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La pregunta que le formuló quien dirigía el panel para nada lo encontró desprevenido ni dubitativo en la respuesta. Se podría creer incluso que se la hacen en prácticamente todas las charlas o conferencias de las que participa. Es que casi resulta obvio consultar cómo hizo una nación como Corea del Sur, ubicada entre los países más pobres del mundo hace apenas 50 años, para crecer en su economía y posicionarse como la potencia que es hoy en tan poco tiempo.
“Se decidió invertir el 25% del PGG en educación, así de sencillo” fue la respuesta, agregando que se partió de la certeza de que ningún proyecto que se pretenda llevar adelante como país tiene sentido si la población no está educada, y que la educación le gana inclusive a la salud en prioridad, porque esta no puede existir sin la primera.
Expresiones de este tipo nos llevan a reflexionar en lo que se invierte en educación en nuestro país, que oscilaría entre el 7,5 y el 8% del Presupuesto General de la Nación, lo que además de ser poco viene acompañado de serias dudas sobre la forma en que es ejecutado. Los resultados de la fracasada política educativa no necesitan ninguna presentación, se pueden ver dondequiera uno mire.
El problema -o su solución como objetivo- nunca estuvo en la agenda de los últimos gobiernos, salvo durante las campañas políticas, encontrándose la educación 100% politizada. Así las cosas, este déficit se viene arrastrando desde hace décadas, está latente y se sufre en todos los niveles y en todos los estamentos de nuestra sociedad. Una de las formas más patentes en que se exterioriza es en el bajísimo nivel de discusión actual.
Los programas radiales especializados en fútbol se extienden durante horas de programación, misma cosa en formato tv, para debatir sobre jugadas en los partidos del fin de semana. Largos y estériles debates que terminan, al igual que el tema que los motiva, en la nada misma. Pero no percibimos ni por cerca el mismo interés en otras cuestiones que realmente nos afectan como ciudadanos.
La altura y el contenido de las discusiones, desde el Parlamento nacional, los gremios, actores sociales importantes y la misma sociedad, salvo islas y algunas raras excepciones, prácticamente no existen. Ni hablemos de una discusión que interpele o condicione al gobierno. Este último, al no tener un contrapeso político -porque la oposición no existe- ni tampoco un interlocutor de peso que lo apremie con plazos y resultados, tiene arco libre para hacer lo que le plazca.
Como una consecuencia directa de la falta de discusión seria de asuntos importantes, y en forma transversal al problema, tenemos la desgracia de la dispersión. Sumado a la carencia de nivel de los temas de discusión y la forma de llevar adelante la misma, de la mano de las redes sociales, principalmente, se suma este factor que nos aleja -incluyámonos todos- del foco en temas concretos.
Como si ya no hubiera suficiente interferencia y polución visual y sonora, las diferentes aplicaciones “sociales” nos bombardean con noticias a cada rato. En el mejor de los casos, son reales, pero casi siempre incompletas. En la mayoría, son superfluas y cumplen un papel similar al del eterno debate futbolero: llenar el tiempo mental, evitando pensar.
Como si no fueran dispersores suficientes tantas informaciones en catarata, grupos de interés se encargan de crear cortinas de humo, shows mediáticos, romances de famosos, escándalos y todo tipo de novedades que no tienen otra función más que hacer que la atención se vuelque hacia otro lugar, más conveniente a algunos intereses.
El “panem et circenses” romano sigue tan vigente hoy como dos milenios atrás, pero deberíamos estar mucho más y mejor preparados para hacerle frente. Fomentemos las charlas familiares, las conversaciones de sobremesa y en círculo de amigos, de cada uno de nosotros depende.