de sus tres hijos murieron. “Sólo tengo un hijo, Cecilio”, dice el anciano, y se emociona al nombrarlo. Su hijo vive en El Alto, ciudad vecina a La Paz. También tiene 14 nietos y 39 bisnietos.

“Antes no había nada para comer. Por eso hasta lagarto debía comer. Agarraba los lagartos o víboras y les abría la barriga. Preparaba un ’chicharrón’ (fritura) o los metía a la sopa”, cuenta.

“Me preparaba sopa con hojas de quinua. Pero ahora puedo comprar arrocito y fideíto para mezclarlo”, relata con voz muy pausada.

Frasquía, en las faldas del nevado Illampu, la segunda cumbre más alta de Bolivia con 6.382 metros, tiene unos cuantos sembradíos de cebolla, papa y haba, regados por las aguas cordilleranas con acequias casi naturales.

Además de sus 50 casas, cuenta con una escuela y un centro sanitario, pero ninguna tienda de alimentos, por lo que hay que caminar tres horas hasta Arista, el poblado más cercano, para aprovisionarse.

El longevo aymara mide cerca de 1,60 metros, es delgado, no tiene dientes y su rostro está muy sucio al igual que sus manos y pies. Aparenta no haberse bañado en años. Pasa la mayor parte del tiempo solo en su casilla de adobe y techo de paja.

Carmelo viste una vieja chamarra color plomo, que lo protege tanto del rudo frío como del ardiente sol, típicos del cambiante clima del altiplano, y cubre su cabeza con un gorro de lana y un sombrero de ala ancha.

Mientras masca hojas de coca, como lo ha hecho toda su vida, relata con frases cortas sus recuerdos de juventud.

“Trabajaba en la hacienda” como peón de un rico latifundista de apellido Mollinedo, ya fallecido.

Y recuerda cuando llegaron a buscarlo para combatir en la Guerra del Chaco, que libraron Bolivia y Paraguay de 1932 a 1935 por el control del Chaco Boreal. “Me llevaron a La Paz como soldado raso”, dice.

También habla de su participación en revoluciones que se desataron en el país. “Hemos ido a pelear, con palos y con hondas”, afirma, aunque no recuerda en qué año ocurrieron, en un país con una historia política marcada por asonadas golpistas civiles y militares.

Frasquía tiene frente a sí una vista maravillosa: al fondo las nieves eternas del Illampu y alrededor el altiplano donde reina un silencio sólo roto cuando pasa algún ave rapaz.

Doña Francisca Aruquipa de 80 años, una vecina del lugar, habla de su ahora famoso vecino: “Lo conozco al Carmelo, es mi vecino pues, mi mayor. Al hombre le gustaba bailar”, cuenta la mujer, también en aymara.

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