Un clamor contra el olvido

A 600 kilómetros de Asunción, una comunidad indígena de Puerto Casado clama por atención y contra el olvido al que fueron sometidos por las autoridades. Arreados, fueron alzados como ganado a un camión bajo la promesa de oportunidades para vender sus productos y conseguir documentos de identidad; pero el viaje terminó en un accidente fatal. No les dieron siquiera analgésicos, no hay médicos que los atiendan, ni nadie que los escuche. La trágica historia de la Comunidad 40.

Graciela Vera llora en silencio sobre la fotografía de su hijo, Mauro Iván Caballero, víctima fatal del accidente.
Graciela Vera llora en silencio sobre la fotografía de su hijo, Mauro Iván Caballero, víctima fatal del accidente.

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Ataviada con un abrigo negro, representación de su luto que tolera a pesar del fuerte calor, la mujer solloza abrazada a la fotografía de un joven vestido con equipo de fútbol y saludando a la cámara, como a la espera del inicio del partido.

En el fondo de la precaria casa, una olla de acero cuece el arroz con un poco de carne que será la comida común para la numerosa comunidad. Poco a poco, decenas de rostros se van acercando; algunos con pedazos de trapo en donde deberían tener yesos; otros caminando con dificultad como consecuencia de los golpes.

“Justicia es lo que yo pido”, interrumpe en algún momento la mujer que lloraba en silencio. Se levantó de la silla en la que estaba, pero no soltó el retrato del joven futbolista. “Justicia es lo que pido para mi único hijo”, insiste y la voz se le quiebra.

La trágica historia de la Comunidad 40 del Pueblo Maskoy.

<b>Lejos de todo</b>

El viaje a Puerto Casado puede ser toda una odisea. Ubicada a 630 kilómetros de Asunción, la capital del Paraguay, la travesía puede ser bastante complicada para quienes osen utilizar la Ruta Transchaco para llegar, esto debido a que durante décadas el departamento de Alto Paraguay fue sometido a la desidia estatal que lo dejó hasta hace poco sin rutas asfaltadas. La realidad comenzó a cambiar.

Aún así, el camino recomendado sigue siendo el aéreo o la vía fluvial. Para llegar hasta esa zona hay que ir en automóvil hasta Vallemí y desde allí espera media hora de viaje en lanchas que cobran unos G. 150.000 por viaje. El calor sofocante se convierte en tolerable mientras la vista disfruta la famosa caverna “Kamba Hopo”, parte del espectáculo natural único en esa parte del país.

Tras una media hora de viaje, una comitiva espera en el puerto ubicado detrás de la comisaría de Puerto Casado. “Yo soy Francisca Centurión”, dice una mujer de hablar tranquilo y claro que se acerca enseguida.

“Espero que no haya problema. Este es nuestro medio de transporte”, dice mientras ofrece un lugar una motocarga. Francisca Centurión es indígena, del pueblo Maskoy, y conoce de memoria la ley que protege a los pueblos originarios y es, además, facilitadora judicial formada; por lo que es la voz cantante de sus hermanos cuando de casos judiciales se trata.

Frente a la comisaría, los restos de un camión destrozado son el recuerdo reciente de un accidente grave. Minutos de traqueteo después, en un precario caserío ubicado en las afueras del casco urbano, la comunidad se comienza a reunir. Están en el pueblo; sí, pero parecen condenados al aislamiento que recuerda el relato de algún gheto de alguna minoría marginada de una gran ciudad.

“Su hijo de 17 años falleció en el accidente”, dice doña Francisca mientras señala con un brazo a la mujer que lloraba en silencio. “Tuvo traumatismo de cráneo, sus sesos quedaron esparcidos”, recuerda.

“Hay una niña de 14 años que también sufrió de traumatismo de cráneo. Está en terapia intensiva en el Hospital del Trauma de Asunción. Hasta ahora no sabemos cómo va a quedar, si va a quedar con alguna secuela”, agrega.

“Quiero que ellos relaten. Yo soy de otra comunidad, pero les acompaño pero no quiero que esto quede de balde porque fue demasiado grande lo que pasó. No puede quedar impune”, sentencia mientras da paso al relato en primera persona de quienes estuvieron en el accidente.

<b>Una promesa y un arreo</b>

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La trágica historia comenzó el pasado 8 de febrero, recuerda Hermegildo Vera, cacique de la comunidad 40, ubicada precisamente a unos 40 kilómetros del casco urbano de Puerto Casado. Las autoridades departamentales les habían anunciado que se realizaría una jornada de cedulación, pero los funcionarios públicos no podían ir hasta ellos, sino que ellos debíana acercarse.

Ante esta situación, la comunidad solicitó un móvil para poder llegar hasta Puerto Casado. Su idea era poder obtener los documentos de identidad y también ofertar en el pueblo productos de la comunidad, como escobas hechas a mano o miel de abeja silvestre recolectada de la selva.

Representantes de la gobernación de Alto Paraguay, encabezada por el exdiputado colorado cartista José Domingo Adorno, les habían prometido que enviarían un vehículo para las 7:00 del 8 de febrero. Cinco horas después, ya al filo del mediodía, el vehículo prometido no había aparecido. Fue entonces que comenzaron a buscar un flete particular, pidiendo a otras personas.

Finalmente, cuando los representantes de la gobernación se enteraron que había otra gente que estaba ayudando a los miemrbos de la comunidad, decidieron enviar sobre la hora un tractor. A la par, llegó un camión. El chofer de la gobernación les advirtió, sin embargo, que en realidad le habían llamado sobre la hora y que debían esperar varias horas antes de realizar el viaje hasta Casado. Sumidos en la preocupación por no poder vender sus productos, no tener nada para alimentar a los niños o llegar tarde a la cedulación, decidieron subir al camión.

Eran 56 personas a bordo de un camión. “Una hora después, mis hijos me llamaron a avisar que el camión se había tumbado”, recuerda el cacique Vera.

Uno de los sobrevivientes se suma al relato. “El camión hizo un trasbordo de chofer. Le dieron a un muchacho que no sabía ni manejar camión había sido”, recuerda mientras respira profundo para romper en llanto.

“Venía demasiado rápido. El trasbordo fue en el kilómetro 18, cuando llegamos al kilómetro 11 ya había estado a punto de chocar contra una persona en motocicleta. Fue ahí que perdió el control y el camión se volcó, dio tres vueltas”, relata. Desde ahí, todo recuerdo se hizo confuso.

Una patrullera convertida en ambulancia

Resultó que el hombre que casi fue atropellado por el camión era padre de un policía que avisó rápidamente al efectivo para que llegara ayuda. No hubo ambulancia alguna, fue la patrullera la que tuvo que ser utilizada para movilizar a los heridos.

“Nosotros veníamos en familia. Éramos seis con mi hijo, Mauro Iván. Era mi único hijo varón. Ahora nos quedamos entre cinco, con el más chico que todavía tiene que ir a la escuela. El que falleció iba a terminar ya el colegio”, cuenta Graciela Vera, la mujer que había estado llorando en silencio desde el inicio de la conversación.

Estaba parada en medio de la gran ronda, pero sin soltar la foto de su hijo. Tras las tres vueltas que dio el camión, entre llantos de dolor y desesperación los miembros vieron a sus hermanos de la comunidad heridos.

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En el lugar fallecieron de forma instantánea el joven Mauro Iván Caballero Vera, de apenas 17 años; y Pablo Aquino, un hombre de 57 años. Una niña de 14 años sigue en terapia intensiva como consecuencia de un traumatismo de cráneo; y su pequeño hermano, de apenas tres meses de vida, fue encontrado ensangrentado pero con vida a unos 30 metros del camino, expedido por la fuerza del choque.

“Era un joven respetuoso. Yo hacía de todo por conseguir un poco de dinero para ayudar a mi familia, entraba al monte a buscar cosas para vender. Y cuando pedías ayuda a la gobernación, desviaban nuestra llamada”, relata entre lágrimas Graciela Vera.

“Yo no sé cómo se cayó él, ni cómo hice para levantarme. Cuando desperté, le busqué a mis hijos”, continúa contando. “Le encontré a él ya debajo y lleno de sangre. Le dije ‘mi hijo ¿qué te pasó? Le agarré como para alzarle y no tuve fuerza. El chofer le quiso arrastrar, pero yo le dije que lo deje. Le sacamos con su papá y me senté con él, cuando le revisé su rostro ya estaba negro y esto (dice mostrando su mandíbula) ya se había movido”, agrega.

Mauro murió en el lugar. Efectivos de la comisaría de Puerto Casado lo alzaron dentro de la patrullera. En medio de la conmoción, doña Graciela comenzó a perder la noción de lo que ocurría, producto de la fuerte contusión que había sufrido en la cabeza y de la que no se había dado cuenta.

“Era mi único hijo varón. Ahora pido justicia. Justicia es lo que pido para mi único hijo”, exclama entre lágrimas.

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<b>Sin médicos ni analgésicos</b>

Uno a uno, varios miembros de la comunidad pasaron al medio de la ronda para relatar los golpes que habían recibido en el fatal accidente. Algunas mujeres adultas de la comunidad se levantaron sus blusas para mostrar los moretones que todavía llevaban en sus cuerpos a casi dos semanas del accidente.

Los enfermos llegaron hasta el pequeño puesto de salud del IPS en el casco urbano de Puerto Casado. “Ni siquiera nos tocaron para saber si nos dolía algo. Desde lejos nos preguntaban qué teníamos y esa misma noche nos soltaron”, recuerda la profesora María Crispina Caballero, directora de la escuela de la comunidad y esposa del líder.

En el precario caserío ubicado en el límite del casco urbano, los contusos de la comunidad 40 tuvieron que montar una especie de hospital improvisado. Allí, en el suelo de una casa que prestó otra comunidad del mismo pueblo, pusieron colchones para estar cerca del puesto de salud o del puerto, única vía de salida relativamente rápida para ciudades con hospitales de mayor infraestructura.

Uno por uno, los sobrevivientes del accidente mostraron los pedazos de trapo con los que cubrieron sus golpes. “Yo no puedo dormir en la noche por el dolor”, relató una mujer, tía de Mauro, el joven fallecido en el accidente. “Yo tengo que vender mis productos para darle de comer a mis hijos y ahora no puedo ni trabajar del dolor”, continuó la madre del joven fallecido.

Llevaba varios minutos desaparecida en el interior de la casa que sirvió de centro de reunión, volvió al exterior con una taza de plástico en la mano. “Koa ha’e la che poha (este es mi remedio)”, manifiesta mientras con una mano revuelve el contenido de la taza.

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En el interior de la taza no hay otra cosa que lo que en guaraní se conoce como “jukyry”; o si prefiere el castellano: salmuera. Sal gruesa cargada en agua hasta el punto de la saturación del líquido vital, con lo que el cloruro de sodio ya no se puede diluir. “Con esto me friciono cuando ya no soporto el dolor”, dice y comienza a mover su mano izquierda sobre la derecha, como masajeando la extremidad y mostrando el proceso de cada noche para intentar dormir.

En Puerto Casado no cuentan con médico traumatólogo, por lo que deben acudir en lancha hasta Concepción o para el peor de los casos, hasta Asunción. Eso significa que el riesgo de perder la vida de camino a una cama de hospital es bastante alto.

Los maskoy aseguran que los soltaron sin tener siquiera diagnóstico. Una joven, dicen, caminó durante días al borde de desnucarse debido a que la falta de atención médica impidió percatarse de la gravedad de los golpes que recibió en el cuello. “Estaba apenitas ya su cuello, porque no soportó el dolor y le llevamos otra vez nos enteramos”, sostiene la profesora.

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A unos metros del lugar de la reunión, en el interior de otra casa precaria una madre sostiene su cabeza apoyando sus brazos sobre la silla de ruedas en la que se encuentra confinada desde el accidente. En una hamaca duerme su hijo de meses, el pequeño al que encontraron ensangrentado y al que encontraron a varios metros del camino, con el cuerpo lleno de espinas y del que creían no podría sobrevivir.

La tragedia llevó a la hermana mayor del bebé a Asunción y es la niña de 14 años que se debate entre la vida y la muerte en terapia intensiva del Hospital del Trauma. “No puedo caminar del dolor, a veces ni estar sentada. Pero en el puesto de salud ni me miraron”, relata. No habla mucho, pero en su rostro la desazón es evidente.

<b>Un fiscal inoperante</b>

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Si acaso el dolor de la muerte y de la ineficacia del sistema de salud no fueran suficiente, la comunidad 40 debe lidiar además con la indolencia del Ministerio Público ante el grave caso que los sacudió.

“A pesar de nuestras denuncias y pedidos, nada se hace”, señaló Francisca Centurión durante una visita de un equipo de ABC Color.

El fiscal de Puerto Casado Blas Rafael Pizzani es señalado como el responsable de la falta de investigación para esclarecer el hecho.

Más de una semana después, el fiscal no había ordenado siquiera prueba del alcotest al conductor. Tampoco fue hasta el lugar de los hechos y fueron los mismos miembros de la comunidad los que tuvieron que ir a tomar fotografías y tratar de buscar evidencia.

“La Policía nos dijo que el gobernador pidió que se le envíe copia de la denuncia que hicimos en la Comisaría antes de que llegara siquiera a la Fiscalía”, denunciaron los miembros de la comunidad.

Sin que existiera aún pericia alguna, en la carpeta fiscal hicieron figurar el hecho como un accidente como consecuencia de fallas mecánicas. “El camión venía zigzagueando a gran velocidad y pusieron que fue falla mecánica. Es indignante”, sostuvo Hermegildo Vera, líder de la comunidad.

Relataron además que hubo personas que se hicieron cargo del pago de la fianza para que el joven que conducía el camión pudiera salir en libertad ambulatoria.

“Ya no nos vamos a quedar callados en nuestro sufrimiento. Si hace falta vamos a ir hasta Asunción para denunciarle, pero ese fiscal no puede seguir acá. Vamos a estar encima para que se haga justicia”, insistió Centurión.

“Nosotros no molestamos a las autoridades, pero ellos sí se acuerdan en época en los que necesitan votos. Hoy nuestra comunidad no tiene remedios y algunos ni para comer. Ya no nos podemos quedar callados”, agrega la profesora.

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Sentado en un rincón, un pequeño niño juega con dos cachorros de koati a los que tiene como mascota. Alejado, casi como intentando mantenerse aislado del sollozo generalizado por el dolor de su comunidad. El pequeño animal se sube a su espalda y juega un poco antes de volver a bajarse.

“Ya no nos vamos a callar”, insiste el líder de la comunidad. Mientras tanto, los platos con un guiso popó de arroz con carne de quien sabe qué animal se comienzan a distribuir entre los indígenas, algunos improvisan en lo que sea para poder servirse.

“No nos vamos a callar”, retumba. Y el pequeño niño que abraza a su koati sonríe. Y el anuncio de que el bote para el regreso a Vallemí ya esperaba interrumpe la conversación.

“No nos vamos a callar”. Y el mensaje a veces parece perderse en la vegetación del Alto Chaco o en las aguas del río Paraguay, única explicación para que los pobladores de esa zona no encuentren respuesta a la falta de infraestructura básica.

Si alguna vez lucharon contra con los guaicurú que los obligaron a desplazarse o contra la explotación de las tanineras; ahora el pueblo maskoy lucha contra el olvido y la desidia estatal que ya costó vidas.

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