El padre misericordioso

El Evangelio nos propone un texto conocido como: “La parábola del hijo pródigo”, que, sin embargo, es más adecuado denominar como: “Parábola del Padre misericordioso”.

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La parábola hace como una radiografía del corazón de Dios, mostrando lo que hay dentro de él, y cómo Él quiere nuestro bien y nuestra sanación.

Los publicanos reprochaban a Jesús porque comía y bebía con los pecadores, olvidándose completamente de que el mismo Señor sostiene: “Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva” (Ez 33).

Actualmente, un número importante de personas tiene dificultad de comprender la dramática realidad del pecado, sea en su propia vida, sea en la estructura social. Y se prefiere usar conceptos más acaramelados, como limitación humana, imprudencia, falta de iluminación o secuela de traumas de infancia.

Todo esto tiene su peso, que no puede ser desconsiderado, pero el pecado es un acto, una palabra, un pensamiento o una omisión que ofende a Dios, manifiesta desprecio al semejante, deshumaniza la persona y, a la larga, destruye a quien lo realiza.

Es justamente esto que el Padre misericordioso no desea, y por ello se muestra tan acogedor con el hijo pródigo, que se arrepiente de su mal camino y retorna al Padre.

Todos nosotros necesitamos de este abrazo del Padre generoso, porque alejarse de Dios para andar en las pavadas va frustrando al ser humano, y alguna vez le roba el gusto agradable de la vida.

Por más cabezudo y quilombero que uno haya sido, el Padre le abre su corazón y lo recibe con un lazo de amor y comprensión.

Sin embargo, nosotros, como hijos pródigos del siglo XXI, tenemos que aprender con el Hijo Pródigo del Evangelio, que manifestó verdadera compunción, pues recapacitó y dijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.

Esto significa tomar conciencia de las macanas que uno realiza y parar con esto, sin caer en la trampa de inventar justificativos hipócritas para seguir haciendo el mal.

Entender que uno pecó “contra el cielo y contra ti”, que hay que poner más empeño para reparar la bajeza realizada, lo que exige esfuerzo y humildad.

“Ya no merezco ser tratado como hijo tuyo” es el sollozo de quien defraudó su dignidad de hijo y debe purificarse con el Sacramento de la Reconciliación.

Una vez que uno se reconcilia consigo mismo y con Dios, se abren de par en par las puertas de la reconciliación con el semejante.

Paz y bien

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