En Piribebuy, esa figura cercana, comprometida y profundamente humana tiene rostro y voz: es el padre Alcides Mendoza, párroco de la iglesia Dulce Nombre de Jesús, quien lleva adelante su vocación con una entrega silenciosa pero firme, tejida en cada gesto y en cada encuentro con su comunidad.
“Ser párroco es una gracia de Dios”, afirmó con serenidad. “Es una gran responsabilidad, sí, pero, sobre todo, es un regalo que el Señor me permite vivir cada día, en cada persona que se me confía”, añadió.
Para el padre Alcides, la parroquia no es solo un edificio ni su rol se limita a celebrar misa. Ser párroco es estar, es compartir, es acompañar. Es llegar hasta donde la gente está: en los hogares, en el mercado, en la plaza, en el hospital, en la escuela rural. Es vivir con ellos y para ellos.
“El párroco está llamado a ser como Cristo en la comunidad, a guiar con amor, a escuchar con paciencia, a corregir con misericordia. Muchas veces uno no tiene todas las respuestas, pero la gente no siempre necesita soluciones. A veces solo quiere sentirse escuchada, abrazada, comprendida. Y ahí también está Dios”, reflexionó.
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Una vocación que se vive en lo cotidiano
Quienes lo conocen saben que el padre Alcides no es de grandes discursos ni de apariciones llamativas. Pero su presencia se siente. Se hace notar en los pequeños gestos: cuando llega en su moto a visitar a una familia, cuando bendice una casa, cuando se detiene a saludar con una sonrisa en la calle. Es pastor, pero también hermano, vecino, amigo.
“Hay días que son duros. Cuando ves sufrimiento, pobreza, jóvenes perdidos, familias rotas. Pero también hay días llenos de esperanza: un niño que se bautiza, una pareja que reconstruye su amor, una comunidad que se une para ayudar a alguien enfermo. Todo eso forma parte del mismo servicio”, cuenta.
Para él, no hay separación entre lo espiritual y lo humano. La fe se vive en los pies descalzos del peregrino, en la señora que vende chipas en la vereda, en el abuelo que ya no puede ir a misa pero reza desde su sillón. La parroquia no tiene paredes fijas, porque el Evangelio se camina.
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Una comunidad que también lo abraza
Detrás del trabajo pastoral del padre Alcides hay también una comunidad que lo valora, que lo cuida, que reza por él. En Piribebuy, muchos lo ven como parte de la familia.
“El padrecito”, “el Alcides”, “nuestro cura”, dicen con cariño quienes lo ven pasar.
Y aunque muchas veces su labor no se ve ni se reconoce públicamente, su huella queda grabada en los corazones. Porque, en un mundo que muchas veces se mueve por la inmediatez, la paciencia, la presencia constante y el amor silencioso son verdaderos actos de resistencia.
“No hay mayor alegría que servir”
Hoy, en su día, el padre Alcides no busca homenajes. Seguramente lo encontrará sirviendo como siempre: preparando una misa, escuchando a alguien, caminando hacia algún rincón del pueblo. Pero vale la pena detenerse a reconocer su entrega, y la de tantos párrocos que, como él, sostienen con fe y ternura a sus comunidades.
“Yo soy feliz cuando puedo ayudar a alguien a encontrar a Dios, o a sí mismo, en medio de sus luchas. Eso es lo que da sentido a esta vocación. “No hay mayor alegría que servir”, expresó finalmente.